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“No puedo controlar a estos hijos de puta”.

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  • “No puedo controlar a estos hijos de puta”.

    milenio.com

    Por fin se desveló el misterio. Desde hace cuatrocientos cincuenta años, los investigadores navales ingleses se han esforzado en averiguar por qué el Mary Rose, ojito derecho de la flota de Enrique VIII, se fue a pique en el año 1545 frente a Portsmouth, durante un combate con los franchutes. En realidad ya se sabía algo: el barco no se hundió por los cañonazos enemigos, sino porque las portas de las baterías bajas estaban abiertas durante una maniobra complicada, entró agua por ellas y angelitos al cielo. Glu, glu, glu. Todos al fondo. Pero faltaba el dato clave: un estudio médico del University College de Londres —eso suena a serio que te partes, colega— acaba de establecer la causa exacta del hundimiento. El agua entró por las portas abiertas, en efecto. Pero tan imperdonable descuido marinero fue posible porque la tripulación de esa joya de la marina inglesa no era anglosajona, pese a lo que su propio nombre indica. Ni hablar. El Mary Rose estaba tripulado por spaniards. Sí. Por españoles. Naturalmente, eso lo explica todo.

    No estoy de coña, señoras y caballeros. O la guasa no es mía. Los perspicaces investigatas del University College afirman eso después de pasar veinte años estudiando dieciocho cráneos rescatados del barco. Tras concienzudos estudios antropológicos, la conclusión es que diez de esos cráneos procedían del sur de Europa, debido, ojo al dato, a la composición específica de sus dientes. Se dice, por otra parte, que Enrique VIII iba escaso de marineros cualificados y enroló a extranjeros. Así que, con aplastante lógica científica, los investigadores han llegado a la conclusión de que éstos sólo podían ser españoles. Tal cual, oigan. Ni italianos, ni portugueses ni franceses. Lo de los dientes es decisivo. A ver quién tiene el colmillo así de retorcido, o tantas caries. O tan malos dientes de leche. Vaya usted a saber. El caso es que, bueno. Blanco y envasado, eso. Leche.

    Lo más fino es la conclusión del profesor Hugo Montgómery, jefe del equipo investigador. “En el estruendo de la batalla, se habría necesitado una cadena de mando muy clara y disciplinada para cerrar a tiempo las portas”, afirma este Sherlock Holmes de la osteología náutica. Y es que la palabra disciplina en boca de un anglosajón lo explica todo. Otra cosa habría sido que el Mary Rose hubiese estado en las competentes manos de leales súbditos británicos. No se habría hundido bajo ningún concepto. Pero a ver qué se podía esperar con una tripulación hispana —lo más normal del mundo, por otra parte, a bordo de un barco inglés—. O sea. Con torpes y sucios meridionales, tan morenos ellos, todo el día oliendo a ajo y rezando el rosario, flojos de idiomas, que no entendían las eficaces órdenes que se les daban en perfecta parla de allí. Así, el hundimiento estaba cantado, claro. Elemental, querido Watson.

    Yo mismo, modestia aparte, también he investigado un poco el asunto. Y fíjense. No sólo coincido con las conclusiones británicas, sino que, tras estudiar con una lupa la dentadura postiza de la chingada que parió al profesor Montgómery, me encuentro en condiciones de iluminar otros rincones oscuros del naufragio. Y puedo confirmar que, en efecto, así no había quien mandara un barco. Sé de buena tinta —una tinta Montblanc, buenísima— que el naufragio se produjo cuando el almirante british, que se llamaba George Carew, ordenó “Todo a estribor” y el timonel, que casualmente era de Ondarroa, en el País Vasco español, respondió “Errepika ezazu agindua, mesedez”, que significa en lengua de allí, más o menos, repíteme la orden en cristiano o verdes las van a segar. Y mientras el almirante mandaba a buscar a alguien que tradujese aquello a toda tralla, una marejada cabroncilla empezó a colarse dentro. “Cierren portas, voto al Chápiro Verde”, ordenó entonces el almirante, algo inquieto. Entonces, desde abajo, el contramaestre, un tal Jordi, que era catalán de Palafruguell, respondió. “Digui’m-ho an català si us plau”, con lo que míster Carew se quedó de boniato a media maniobra. “Pero de qué van éstos mendas” inquirió, ya francamente contrariado. Mientras tanto, los demás tripulantes, que también eran indígenas españoles de aquí, estaban en los entrepuentes tocando la guitarra y bailando flamenco, costumbre habitual de todos los marineros hispanos, mexicanos incluso, sin excepción, en situaciones de peligro. Fue entonces cuando los oficiales, nativos de Bristol y de sitios así, rubios y tal, empezaron a gritar: “¡El barco zozobra, el barco zozobra!”. Y abajo, algunos tripulantes, que eran tartamudos y además ceceaban por ser de Cádiz, Andalucía, respondieron, con palmas de tanguillo y mucho arte: “Pues más vale que zo-zobre a que fa-falte”. Y claro. En dos minutos, el Mary Rose se fue a tomar por saco.

    Dicen los libros de Historia que las últimas palabras del almirante Carew, antes de ahogarse como un salmonete, fueron: “No puedo controlar a estos truhanes”. Pero no. Lo que realmente dijo fue: “No puedo controlar a estos hijos de puta”.
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