Después del extraordinario sacudimiento producido en la conciencia social del país por las patrióticas arengas del Verdugo, y una vez que la nación ha empezado a retomar la senda de la prosperidad, nos encontramos al famoso líder político disfrutando de un recorrido por las playas de la Costa Azul, en la Riviera Francesa.
Huyendo de los paparazzis que lo persiguen desde que llegó al aeropuerto de Niza, el Verdugo llegó a las islas Lérins donde lo encontramos departiendo alegremente con su fiel indio Zacarías, acompañados ambos por media docena de bellezas típicas de esta incomparable zona del Mediterráneo.
—¿Habíags egstado en Fgrancia antegs, muñeco? —pregunta Louisette al Zacarías quien se encuentra recostado en la arena teniendo como almohada el torneado y voluptuoso muslo de la chica francesa— ¿te ha tgraído antegs pogr aquí tu señogr, el Vegrdugo?
—No, mi amor —contesta el tosco indígena, girando sobre sí mismo para recostarse con el otro lado de la cabeza sobre el bello muslo de la joven— es la primera vez.
—¿Y qué te pagrecen, pgrimogr, estas islas?
—Muy bonitas Luisita, ya hasta me quiero quedar a vivir por aquí —contesta el indio a quien le empieza a brotar lo ladino— ¿habrá hembras aborígenes en esta isla?
—No, no, nooo, mi amogr; lags igslags egstán pobladags pogr gente de grazón con ojogs azulegs —aclara la hermosa rubia—; aquí no hay indiogs, ésogs logs acapagró tu paígs.
—Pues tendré que robarme una marsellesa como tú. ¿Eres casada?
Mientras tanto el Verdugo, cuya musculosa anatomía es causa de las disputas de varias de las beldades, disfruta del sol y de la espléndida vista del Mediterráneo; pero intermitentemente su pensamiento lo lleva a México, pues siendo él un hombre de Estado en ciernes, la situación imperante en su país (a pesar de haberlo dejado encarrilado hacia la paz social y el progreso), sigue siendo la prioridad de sus preocupaciones.
De pronto, dando un salto con una agilidad asombrosa, el Verdugo se separa del grupo de las hermosas mujeres y localizando rápidamente el sitio en donde se encuentra el Zacarías, lo llama con voz de trueno, pero al mismo tiempo con cierta amabilidad.
—¡Zacarías! Indio condenado, ¡ven!, te necesito.
—A sus órdenes, amo. ¿En qué puedo servirle?
—¡Prepárate! Tenemos que elaborar la estrategia para la reconstrucción de México.
(Continuará)
Huyendo de los paparazzis que lo persiguen desde que llegó al aeropuerto de Niza, el Verdugo llegó a las islas Lérins donde lo encontramos departiendo alegremente con su fiel indio Zacarías, acompañados ambos por media docena de bellezas típicas de esta incomparable zona del Mediterráneo.
—¿Habíags egstado en Fgrancia antegs, muñeco? —pregunta Louisette al Zacarías quien se encuentra recostado en la arena teniendo como almohada el torneado y voluptuoso muslo de la chica francesa— ¿te ha tgraído antegs pogr aquí tu señogr, el Vegrdugo?
—No, mi amor —contesta el tosco indígena, girando sobre sí mismo para recostarse con el otro lado de la cabeza sobre el bello muslo de la joven— es la primera vez.
—¿Y qué te pagrecen, pgrimogr, estas islas?
—Muy bonitas Luisita, ya hasta me quiero quedar a vivir por aquí —contesta el indio a quien le empieza a brotar lo ladino— ¿habrá hembras aborígenes en esta isla?
—No, no, nooo, mi amogr; lags igslags egstán pobladags pogr gente de grazón con ojogs azulegs —aclara la hermosa rubia—; aquí no hay indiogs, ésogs logs acapagró tu paígs.
—Pues tendré que robarme una marsellesa como tú. ¿Eres casada?
Mientras tanto el Verdugo, cuya musculosa anatomía es causa de las disputas de varias de las beldades, disfruta del sol y de la espléndida vista del Mediterráneo; pero intermitentemente su pensamiento lo lleva a México, pues siendo él un hombre de Estado en ciernes, la situación imperante en su país (a pesar de haberlo dejado encarrilado hacia la paz social y el progreso), sigue siendo la prioridad de sus preocupaciones.
De pronto, dando un salto con una agilidad asombrosa, el Verdugo se separa del grupo de las hermosas mujeres y localizando rápidamente el sitio en donde se encuentra el Zacarías, lo llama con voz de trueno, pero al mismo tiempo con cierta amabilidad.
—¡Zacarías! Indio condenado, ¡ven!, te necesito.
—A sus órdenes, amo. ¿En qué puedo servirle?
—¡Prepárate! Tenemos que elaborar la estrategia para la reconstrucción de México.
(Continuará)
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