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Cuentos de puro susto

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  • Cuentos de puro susto

    CRÉDITOS

    Cuentos de puro susto

    con bonitos grabados de José Guadalupe Posada publicados entre 1890 y 1905

    Presentación de Alfonso Morales

    Diseño de Peggy Espinosa y Gabriela Rodríguez


    Primera edición: Imprenta de A. Vanegas Arroyo, 1905

    Primera edición en Libros del Rincón: 1986
    Primera reimpresión: 1988
    Segunda reimpresión: 1990
    Tecera reimpresión: 1992
    Cuarta reimpresión: 1994

    Producción: SECRETARÍA DE EDUCACIÓN PÚBLICA
    Unidad de Publicaciones Educativas
    Isabel la Católica 1106, Col. Américas Unidas
    03610 México, D.F. Tel. 6 74 32 22 / Fax 6 74 32 87

    D.R. © de la edición
    Consejo Nacional de Fomento Educativo
    Av. Thiers 251-10° piso
    11590 México, D.F.

    ISBN 698-29-1148-6

    Impreso y hecho en México
    ¡Por un planeta verde el pueblo revolucionario unido! CRANEO

  • #2
    El raro y muy ...

    El raro y muy sonado caso del infante parabólico y de su tatarabuela destransistorizada
    para Cri—Cri y Cachirulo

    Pequeña humanidad que le haces a la lectura:

    Permíteme distraerte de las importantísimas actividades que por el momento ocupan tu atención, sean éstas la muy delicada tarea de derribar naves enemigas en la pantalla del juego de vídeo, la muy absorbente de seguir las aventuras de tu superhéroe o la muy comunitaria de disputarte una pelota.

    Menos agraciada, acaso te encuentras vendiendo cosas que poca gente quiere comprarte, atendiendo tu comercio de golosinas. No es difícil que estés a punto de incendiarte el paladar con el dulce fuego del chamoi. Nada extraño sería que fueras nuevamente —y por tercera ocasión en el día— prófuga de la justicia adulta. Andas huyendo de regaños, de desagradables obligaciones que tanto te quitan el tiempo, además de ser demasiado terrestres para alguien que —como tú— ha recorrido a grandes velocidades el espacio intergaláctico, ha descubierto rastros de extraterrestres en las azoteas y tiene bajo su cama la más completa colección de los papelitos de plata en que se envuelven chocolates y cigarros, eso para no mencionar los álbumes de futbolistas y luchadores, ni la manera como se obtuvieron las estampas más difíciles. Tienes mucha razón cuando afirmas que ninguna estrella del balompié o la cuerda ha conservado el lustre en sus zapatos o las rodillas sin raspaduras...

    Nos hemos trasladado a estas páginas para advertirte que lo que en este libro se te va a contar es todavía más viejo que tus abuelos. Se te cuenta para que imagines cómo le hacían al cuento en los finales años ochocientos y en los primeros novecientos. En esos tiempos no se ganaba uno nada juntando corcholatas, ni las aguas de limón y tamarindo habían caído presas de las botellas, artefactos que se volverían costumbre en todas las fiestas con el paso de los años.

    Nuestros antepasados se acostumbraron a novedosos productos, máquinas, utensilios, modas y diversiones que por esos días se hacían de sus públicos favorecedores. Tales como la bicicleta, también llamada velocípedo, que por un tiempo fue el terror de los tranquilos transeúntes, pues temían ser atropellados por los principiantes en el arte del manubrio y el pedaleo. Como el tranvía sin mulitas, que se llevó entre sus ruedas a varios distraídos, de la misma manera que el alumbrado público se llevó a todos los espectros y fantasmas, acostumbrados a espantar en una ciudad a oscuras. También se aceptaron las exigencias del retrato fotográfico: largos momentos de inmovilidad a cambio de una imagen casi eterna del niño vestido de marinerito, del matrimonio delante de exóticos telones —ajenos por completo a la risa que en sus nietos y bisnietos provocarían tanta seriedad, caras tan compungidas.

    En el paso de siglo XIX, al siglo XX, tiempo en que fueron editados estos cuentos y gobernaba México el presidente Porfirio Díaz, la palabra progreso era una de las más consentidas. La pronunciaban políticos y empresarios, se mencionaba en libros y periódicos. En su nombre se construyeron modernas fábricas con ruidosa maquinaria importada y ganancias para los extranjeros. Por el mentado progreso el ferrocarril anduvo de un lado para el otro, acercando lo apartado, uniendo poblaciones, echando sobre sus lomos la pesada carga de materias primas, productos terminados, paquetes, bultos, gente de todas partes; a veces el tren se descarrilaba y se convertía en noticia, suceso merecedor de una gacetilla callejera que daba —para el que sabía leer o tenía quien se la leyera— el chisme y todos sus detalles por escrito. Para los que desconocieran el alfabeto, un certero grabado saciaba su curiosidad.

    Al servicio de la curiosidad, el entretenimiento y la información, estaba la imprenta de Antonio Vanegas Arroyo, fundada en 1880. Por eso editaba lo mismo cancioneros que recetarios, lo mismo colecciones de cartas amorosas que de cuentos infantiles: literatura popular, de usos prácticos y espirituales. Para eso entró en tratos con grabadores, con Manuel Manilla y con José Guadalupe Posada: manos que ilustraran su variado catálogo de publicaciones, que volvieran trazos las fábulas, que echaran a andar a la fantasía. Un trabajo artesanal que atendía a una ciudad de México que no se soñaba asfixiada por multitudes, automóviles y camiones. En un paisaje sin antenas, el bullicio se hacía en las fiestas y fandangos, en el deambular de sombreros y rebozos por los puestos del mercado, a la hora de regatear y de pregonar, cuando se quemaban judas, cuando se echaban los dados para jugar a "Los Charros Contrabandistas".

    Imagina, amiguito lector, a la diaria vida sin la radio. Nada se sabría entonces del que anda ahí y es Cri-Cri, el Grillito Cantor; nada de la tragedia de la muñeca fea, del marcial desfile de las letras y del ratón vaquero que habla inglés. Imagina a unos espectadores empavorecidos porque creían que se les venía encima la locomotora que, en la pantalla, proyectaba el cinematógrafo. Ignorábanse las andanzas seriadas de Flash Gordon, la tristeza de Bambi que ha perdido a su mamá, la animación colorida de las caricaturas de Walt Disney. Desconocíanse las matinés con funciones dobles. No estaba todavía en el mapa Disneylandia, de modo que tampoco existían las peregrinaciones de niños —y los papás de los niños que les pagaban el viaje— para retratarse con el ratón Miguelito. De la televisión ni sus luces, ni los concursos patrocinados por chiclosos, ni los clubes formados alrededor de algún tío, ni los pantalones cortos de Chabelo. Tampoco el Teatro Fantástico de Cachirulo. Imagina la imposibilidad de perderte por horas en un buen paquete de historietas: Kalimán en trance cataléptico, Memín Pingüín huyendo de la tabla con clavo de su mamá...

    Pero no te vayas con la finta. No vayas a creer que los abuelos de tus abuelos se morían de aburrimiento. Cada época tiene sus juegos y sus juguetes, sus máquinas para producir sueños. La necesidad de imaginar siempre ha encontrado las maneras de satisfacerse. Muchas de las formas que los abuelos de tus abuelos utilizaban para contarse cosas se siguen utilizando todavía. Son tan antiguas como nuevas. Contar, cantar, hacer teatro, dar movimiento a unos muñecos.

    Los abuelos de tus abuelos tienen, en vez de cine, a la linterna mágica. Hacen sombras chinescas con sus manos: un conejo, un lobo. Observan cómo otras manos que no se dejan ver —las del titiritero— hacen patalear, manotear y bailar a unos muñecos, por conducto de unos hilos; miran a esos muñecos repetir los oficios de los adultos y las travesuras de los niños, con tanto parecido a los niños y adultos reales, que hacen al público olvidarse de sus hilos. Cambian los telones del teatrito callejero, cambian los paisajes, llegan nuevas aventuras, otros peligros, las mismas tentaciones, las moralejas de siempre.

    Los abuelos de tus abuelos tenían en la calle a la máquina para soñar por excelencia. Afuera de la casa estaba el entretenimiento, había que ir por él, había que encontrarlo en los patios, en los callejones, en las plazuelas y esquinas. La calle pone los hoyos, a los niños les toca poner las canicas. La fórmula que utilizaba la mayoría de la gente para distraerse y echar relajo, consistía simplemente en sumarle a la calle algo más. Calle + oscuridad = ánimas en pena, apariciones nocturnas que piden a gritos un relato. Calle + señor feo y malencarado = robachicos, rápidamente descritos por comadres que jamás los han visto. Calle + desfile de payasos y acróbatas = circo no lejos del barrio. Calle + efeméride cívica o religiosa = feria, ocas, serpientes y escaleras, antojitos varios, volantines o cabalgatas volantes, palo ensebado con premios, toros, peleas de gallos. Calle + vendedor ambulante = pregón, anuncio de todo tipo de mercancías, unas comestibles y otras no, para la devoción y para el juego. Calle + señor o señora viejitos, sentados en una sillita enana = cuenteros, oficio que consiste en tener atentos a los niños —y a los grandes también— alrededor suyo, hincados, en cuclillas, tirados de panza, escuchando los relatos que brotan del manantial de su lengua.

    Viene de la calle el cuentero que hace y rehace historias que ha escuchado de otras lenguas, del campo y de la ciudad, del país y del extranjero, mezclando nahuales con caperucitas... hasta que termina por enterarse la imprenta —vieja parlanchina— y de esas invenciones saca colecciones de bonitos cuentos, aparentemente detenidos en la letra impresa.

    Pero sabido es que el cuento es de quien lo cuenta, y tu podrías ser el lector que devolviese al anónimo río callejero los relatos que a continuación se te ofrecen, reanimándolos con el oxígeno de una nueva lectura, volviéndolos a contar en tiempos tan diferentes a los que les tocó, cuando fueron publicados por la imprenta Vanegas Arroyo, recordando con ello a sus lectores, a sus fantasías y a su lenguaje que, aunque parece viejo, todavía hace cosquillas...
    ranis
    ranita, rana
    Last edited by ranis; 12-mayo-2013, 22:15.
    ¡Por un planeta verde el pueblo revolucionario unido! CRANEO

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    • #3
      Juan Soldado

      Juan Soldado


      Juan era un muchacho que se había ido de soldado desde muy chico, pero un día decidió irse a correr mundo, pidiéndole a su general que le diera licencia para dejar el ejército. Pero como al poco tiempo se le acabó el sueldo que le habían pagado, se vio pobre y desconsolado. Entonces se puso a pensar en voz alta:

      —Sería capaz de venderle mi alma al diablo con tal que me diera dinero.

      Y el diablo, que no está sordo, se le apareció al momento vestido de terciopelo colorado, con capa y un capuchón por donde se le asomaban los cuernos, y le dijo:

      —Yo puedo darte todo lo que deseas, pero antes tengo que asegurarme de qué eres valiente.

      Juan Soldado como prueba le enseñó las cicatrices de las heridas que había recibido en el campo de batalla, pero el diablo no se dio por satisfecho.

      Y que va viendo Juan Soldado un chango grandísimo como orangután que trató de darle de palos con un garrote, pero Juan ni tardo ni perezoso, le clavó la bayoneta de su fusil dejándolo muerto en el acto.


      —Veo —le dijo el individuo rojo— que eres valiente, y desde hoy cuenta con que tendrás lo que quieras, siempre que cumplas estas condiciones: te pondrás el vestido que llevo puesto, y siempre que metas mano al bolsillo lo hallarás lleno de dinero; te cubrirás con la piel del mono que acabas de matar, y durante diez años no te lavarás, ni peinarás, ni te cortarás el pelo ni la barba. Si en esos diez años cometes una mala acción, tu alma será mía; y si eres bueno, al cabo de ese tiempo serás completamente dichoso.

      Aceptó Juan Soldado las condiciones del diablo con tal de tener dinero. Sin perder tiempo se vistió de diablo y metiéndose las manos en los bolsillos los encontró repletos de relucientes monedas de oro. Después desolló al chango, se puso la piel de abrigo y se alejó muy contento mientras el diablo desaparecía dejando un fuerte olor a azufre.

      Con el tiempo Juan Soldado se dio cuenta que siempre que sacaba dinero de los bolsillos se volvía a llenar de monedas de oro, así que decidió hacer un entierrito para cuando terminara su compromiso con el diablo. Buscó en el campo un árbol cerca de una peña que le sirviera de señal y haciendo un pozo, de cuando en cuando, iba a echar allí dinero. Andaba feliz, pero no podía gozar bastante de su dinero pues estaba tan feo que muchos le tenían miedo.

      Un día que Juan Soldado estaba en el campo enterrando monedas vio a un hombre de muy mala catadura que con un puñal lo amenazó diciéndole:

      —¡Manos arriba! A la buena o a la mala me tienes que entregar todo el dinero que tienes enterrado.

      —Pues lo veremos, ya ves que no soy manco —le contestó Juan Soldado.

      Y diciendo y haciendo se le echó encima y los dos se agarraron a golpes, por fin Juan Soldado logró sujetarlo por el cuello hasta que casi lo ahorca. Pero entonces el hombre, que no era otro sino el mismo diablo, le arrojó llamas por los ojos, la nariz y la boca, que prendieron en el abrigo de piel de chango que traía puesto Juan, quien lo soltó a la carrera, revolcándose luego en la tierra para apagarse el fuego.

      Entonces el diablo le dijo:

      —He querido probar si de veras eres valiente y digno de mi protección y por poco me sale cara la prueba, pues nada faltó, para que me hubieras ahorcado. Cumples bien tu compromiso, pero para que tenga más mérito, voy a aumentar el mal aspecto que ya tienes y darte la apariencia más horrible. Si sales bien, tienes asegurada mi protección; pero si no, tu alma será mía. Hasta la vista—. Y desapareció convertido en una ligera nube de humo.

      Juan Soldado quedó más feo que nunca, sucio, peludo y chamuscado. A pesar de tanto bien como hacía, no por eso lo veían las gentes de mejor modo, y como naturalmente su aspecto empeoraba cada día, resultaba que ya no podía acercarse a ninguna parte habitada, pues creyéndolo un monstruo de especie desconocida, estuvo varias veces a punto de ser asesinado a pedradas, a palos, y aún llegó el caso de que se formó una reunión de hombres armados con el exclusivo objeto de perseguirle para matarlo. Viendo esto Juan Soldado, se decidió a huir de aquellos sitios, internándose en los montes más espesos, a riesgo de ser devorado por alguna fiera.

      A mucho andar llegó a una floresta donde la tierra era roja como regada con sangre, y los árboles negros con formas de hombres, mujeres y niños, que se quejaban lastimosamente cuando el viento movía sus hojas, negras también. Caminó Juan Soldado otro poco y encontró a un hombre de mediana edad que estaba sembrando verduras, asustándose al verlo.


      —No temas —le dijo Juan— no te haré daño, pero dime ¿qué haces en estas lejanías?

      El hombre, que por sus modales se notaba que era un gran señor, le contó que antes era el Rey de aquel lugar, que su castillo estaba cerca y abandonado porque un día había llegado un hombre con barbas de plata, terrible encantador, a pedirle la mano de una de sus hijas, y como no se la había querido dar, había convertido a sus súbditos en árboles, a sus cuatro hijas en fuentes de agua y a él en labrador al cuidado de su bosque encantado.

      —Bueno —dijo Juan Soldado— ¿Alguna manera debe de haber para darle fin a este encantamiento?

      —Es muy difícil —le contestó el Rey. Pues hay que arrancarle un colmillo a Barbas de Plata, y él tiene la fuerza de mil hombres. Ya otros caminantes han tratado de ayudarme, pero lo único que lograron es que los convirtiera en animales.

      Estaban en esa plática cuando se presentó Barbas de Plata, un gigante que, al ver a Juan Soldado, se dirigió a él lanzando chispas de furor:

      —¿Quién eres tú, que te has atrevido a traspasar mis dominios? Te convertiré en culebra por entrometido.

      —Yo soy —contestó Juan— el hombre que te ha de vencer para liberar a tanto infeliz de tu tiranía.

      Juan Soldado no esperó un momento más, se le echó encima, lo tiró al suelo y le sacó el colmillo con el azadón del rey.

      En el mismo momento se oyó un trueno horrible y se vio al gigante convertirse en una enorme lechuza que voló por los aires pues no era otro sino el mismo diablo. Poco a poco los encantados fueron recuperando su forma humana. Juan se encontró al lado del trono del Rey, que le dijo:

      —El inmenso beneficio que me has hecho, no puede recompensarse con nada; sin embargo, te ofrezco todos mis tesoros y compartir contigo mi trono.

      —Gracias, señor —dijo Juan Soldado— pero soy mucho más rico que Vuestra Majestad y no podría gobernar un reino porque soy muy ignorante.

      —Acepta entonces —le dijo el Rey— la mano de una de mis hijas.

      Y diciendo esto, dejó a Juan Soldado, volviendo a poco tiempo con sus tres hijas. La mayor y la segunda al ver a Juan, huyeron dando gritos de terror, y sólo la más pequeña, que era la más bonita, se acercó a Juan y tendiéndole su preciosa manita, le dijo con dulzura:

      —Mi padre nos ha contado tu noble acción y el compromiso que ha contraído y yo con gusto cumpliré, si tú me recibes por esposa.

      —Pues bien —le dijo Juan— aquí tienes esta media medallita y si pasados tres años no he vuelto, será porque he muerto; entonces rezarás por mí y estarás libre de compromiso—. Y se alejó muy triste soñando con el porvenir.

      Pasados los tres años y el día que se cumplían fue Juan Soldado a buscar el dinero enterrado; y a poco vio aparecer al diablo, que le dijo:

      —Has ganado, y es justo que alcances la felicidad que bastante cara has comprado. Dame mi traje y toma tu uniforme.

      Inmediatamente se puso Juan su ropa y corriendo a un río cercano se baño perfectamente, se dirigió a una peluquería donde lo rasuraron y cortaron el pelo, se compró un elegante traje y transformado se presentó en el palacio del Rey Desencantado. Tan riquísimo era su traje, y tan bella y simpática su figura, que todos lo tomaron por un gran príncipe. Solicitó al Rey una audiencia secreta que le fue concedida, y en ella se dio a conocer con su futuro suegro, rogándole que lo presentara con sus hijas, sin decirle quién era. En cuanto lo vieron las dos mayores, a cual más quedó encantada en la apostura del mancebo y cuando el Rey les dijo que aquel joven deseaba casarse, las dos se pusieron contentísimas, procurando cada una atraerse la atención de Juan Soldado. Sólo la más pequeña se mostró indiferente y ni siquiera se fijó en el joven, permaneciendo triste y pensativa. Al despedirse regaló a las mayores joyas cuajadas de diamantes y a la última una pequeña caja que al parecer no tenía ningún valor; pero obedeciendo a una natural curiosidad, la abrió y cual no sería su alegre sorpresa al ver el pedazo de medallita que se había llevado Juan Soldado, por lo cual se dispuso inmediatamente para casarse.

      El acontecimiento fue celebrado con un banquete, el pastel de bodas era tan alto como una torre y alcanzó... ¡hasta para el diablo!

      Y este cuentito

      por una oreja me entró

      y por otra se me salió

      ¡Por un planeta verde el pueblo revolucionario unido! CRANEO

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      • #4
        El lobo y la zorra

        El lobo y la zorra
        Para que veais, amiguitos, lo malo que es abrigar la pasión de la venganza, os voy a referir el siguiente cuentecillo, el que espero será de vuestro agrado.

        Caminaba por un espeso bosque una Zorra, que en su semblante triste revelaba el hambre que tenía, pues era ya bien entrada la tarde y aún no encontraba algo con qué alimentarse. De improviso, y en los más espeso de la arboleda, vio a un lobo que entre las garras oprimía a una robusta gallina. La Zorra se acercó al amigo Lobo, y cariñosamente interrogándole le dijo:

        —¡Hola, amigo Lobito! Mira qué habilitado estás y qué bien acompañado, pues sabes apoderarte de las aves de mayor nutrimento y de mejor gusto. Vamos, dime, ¿qué piensas hacer con esa gallina?

        —Vaya una pregunta que no deja de admirarme, pues qué quieres suponer que hago con ella. ¿Estarla manteniendo sin provecho alguno? Eso sería una tontera: la cacé para comérmela —contestó el Lobo.

        —Yo supongo que en el campo te has encontrado esa gallina, que te habrá costado mucho trabajo pillarla —le dijo la Zorra al Lobo— pero si te la comes, por una sola vez regalarás tu paladar y quedarás muy satisfecho, mientras que si soltares a ese animal, por fuerza reconocerá a su gallinero y diariamente nos abasteceremos de gallinas y por mucho tiempo tendremos qué comer seguro.

        Al lobo no le pareció malo el consejo de la Zorra y se propuso seguirlo.

        —Bien, soltémosla y sigamos cuidadosamente sus huellas. No hay que perderla de vista.

        —Todavía no; ve por tu señora la Loba y con su auxilio nos haremos de una buena cantidad de gallinas. Yo cuidaré de que ésta no se vaya hasta que ustedes vuelvan, pero suplico no se dilaten, que nos interesa.

        El Lobo, fiándose de la promesa, hizo lo que la Zorra le propuso; pero apenas ésta lo perdió de vista, cuando tomó a la gallina entre el hocico y se dirigió a su madriguera, donde se la comió. Cuando llegaron al sitio en que la Zorra había quedado y no la encontraron, el Lobo prometió vengarse.

        Un día estaba la Zorra trepada sobre una nopalera, saboreando las mejores tunas, muy quitada de la pena, como suele decirse, pues se juzgaba enteramente sola y dueña absoluta de aquel delicioso fruto, cuando por su mala suerte y cuando menos lo esperaba, se le aparece el mentado Lobo que, sediento de venganza por lo agraviado que estaba, se le acerca y lleno de la más alta indignación, le grita:

        —¡Ah! miserable, voy a enseñarte cómo te has de burlar de un animal tan respetable como yo; ¿te acuerdas, infame Zorra, que sin piedad ni consideración de ninguna especie, te tragaste a mi gallina, que tanto trabajo susto pasé por habérmela robado y que si no hubiera sido listo, y precipitado en mi fuga, sin duda alguna hubiese yo perecido en manos de sus dueños?

        Y diciendo esto se acercó lleno de cólera al pie de la nopalera; pero la Zorra que era bastante ingeniosa y astuta, con demasiada viveza y en el acto le contestó:

        —Me extraña mucho que manifiestes tal saña contra mí, cuando hace muchísimos días que te ando buscando para darte una buena noticia. Momento después de que me dejaste la gallina, saltó cerca de mí una ardilla tan gorda y tan grande, que no vacilé en lanzarme sobre ella y hacerla mi presa; pero entretanto la gallina se escapó. Dejé medio muerta a la ardilla y corrí tras la gallina y supe donde está el gallinero que se encuentra repleto de pollos, gallinas, guajolotes, palomas, patos, gallos, corderos y una infinidad de animalejos propios para nuestro alimento. Ya verás que mi proposición no puede ser mejor, pues con ese gran surtido ya estaremos siempre como dice el dicho: con barriga llena y corazón contento. Te lo voy a enseñar, pero antes, tomarás unas tunitas que te refrescarán; abre la boca y desde aquí te las tiraré.

        El Lobo abrió la boca y la Zorra principió por pelar las tunas, diciéndole a Lobito:

        —Hay te va una... otra... otra... y otra... ¿y cuántas van que te escondes en el gañote?

        El Lobo contestó:

        —Apenas cuatro, que es muy poca cosa, para saborear tan excelentes tunitas.

        La Zorra no pudo contener la risa por la maldad intencional que le estaba haciendo al Lobo y le dice:

        —Ahí te va otra, otra y este pedazo de nopal con unas deliciosas espinitas, para completar siete, y que con ganas con tu hocico aprietes.

        El Lobo, que estaba confiado en que todas eran tunas, apretó y los dolores que le causaron las espinas lo exasperaron de tal suerte que no hallaba qué hacer. Brincaba, corría, gritaba, gemía. No encontraba consuelo, y por segunda vez juró con más fiereza vengarse de la maldita y astuta Zorra, que tanto lo había hecho sufrir y que le había engañado vilmente.

        Después con mucho trabajo pudo arrojar el nopal, aunque no las espinas que lo atormentaron por muchos días, y decidido a perseguir a la Zorra para vengarse, como lo había jurado, con esfuerzo imponderable la buscaba para devorarla entre sus garras.

        La perseguida Zorra caminaba siempre con precaución para evitar un encuentro con su enemigo; sin embargo, un día pasaba por el fondo de una barranca muy honda y vio al Lobo que venía tan cerca que no pudo huir. Pero se le ocurrió un ardid para ver si se salvaba, y fue a pararse de manitas contra el texcal de la barranca. Luego que el Lobo la vio y comprendiendo que no se le podía escapar, le dijo:

        —Ahora sí prepárate a morir, pues no me darás más tunas, ni mucho menos de la clase de aquéllas.

        —No te acerques, por dios, amigo Lobito, hermanito del alma, porque los dos pereceremos; esta pared se está desplomando y yo la estoy deteniendo; si le falta mi apoyo nos aplastará irremisiblemente.

        No dejó el Lobo de atemorizarse y se detuvo cuando iba ya a saltar sobre la Zorra. Mirando ésta que daba efecto su plan, le siguió diciendo:

        —Voy a morir dentro de breves momentos; pero antes quiero darte una prueba de que nunca he querido burlarme de tí. Mira, tengo en mi madriguera una docena de gallinas, te las regalo, puedes ir por ellas.

        —¿Y si me engañas? —replicó el Lobo.

        —Te juro bajo mi palabra de honor y como Zorrita que soy, que te digo la pura verdad.


        —Vamos, vamos poco a poco a entrar en explicaciones, porque ahora sí ya no me la repites, ya mucho te has burlado de mí con tu maligno y astuto ingenio. Ahora sí que va la última, pues esta vez no te la perdono, porque me late que con tus astucias me vas a originar la muerte. Así es que veme diciendo donde está tu madriguera.

        —Subes esta barranca, tomas a la derecha dentro de una barranquilla, al acabar tomas en seguida a la izquierda, penetras a un bosquecillo, atraviesas un río que pasa por allí, te encaminas río arriba y llegarás a unos paredones donde está mi madriguera.

        —Esas son muchas señas y yo no daré con tu casa. Puedes prepararte a morir, despídete de tu madriguera y de tus gallinas, porque creo que todos son enredos.

        —No, Lobito querido, hermanito del alma, te voy a llevar, para que veas que ahora sí no te engaño. Ayúdame a apuntalar esta pared, deténla un poco mientras yo busco una tranca.

        El Lobo se colocó en la posición en que estaba la Zorra y ésta se apartó con demasiada timidez, diciendo:

        —Espera un momento, Lobito, tente recio porque si no, mueres aplastado.

        ...Y se alejó muy contenta de haber engañado por tercera vez al Lobo, el cual se creía que por momento sería víctima de la muerte, por aquella ingeniosa maldad. Pero después de algunos instantes de reflexión, y mirando que ya era casi de noche, y que la Zorra no aparecía, y sintiendo, además, sus miembros acalambrados, al grado de no poder resistir más, se resolvió a morir dejando su postura incómoda. Pero cuando con sorpresa vio que el texcal no se movía, comprendió la burla y volvió a jurar por tercera vez comerse a la Zorra en la primera oportunidad.

        Esto no se hizo esperar mucho, porque al anochecer del día siguiente la encontró, cuando estaba más entretenida soplándose en pichón. Sin decirle una palabra la afianzó del pescuezo, e iba ya a ahorcarla cuando ella le dijo:

        —Aguarda, aguarda un poco, los valientes no son alevosos, suéltame que no te pesará. Concédeme diez minutos de vida para llevarte a ese gran gallinero que desde aquí se ve.

        —Bien —dijo el Lobo— pero te llevaré asido de tu cola.

        —Sea en buena hora —contestó la Zorra.

        Comenzaron a caminar, mas la astuta Zorrita no llevó a su enemigo al gallinero, sino que lo condujo a una trampa para cazar lobos. A estas trampas se les pone un corderito y están muy bajas y sobre un pozo; así es que el lobo para atrapar al cordero tiene que dar un brinco sobre la trampa, y como del otro lado le falta punto de apoyo, cae al abismo irremisiblemente.

        —Mira, qué cordero tan rico está allí, da sólo un brinco y estará en tus garras— dijo la astuta Zorra.

        El lobo no vaciló. Se lanzó sobre el inocente animal y cayó al fondo del pozo.

        La Zorrita se acercó a la trampa para ver el éxito de su maldad, que ya estaba realizada, y le dijo al Lobo:

        —De aquí no saldrás. Si me hubieras perdonado no perecieras hoy; pero te empeñaste en tomar venganza y pagarás tu pecado. Adiós.

        La Zorra huyó satisfecha sin darse cuenta que, a poca distancia, un cazador la acechaba...



        Este cuento salió por un callejoncito y

        espero más tarde contarles otro más bonito.

        ¡Por un planeta verde el pueblo revolucionario unido! CRANEO

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        • #5
          La niña de los ojos de luz

          Hace muchos años que un noble ambicioso le quitó el trono al rey de una poderosa nación. Un día se paseaba en unión de su joven esposa, con quien llevaba dos días de casado, en un elegante carruaje tirado por cuatro soberbios frisones, cuando se le acercó una pobre mujer llorando, más con tanta precipitación, que estuvo en peligro de ser pisada por los caballos. El Rey mandó detener el coche y le preguntó a la mujer qué cosa deseaba.


          Ésta, ahogada casi por los sollozos, le dijo:

          —¡Ay! Sacrarreal Majestad, soy una mujer viuda y sólo tengo un hijo y mañana lo van a ahorcar, y juro a Vuestra Majestad que es inocente.

          —Pues, ¿qué hizo? —preguntó el Rey.

          —Lo acusaron de ladrón; pero lo han juzgado con tal violencia y parcialidad, que no ha tenido tiempo para probar su inocencia; haga Vuestra Majestad que lo juzguen con justicia, y si resulta culpable, iré también con él a la horca.

          Vio el Rey tal acento de verdad en el semblante de la mujer, que en el acto mandó poner libre al acusado.

          Entonces la mujer le dijo:

          —No tengo con qué pagar este beneficio; pero prometo que el primer hijo que tenga vuestra esposa, ha de ser de excelentes virtudes y cualidades, y el segundo será una niña tan linda, que no hallarán otra igual en el reino, y tendrá unos ojos tan hermosos que alumbrarán una pieza oscura, como si fuese de día. Pero ¡cuídenla mucho! Que nadie la vea, porque cuando sea grande podrá tener noticias de ella un horroroso monstruo que habita en la Cueva de los Encantos, y si no se la dan por esposa, se arruinará vuestro reino.

          Se fue la mujer y los reyes no creyeron lo que la mujer les había dicho. Poco tiempo después tuvieron un niño. A los dos años nació, en efecto, una niña de hermosura sorprendente y grandes ojos.

          Una noche en que la niña estaba un poco indispuesta, comenzó a llorar al grado que despertó al rey y a la reina y cuál sería su sorpresa al ver la recámara con tanta luz como si estuviera recibiendo los rayos del sol. Se acordaron de la profecía y ordenaron que la niña jamás saliera de aquel aposento.

          Pasó el tiempo, la niña contaba ya con quince años y su hermano dieciocho, única persona con quien hablaba fuera de sus padres. Un día le dijo a su hermano:

          —Mira hermanito yo no conozco ni lo que llaman calle, he visto al mundo solo por los libros que leo, te ruego que cuando estén durmiendo nuestros padres, me lleves al balcón para que desde allí vea yo la ciudad que creo ha de ser bastante hermosa.

          —Imposible —le dijo su hermano—. Si lo sabe mi padre, nos castigará.


          —No temas, no lo sabrá, pues nos asomaremos silenciosamente.

          El hermano le ofreció que en la noche la llevaría al balcón. Encantada estaba la niña mirando el panorama de la ciudad, que casi alumbraba con sus ojos, cuando vieron venir un monstruo por el aire, sentado sobre una serpiente de siete cabezas que arrojaba fuego por todas sus bocas. Los tiernos príncipes al verlo se ocultaron espantados cerrando las puertas, aunque oyeron la voz del monstruo que les dijo:

          —Ya te conocí, Princesa de los ojos de luz, mañana debo robarte, y de no ser así destruiré la ciudad.

          Al día siguiente fueron los dos jóvenes a confesar su falta. El Rey se asustó mucho, pero comprendió que el hecho no tenía remedio. En el acto mandó poner pregones ofreciendo todos sus tesoros al que le entregara la cabeza del monstruo. La misma mujer que le había pedido la salvación de su hijo era bruja hechicera, y le dijo con voz afirmativa y resuelta:

          —Señor, he visto vuestro pregón y yo tengo la persona que mate al monstruo; pero no se conforma única y exclusivamente con vuestros tesoros.

          —Pues ¿qué más desea esa persona? —dijo el Rey.

          —Que al traer la cabeza del monstruo le deis la mano de vuestra hija, la princesa, como premio por libertarla.

          —Eso es imposible, del todo imposible. No puede ser, qué tal si no es de sangre real, ¡no se puede casar con mi hija!

          Estando en esa conversación se llenó de pronto la pieza de humo y se oyó un ruido formidable. Salieron a ver lo que pasaba y vieron que el monstruo montado en la serpiente había penetrado en la recámara de la Princesa, y se la llevaba por los aires. Entonces el Rey hecho un loco, desesperado, se dirigió a la bruja y le dijo:

          —Al que me devuelva mi hija y mate a ese monstruo, se la daré por esposa ¡sea quien sea!, sin pretexto de ninguna especie.

          —Si su Sacrarreal Majestad me cumple su palabra —contestó la bruja— yo le prometo que la niña volverá a vuestro lado.

          —Pero ¿quién es esa persona? —le dijo el Rey con inquietud.

          —Es un joven bien presentado y digno de la mano de la niña.

          —Pues sin pérdida de tiempo que marche en busca de mi hija.

          La bruja se marchó y el Rey quedó inconsolable.

          La hechicera se dirigió a una casa en el barrio más sucio de la ciudad, penetró en ella y fue a parar a uno de los cuartos más escondidos, cuya puerta tiene siete cerraduras; las abrió y en el fondo del cuarto estaba un joven como de veinte años muy humildemente vestido, pero bien parecido, con una mirada expresiva.

          —Ha llegado el instante de que te veas libre —dijo la bruja— si tienes el suficiente valor.

          —A todo estoy dispuesto por obtener mi libertad.

          —Te voy a llevar a un paraje donde está un monstruo que tienes que matar irremisiblemente.

          —Nada importa, tengo valor para todo —dijo el joven.

          —Entonces sígueme —le dijo la mencionada bruja.

          Anduvieron toda la noche, al amanecer llegaron a un monte, y después de mucho andar llegaron cerca de la boca profunda de la Cueva de los Encantos.

          —Allí está el monstruo —manifestó la mujer— llega y dile que andas perdido, que te dé posada un momento. Si acepta, le ofreces este licor, único que puede embriagarlo. Luego que se duerma le arrancas un mechón de cabellos rojos que tiene en la cabeza y quedará muerto.

          El joven encontró al monstruo, y con bastante valor le dijo:

          —Señor, estoy perdido, dadme abrigo mientras descanso un momento para seguir mi camino.

          El monstruo lo vio lleno de ira e iba a devorarlo, pero conteniéndose le contestó:

          —Pasa y a ver cómo pagas el favor que te hago.

          Entonces el joven le dijo que no tenía otra cosa con qué pagarle la gracia, sino con el frasquito de licor que traía para calmar su sed.

          El monstruo lo tomó y al punto se embriagó. Sin perder tiempo el joven le arrancó el copete y el monstruo se quedó muerto. Con un cuchillo que llevaba le cortó la cabeza, salió precipitadamente con ella en la mano y se fue en busca de la bruja, que a corta distancia lo esperaba.

          —Ya estoy aquí y ésta es la cabeza del monstruo.

          —Pues vamos a presentársela al rey. Ya sabes que por premio te casas con una niña hermosa, hija suya. Pero antes de todo vamos en busca de esa niña que debe estar en esta misma cueva.

          Buscaron y dieron con una puerta secreta. La bruja exclamó en unas palabras propias del lenguaje de las hechiceras y la puerta se abrió al instante. En efecto ahí estaba la niña a la cual le dijeron que el monstruo había sido muerto por la mano del joven que le acompañaba.

          La niña se puso contentísima y con gran entusiasmo le comunicó su agradecimiento, diciéndole que esas acciones las premiaría dignamente luego que se hallara al lado de sus padres. Con inexplicable gozo salieron de la Cueva de los Encantos.

          Al llegar la bruja a la presencia del Rey le dijo:

          —Ya cumplí mi palabra: aquí está la niña, la cabeza del dragón y el hombre que le dio muerte. Él es hijo del Rey que tú destronaste y lo he tenido oculto para liberarlo de tu persecución. Hacedlo feliz y cuando reine, no tendrás el remordimiento de haberle usurpado el trono.

          El rey y la reina abrazaron a los príncipes y les dijeron que se dispusieran para su casamiento, el que tuvo verificativo en el acto.

          Al día siguiente del casamiento, en el parque del palacio encontraron muerta a la serpiente cuya vida estaba, por sortilegio, ligada a la del monstruo.

          Si el cuento es ingenioso

          Leedlo dos o tres veces con reposo



          ¡Por un planeta verde el pueblo revolucionario unido! CRANEO

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          • #6
            El lego sabio


            El Padre Guardián de un convento, predicó una tarde un sermón en contra del Rey de aquella monarquía, diciendo entre otros improperios, que era un fascineroso y un ladrón de los pobres. Súpolo su Sacrarreal, y lo hizo llamar en el acto. El Padre Guardián presentóse temblando de pavor, pues ya sabía la causa del llamamiento.

            —¡Hipócrita Guardián! —díjole el Rey—. ¿Conque has dicho en el púlpito que soy un ladrón, un fascineroso y otros insultos más? ¿Qué contestas? Nada, ¿verdad? Bien, pues mira: no te mando quemar vivo en el acto, aunque bien lo mereces, pero sí vas a contestarme en el término preciso de veinticuatro horas, tres preguntas a satisfacción mía y de toda mi familia y nobles de mi reino. Si no te presentas o contestas mal a éstas preguntas, en el acto serás decapitado. Toma asiento y escribe.


            El Padre Guardián con timidez y temblorosa mano cogió la pluma y se dispuso a obedecer.

            Primera pregunta: ¿Cuánto vale el Rey?
            Segunda: ¿Hasta dónde llega el poder del Rey?

            Tercera y última: ¿En qué está pensando el Rey?
            Después de que el Padre Guardián escribió las tres, le dijo el Rey:

            —Retírate y ten presente la pena que tienes impuesta si no cumples con tu consigna.

            Poco faltó al Padre para caer privado de sentido; dobló el papel, saludó y se fue. Llegó al convento, entró a su celda y se puso a estudiar aquellas tres preguntas. Registró todos sus libros, para ver si podían darle alguna luz para contestar aquellas frases. Pensó muchísimo, todo en vano. En la noche no rezó, no cenó ni durmió por sólo pensar de qué manera contestaría aquellas preguntas tan sumamente difíciles de resolver.

            Amaneció el día, y el temor y agitación del Padre Guardián crecieron doblemente. A las doce de la mañana se cumplía el término fijado para contestar las preguntas y por consiguiente para que diera fin su vida, pues no tenía qué responder. Como a las nueve oyó tocar a su puerta. ¡Un salto le dio el corazón! Pero se serenó luego al oír la voz del leguito que le servía, diciendo:

            —Su Reverencia, ábrame la puerta, soy yo. Le traigo su chocolatito.

            —Qué chocolate ni qué nada —contestó—. Vete.

            —Pero su Reverencia, ¿qué cosa le sucede?

            —¡Vete!

            —Ábrame la puerta.

            —Que te vayas.

            —Pero su Reverencia...

            Por fin, tanto suplicó el Lego que el Guardián le abrió la puerta para que no le importunase más.

            —Vaya, entra —le dijo.

            —Tome su chocolatito.

            —¿Eres un tonto, o te gozas en desesperarme?

            —Pero, ¿por qué, su Reverencia?

            —¿Por qué? ¿por qué…? ¡Anda vete!

            El Lego dijo entre sí:

            —Desde ayer está así. ¡No cabe duda, se ha vuelto loco! —Y se puso a llorar.

            —Que te vayas, te digo —exclamó el Guardián.

            —Pero su Reverencia, tome antes su chocolatito; desde ayer no come nada.

            —¿Y qué te importa?

            —¿Pero, dígame qué le sucede?

            —Bien, te lo diré para que me dejes. Te acordarás que prediqué hace dos días en contra del Rey.

            —¡Ave María Purísima! Sí me acuerdo, y el Rey lo supo y...

            —Sí, y me van a decapitar dentro de pocos segundos; a las doce, si no le contesto unas preguntas.

            —¡Ay Dios mío! ¿Y qué preguntas son?...

            —Para qué quieres saber, tú no me has de salvar.

            —Quién sabe, su Reverencia, quién sabe si…

            —¡Quita allá, iluso!

            —¡Enséñeme las preguntas!

            —Eres necio como pocos; ahí están.

            Y le dio el malhadado papel. El Lego leyó aquellas preguntas, arqueó las cejas, pensó tres o cuatro segundos y terminó por soltar la carcajada.

            —¿Acaso estás loco?

            —¡No, su Reverencia, qué loco! ¡Deme sus hábitos!

            —¿Qué vas a hacer?

            —A contestar por su Reverencia.

            —¡Eres un zoquete! ¿Tú vas a contestar las preguntas?

            —Deme sus hábitos.

            —Bien, tómalos.

            Y se despojó el Guardián, vistiéndose el Lego.

            —¿Y si te reconocen?

            —No importa; si acaso por desgracia, que no lo creo, me va mal, yo doy con mucho gusto la vida por su Reverencia. Pero no, no; voy a salir triunfante. ¡Ya verá su Reverencia!

            —Adiós, su Reverencia.

            —¡Anda, bendito de Dios!

            El Lego llegó al Palacio y al cruzar por los corredores, arrancó una florecita de una de las macetas que había allí y se la ocultó en la manga. Al penetrar en el salón donde se hallaba el Rey, no lo conocieron, porque llevaba puesto el capuchón. En aquel suntuoso salón estaba el Rey con toda su corte, consejeros, dignatarios, académicos, grandes nobles, distinguidas familias de la aristocracia, todos invitados por su Sacrarreal Majestad, para escuchar las dificilísimas respuestas que tenía impuestas el Guardián. A la mitad del salón, estaba una tribuna, allí había de subir el Guardián. Cerca de la tribuna se miraba la mesa del juez: éste y su secretario dispuestos a firmar la sentencia de muerte. La situación del Lego era más que difícil. Temblaba de miedo, pero hizo un esfuerzo inaudito y se repuso algo.

            —Buenos días, su Sacrarreal Majestad —dijo respetuosamente.

            —¡A la tribuna! —contestó el Rey.

            El Lego obedeció con resignada humildad.

            —Comienza con las preguntas —dijo— ya sabes que si no contestas ninguna de ellas se te dará la muerte en el acto.
            ¡Por un planeta verde el pueblo revolucionario unido! CRANEO

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            • #7
              El lego sabio


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              Tocan la campanilla y se escucha una voz imperiosa:

              —¿Cuánto vale el Rey?

              —Quince reales nada más —contestó el Lego con seguridad.

              —¡Quince reales! ¡infame! ¡La sentencia!

              Permítame su Sacrarreal: voy a demostrarlo y os convenceréis.

              —Bien, contestó el Rey, y si no lo haces así, ya sabes que obrará la justicia.

              —Sí, su Sacrarreal. Cristo nuestro Dios ¿no es cierto que era Rey del Cielo y de la Tierra? ¿Y en cuánto fue estimado? ¿Verdad que en treinta reales lo vendió Judas? Pues sacad la cuenta: Dios era Rey del Cielo y de la Tierra; vos, no lo sois más que de una Nación, ni siquiera de todas. Así pues, os hago favor, y valéis quince reales que es mitad de treinta. ¿Estáis?

              Un murmullo de aprobación se levantó de todos los asientos.

              —Me has fundido —exclamó el Rey.

              Suena la campanilla para la segunda pregunta:

              —¿Hasta dónde llega el poder del Rey?

              —Hasta... ¡nada! —respondió el Lego.

              —¿Con qué no tengo poder? Basta ya de insultos a mi real persona. Firma la sentencia —le dijo al Juez.

              —Un momento su Sacrarreal. Voy a demostrarlo también.

              El Rey hizo una señal al Juez para que esperarse. Bajó el Lego de la tribuna, sacó la florecita que cortó de la maceta de los corredores, y se acercó al Rey, dándosela:

              —Si poderoso en su Sacrarreal, imíteme esta florecita en el acto.

              La tomó el Rey y se fue pasando de mano en mano. Todos hacían indicios de satisfacción y no pudiendo contenerse, aplaudieron estrepitosamente al Lego. El Rey desesperado, se mesaba los rizos de su cabellera y exclamaba:

              —¡Ah, maloso fraile! ¡Tienes talento, no hay duda! Pero en esta última pregunta sí no escapas, prepárate a morir, y contesta: ¿En qué está pensando el Rey en este momento?

              —¿En que ha de estar pensando? ¡En el Guardián que ha salido victorioso!

              —¡Abajo, abajo de la tribuna! Has triunfado por completo, cabalmente en eso estaba pensando: ¡en tu talento! ¡vete pronto de mi presencia!


              Una salva nutridísima de aplausos y aclamaciones resonó en la sala. El Lego salió loco de júbilo.

              ¿Cómo quedaría el Rey? Se le ocurrió luego no dejar libre al dizque Guardián saliéndose con la suya, como dicen, y tratando de vengarse, lo mandó llamar inmediatamente.

              Por la escalera iba el Lego, cuando le salió al paso un vasallo:

              —Llama a su Reverencia el Rey.

              El Lego subió otra vez:

              —¿Qué manda su Sacrarreal?

              —Ya que tú me diste las contestaciones a mis preguntas y el auditorio quedó satisfecho, ahora vas a dárselas a mi retrato que está en la pieza contigua, y con lo que él te diga vienes a darnos razón: en la inteligencia de que si cuentas una mentira, tienes pena de la vida.

              El Lego frunció el entrecejo como para querer condensar su pensamiento o tal vez para demostrar lo difícil de su situación. Comprendió que aquello bien podría ser una trampa. Y era de suponerse. El marco del retrato por sí solo no respondería, pero podría estar combinado con alguna entubación acústica, y entonces de lo que se trataba era de poner a prueba su valor, desde el momento en que tenía que hablar con una materia inanimada. Además, él había derrotado al Rey y éste trataba de vengarse. En consecuencia, aquello era un ardid por el que tenía que caer irremisiblemente en las garras el vencido.

              Su situación era angustiosa, sumamente angustiosa.

              De todo el auditorio se cruzaban miradas y sonrisas al ver al pobre Lego que acongojado y triste permanecía en silencio, inmóvil como estatua y sin saber qué contestar.

              El Rey, impaciente ya de su silencio, con un tono severo le dijo:

              —Os espera el patíbulo si no me obedecéis. ¡Cumplid con lo que mando!

              —Voy, Señor, con vuestro permiso.

              Como era muy sabidillo, se le ocurrió un ardid muy ingenioso. Regresó a la sala del juicio muy silencioso aparentando tristeza y dijo:

              —Gran Rey, tu retrato no me contestó palabra alguna, como tampoco le contestó el caballo Bayardo al Conde Orlando cuando le preguntó por el paradero de su amo:

              —Ay, buen caballo, ¿dónde está Reinaldo?

              ¿Dime dónde está? No me lo estés callando.

              Así el conde al caballo preguntaba.

              Y no le respondió porque no hablaba.



              —¿Me estás diciendo animal? —le preguntó el Rey muy indignado.

              —Pues a buen entendedor, pocas palabras —replicó el Lego.

              —Gran bestia —le dijo el Rey— ¿acaso los animales hablan?

              —¡Gran Rey! y qué… ¿los retratos hablan?

              Una nutrida salva de aplausos se dejó escuchar de todo el auditorio. El Rey quedó bastante avergonzado, pero para no demostrarlo, tomó un semblante afable y con gran entusiasmo le dijo al Lego:

              —¡Un abrazo! ¡Un abrazo! ¡No hay otra inteligencia como la tuya! Dejadle señores. Te nombro mi secretario particular.

              En este momento, el Lego se descubrió el rostro, y dio las gracias al Rey diciéndole:

              —Ya veis que no soy el Guardián. Yo he venido por él, porque está enfermo; de modo que haced de cuenta que él he sido yo.

              —¿Y tú quién eres?

              —Soy su Lego, su criado, y lo amo como a mi padre.

              —Bien —repuso el Rey— tu Guardián está a salvo, puesto que tú lo has desempeñado con ingeniosa viveza.

              —Gracias, su Sacrarreal. Permitidme ahora que avise a mi pobre Guardián porque ha de estar afligido, creyendo tal vez que he salido mal en las preguntas.

              —Bueno, vuelve, para darte tu despacho de secretario.

              Y se fue el Lego loco de dicha a dar parte a su Guardián de todo lo acaecido.

              Al día siguiente el Lego recibió su despacho y pasó a ocupar su cargo en la corte del Rey, donde espera las órdenes del amable lector para recitarle otro cuentecito.
              ¡Por un planeta verde el pueblo revolucionario unido! CRANEO

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              • #8
                El vendedor de juguetes (Cuento de navidad)


                A mediados del mes de diciembre, en la plaza mayor de México y por el lado norte del Zócalo, se levantaban los puestos que surtían de dulces y chucherías a las fiestas navideñas.

                Numerosos grupos de gente se veían al frente de aquellos puestos que ostentaban en sus mesas muchas curiosidades de distintas materias; desde las de quebradizo barro hasta las de duro fierro estaban allí, labradas por la paciencia del hombre y revestidas de colores.

                Aquellas mesas parecían una infatigable ruleta que giraba en derredor de los curiosos con vertiginosa precipitación, formando variadísimas figuras, mosaicos caprichosos que divertían las miradas de los niños: un pastor, una pastora, una virgen, un San José, una mula o un portal de tejamanil pintado y adornado con el sol, la luna y un cometa, nubes y estrellas de distintas magnitudes...

                Se veía por ahí un puesto de apariencia humilde con su consabida mesa al frente, vestida con un lienzo blanco, encima de la cual se había colocado una pequeña escalera hecha con cajones.

                Resaltaba entre los demás juguetes de Navidad, un Niño Dios de pasta, barnizado, güero, con sus cairelitos echados sobre los hombros, con unas hermosísimas facciones, entre las que resaltaban sus negros ojos de esmalte, cercados por una espesa y remangada ceja, su finísima boquita y sus labios de encendido color, vestido con una curiosa tuniquita azul, y asomando sus manecitas y sus piececitos muy bien pintados y gordos.

                Dentro de aquel puesto, y al cuidado de todas aquellas chucherías había tres personas: un hombre, una mujer y una pequeña niña, de pobre aspecto, pero muy aseados de sus ropas.




                La pequeña niña, a quien sus papás daban el nombre de Angelita, no quitaba ni un momento la vista de aquel niño, del que estaba enamorada desde el primer día que formó parte del botín de Navidad, en el puesto de su padre.

                Cada vez que algún chico o chica se acercaba al puesto y preguntaba el precio del Niño Dios, ella se ponía pálida. Se le figuraba que ya se lo iban a separar de allí, que se lo arrebataban de las manos, o al menos de su vista, siendo que en dicho niño había reconcentrado todo su inocente cariño.

                Su padre lo había comprendido todo, y temeroso de que su niña se enfermara el día en que tuviera que vender aquel Niño Dios, dispuso quedarse solo en el puesto para poder obrar libremente en su negocio, y hacer olvidar a su pequeña hija lo que era causa de aquella inocente pasión. Así fue como al otro día ya no se vio por el puesto de juguetes ni a la señora ni a la niña.


                Todas las noches Angelita esperaba ansiosa el regreso de su padre. Cuando descargaba la pesada caja de juguetes, se acercaba a ella buscando al Niño Dios. Su tristeza, que durante el día la había agobiado, se convertía en regocijo y como si fuera de verdad, lo acariciaba y arrullaba con verdadera ternura, jugando con él y con sus graciosos cairelitos, ataviándolo a su satisfacción como a su Rey.

                Llegó la víspera de Nochebuena. El padre de Angelita se encontraba descontento, pues lo que había ganado no le alcanzaba para la cena de vigilia. Ya le quedaban poco juguetes, no se decidía a comprar más por el temor de quedarse con ellos y perder su dinero, ya que eran cosas que sólo sirven de año en año. Su única esperanza era vender bien el Niño, pero al mismo tiempo no quería lastimar a su hija. Con esos tristes pensamientos acabó el día y regresó a su casa con el Niño Dios.

                El pobre hombre preguntó a su esposa:

                —¿Qué haremos para poder comprar todo lo necesario para festejar la Navidad?

                La mujer le contestó:

                —Ten paciencia, quién quite y mañana puedas vender al Niño, y así podrías comprar lo de la cena y hasta una piñata para hacerle su posada a la niña.

                Al escuchar esto Angelita, se puso trémula y agitada, revelando desde luego la pasión que le tenía al susodicho Niño, y sin poderse contener prorrumpió en doloroso llanto, rogándole a su padre que no lo vendiera.

                El padre le besó la frente y la acarició bastante diciéndole que a cambio de aquel Niño le traería una libras de colación fina y su piñata, para que jugara con ella a la siguiente noche.

                A la muchas súplicas y convencimientos del señor, su papá, procuró Angelita manifestar aparentemente su conformidad; pero ya no había remedio, el corazón de la niña estaba enfermo...

                Durante el día, su padre vendió cuánto pudo de juguetitos inferiores que no llegaban a completar la utilidad que se deseaba. Así es que no había más recurso que procurar la venta del Niño, aunque para el pobre padre era un tormento deshacerse de él, por el tiernísimo cariño que le tenía Angelita. Mas no había otro recurso, las horas avanzaban sin provecho alguno, hasta que por último volvió a sacarlo al puesto, pues ya lo había separado, y sin embargo, el afligido padre vacilaba en si lo vendería o no. En esos momentos se le presentó un nuevo postor, ofreciéndole mucho más de lo que Niño valía, a lo que accedió el padre en vista de los diez pesos que recibió por él.

                Llegó la noche, recogió los juguetes que le quedaban y llenó el cajón con todo lo que pudo comprar pensando hacer feliz a su familia.

                Al llegar a su casa empezó a sacar del cajón todo lo que traía para celebrar la última posadita: la piñata y los farolitos para Angelita. También lo necesario para que su mujer preparara la cena: romeritos y camarones secos para el revoltijo, betabel para la ensalada, guayabas, pasas de capulín y canela para el ponche, una bolsa llena de colación y vinos, de jerez y tinto.

                Todo vio salir Angelita del cajón, todo menos a su adorado Niño Dios. Comprendiendo que su padre lo había vendido y no queriendo que la viera llorar, disimulando su pesar, le pidió permiso para hacer una siesta mientras su mamá preparaba la cena.

                Sus padres consintieron en que la niña se fuera a dormir; la mamá se fue a la cocina y el papá se puso a colgar la piñata y los farolitos.

                Cuando todo estuvo listo la llamaron, pero como no contestó pensaron dejarla dormir otro rato para que se levantara más contenta y después de cenar se entretuviera en romper la piñata.

                Por fin llegó el anhelado momento de la cena y los padres decidieron ir a despertarla. Por varias veces la tocan, tocándole el rostro, y con inexplicable sorpresa ven que no responde, porque ya duerme el sueño eterno.

                ¡Pobre niña! Murió de amor por la tristeza de verse sin aquel Niño Jesús en quien había puesto todo su cariño durante las posadas. Para sus infortunados padres, fue una amarga Nochebuena la de ése 24 de diciembre, al comprender que...

                La Nochebuena se viene,

                la Nochebuena se va,

                y Angelita se había ido,

                para no volver jamás.


                ¡Por un planeta verde el pueblo revolucionario unido! CRANEO

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                • #9
                  Colofón

                  Cuentos de puro susto

                  se terminó de imprimir en el mes de julio de 1994,

                  en los talleres de Ediciones ECA, S.A., de C.V.

                  Calle B, núm. 20, manzana XI, Col. Educación.

                  Se tiraron 28,500 ejemplares, más sobrantes para reposición.


                  ¡Por un planeta verde el pueblo revolucionario unido! CRANEO

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                  • #10
                    Contraportada


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                    José María Venegas llegó a la Ciudad de México procedente de Puebla en 1859 y se estableció como impresor y encuadernador. Su hijo Antonio Venegas arroyo (1852-1917) al casarse fundó su propia editorial, en 1880, de cuya amplísima producción son muestra estos cuentos. Ejemplos de la literatura de fines de siglo pasado y principios de éste.

                    No se puede precisar quienes fueron los autores de estos cuentos, se tiene noticia que los escritores que colaboraron con Antonio fueron: Rafael Romero, Manuel Flores del Campo, Ramón N. Franco, Francisco Ozacar, Pablo Calderón de la Becerra, A. García y el poeta oaxaqueño Constancio S. Suárez. Indudablemente los cuentos fueron escritos por diferentes autores, tanto por los argumentos, como por el estilo.

                    Las ilustraciones fueron hechas por Guadalupe Posada (1852-1913), quien parece empezó a trabajar para la imprenta hacía 1890. Como los grabados eran en negro y blanco, para hacerlos atractivos a los niños, Antonio Solís los coloreaba a mano con anilinas en polvo disueltas en agua engomada; inspirándose en la imaginería de Epinal, de origen francés, cuyo gusto influenció toda esa época.

                    Los cuentos fueron reimpresos por Blas (1880-1950), hijo de Antonio, y su nieto Arsacio (1922) los conserva como un testimonio de la literatura infantil mexicana.

                    Teresa Castello Yturbide
                    ¡Por un planeta verde el pueblo revolucionario unido! CRANEO

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