Re: Taller del Alquimista...
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Sentado en el sillón tipo diván, forrado con un resistente plástico azul, dejaba vagar mi mente por los pasajes de mi pasado reciente. Mi cuerpo agradecía la hora larga del vapor que había recibido después del corte de cabello. La respiración acompasada daba cuenta del estado de armonía en el que me encontraba. Todavía pasarían quince minutos antes de vestirme y salir de los baños.
Hecho esto, me encaminé a la estación terminal del metrobús. Aproximé la tarjeta al lector y el torniquete cedió, justo cuando el vehículo avanzaba saliendo del andén. Esperé la llegada del siguiente transporte mientras terminaba de oscurecer. Un matrimonio y su hija se ubicaron al borde de la línea amarilla mientras conversaban sobre trabajo. Llegó el metrobús y los pocos usuarios entramos en él. Me dirigí al sitio que queda encima de la articulación y me recargué en el lado izquierdo. Casi inmediatamente la advertí. Estaba sentada en el asiento más cercano pero del lado derecho. Calculé que tendría entre cincuenta y cinco o sesenta años. Mi vista se dirigió a su afanosa mano izquierda que manipulaba la llave de un pequeño tanque de oxígeno montado sobre una base con rueditas. A intervalos de dos a tres minutos la mujer de cabellos entrecanos y ajados, apenas recogidos, abría el suministro un poco y las anchas venas de su delgado brazo se distendían. Al llegar a la siguiente estación subió una gran cantidad de personas, sin embargo nadie parecía reparar en la circunstancia que se desarrollaba frente a ellos. La mujer vestía una maltratada falda y una delgada blusa. Observar sus movimientos me había infundido un cierto desánimo. De aquella tranquila respiración no quedaba rastro. Como si cada movimiento de esa mano en el abrir y cerrar de la manivela me impusiera una angustiosa fatiga.
Para colmo de males, el metrobús detuvo su marcha ante el rojo del semáforo sin dar vuelta a la siguiente avenida. La insistente y callada tos de la mujer me lo advirtió antes de que yo cayera en la cuenta. El dióxido de carbono de un puesto de hamburguesas se filtraba por las ventanas del vehículo y la mano nervuda abría al máximo el tanque en un intento desesperado por calmar ese acceso que parecía no importar a nadie. Después de dos infinitos minutos, el metrobús avanzó dando vuelta y poco a poco y ella recobró la respiración. A mí me costó un poco más el recobrar la calma. Advertí que dos estaciones después bajaría e instintivamente me llevé la mano al bolsillo. Saqué un par de billetes. Esperé y me acerqué a la mujer tocándole el brazo. Ella volteó y vio el dinero a la vez que subía la mirada y me veía. La delgada manguera que llevaba el oxígeno a su nariz estaba sostenida por unos elásticos en la parte de atrás de su cabeza. Sus ojos expresaron lo que su boca no podía puesto que estaba abatida por las secuelas de una embolia hacia el lado derecho de su rostro. Moví la cabeza tratando de asentir y me retiré cuando ya el metrobús frenaba. Con inciertos pasos me alejé de ahí.
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Sentado en el sillón tipo diván, forrado con un resistente plástico azul, dejaba vagar mi mente por los pasajes de mi pasado reciente. Mi cuerpo agradecía la hora larga del vapor que había recibido después del corte de cabello. La respiración acompasada daba cuenta del estado de armonía en el que me encontraba. Todavía pasarían quince minutos antes de vestirme y salir de los baños.
Hecho esto, me encaminé a la estación terminal del metrobús. Aproximé la tarjeta al lector y el torniquete cedió, justo cuando el vehículo avanzaba saliendo del andén. Esperé la llegada del siguiente transporte mientras terminaba de oscurecer. Un matrimonio y su hija se ubicaron al borde de la línea amarilla mientras conversaban sobre trabajo. Llegó el metrobús y los pocos usuarios entramos en él. Me dirigí al sitio que queda encima de la articulación y me recargué en el lado izquierdo. Casi inmediatamente la advertí. Estaba sentada en el asiento más cercano pero del lado derecho. Calculé que tendría entre cincuenta y cinco o sesenta años. Mi vista se dirigió a su afanosa mano izquierda que manipulaba la llave de un pequeño tanque de oxígeno montado sobre una base con rueditas. A intervalos de dos a tres minutos la mujer de cabellos entrecanos y ajados, apenas recogidos, abría el suministro un poco y las anchas venas de su delgado brazo se distendían. Al llegar a la siguiente estación subió una gran cantidad de personas, sin embargo nadie parecía reparar en la circunstancia que se desarrollaba frente a ellos. La mujer vestía una maltratada falda y una delgada blusa. Observar sus movimientos me había infundido un cierto desánimo. De aquella tranquila respiración no quedaba rastro. Como si cada movimiento de esa mano en el abrir y cerrar de la manivela me impusiera una angustiosa fatiga.
Para colmo de males, el metrobús detuvo su marcha ante el rojo del semáforo sin dar vuelta a la siguiente avenida. La insistente y callada tos de la mujer me lo advirtió antes de que yo cayera en la cuenta. El dióxido de carbono de un puesto de hamburguesas se filtraba por las ventanas del vehículo y la mano nervuda abría al máximo el tanque en un intento desesperado por calmar ese acceso que parecía no importar a nadie. Después de dos infinitos minutos, el metrobús avanzó dando vuelta y poco a poco y ella recobró la respiración. A mí me costó un poco más el recobrar la calma. Advertí que dos estaciones después bajaría e instintivamente me llevé la mano al bolsillo. Saqué un par de billetes. Esperé y me acerqué a la mujer tocándole el brazo. Ella volteó y vio el dinero a la vez que subía la mirada y me veía. La delgada manguera que llevaba el oxígeno a su nariz estaba sostenida por unos elásticos en la parte de atrás de su cabeza. Sus ojos expresaron lo que su boca no podía puesto que estaba abatida por las secuelas de una embolia hacia el lado derecho de su rostro. Moví la cabeza tratando de asentir y me retiré cuando ya el metrobús frenaba. Con inciertos pasos me alejé de ahí.
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