Re: Mentiras fundamentales de la iglesia catolica
El celibato obligatorio del clero es un mero decreto administrativo,
no un mandato evangélico
Hasta el concilio de Nicea (325) no hubo decreto legal alguno en materia de celibato. En el canon 3 se
estipuló que «el concilio prohibe, con toda la severidad, a los obispos, sacerdotes y diáconos, o sea a todos
los miembros del clero, el tener consigo a una persona del otro sexo, a excepción de madre, hermana o tía,
o bien de mujeres de las que no se pueda tener ninguna sospecha»; pero en este mismo concilio no se
prohibió que los sacerdotes que ya estaban casados continuasen llevando una vida sexual normal.
Decretos similares se fueron sumando a lo largo de los siglos —sin lograr que una buena parte del
clero dejase de tener concubinas— hasta llegar a la ola represora de los concilios lateranenses del siglo XII,
destinados a estructurar y fortalecer definitivamente el poder temporal de la Iglesia.
Tan habitual era que los clérigos tuviesen concubinas, que los obispos acabaron por instaurar la
llamada renta de putas, que era una cantidad de dinero que los sacerdotes le tenían que pagar a su obispo
cada vez que transgredían la ley del celibato. Y tan normal era tener amantes, que muchos obispos
exigieron la renta de putas a todos los sacerdotes de su diócesis sin excepción; y a quienes defendían su
pureza, se les obligaba a pagar también ya que el obispo afirmaba que era imposible el no mantener
relaciones sexuales de algún tipo.
La ordenación sacerdotal de varones casados había sido una práctica normalizada dentro de la Iglesia hasta el concilio de Trento. Actualmente,
debido a la escasez de vocaciones, muchos prelados — especialmente del tercer mundo — defienden de nuevo esta posibilidad y han solicitado
repetidamente al papa Wojtyla que facilite la institución del viri probati (hombre casado que vive con su esposa como hermanos) y su acceso a la
ordenación. Pero Wojtyla la ha descartado pública y repetida mente —achacando su petición a una campaña de «propaganda sistemáticamente hostil
al celibato» (Sínodo de Roma, octubre de 1990)—, a pesar de que él mismo, en secreto, ha autorizado ordenar varones casados en varios países del
tercer mundo. En el mismo Sínodo citado, Aloisio Lorscheider, cardenal de Fortaleza (Brasil), desveló el secreto y aportó datos concretos sobre la
ordenación de hombres casados autorizados por Wojtyla.
o, la Iglesia católica, al transformar un inexistente «consejo evangélico» en ley canónica
obligatoria, se ha quedado a años luz de potenciar lo que Paulo VI resume como «una relación personal
más íntima y más completa con el misterio de Cristo y de la Iglesia, por el bien de toda la humanidad».
Antes al contrario, lo que sí ha logrado la Iglesia con la imposición de la ley del celibato obligatorio es un
instrumento de control que le permite ejercer un poder abusivo y dictatorial sobre sus trabajadores, y una
estrategia básicamente eco-nomicista para abaratar los costos de mantenimiento de su plantilla sacrolaboral y, también, para incrementar su patrimonio institucional; por lo que, evidentemente, la única
«humanidad» que gana con este estado de cosas es la propia Iglesia católica.
El obligado carácter célibe del clero, le convierte en una gran masa de mano de obra barata y de alto
rendimiento, y dotada de una movilidad geográfica y de una sumisión y dependencia jerárquica absolutas.
Un sacerdote célibe es mucho más barato de mantener que otro que pudiese formar una familia, ya
que, en este último supuesto, la institución debería triplicar, al menos, el salario actual del cura célibe para
que éste pudiese afrontar, junto a su mujer e hijos, una vida material digna y suficiente para cubrir todas las
necesidades que son corrientes en un núcleo familiar. Así que cuando oímos a la jerarquía católica rechazar
la posibilidad de matrimonio de los sacerdotes, lo que estamos oyendo, fundamentalmente, es la negativa a
incrementar su presupuesto de gastos de personal.
De todos modos, el matrimonio de los sacerdotes podría ser posible sin incrementar ninguna dotación
presupuestaria. Bastaría con que los curas, o una mayoría de ellos, al igual que hacen en otras confesiones
cristianas, se ganasen la vida mediante una profesión civil y ejerciesen, además, su ministerio sacerdotal;
algo que ya llevan practicando, desde hace años, y con plena satisfacción de sus comunidades de fieles, de
sus familias y de ellos mismos, los miles de curas católicos casados que actúan como tales por todo el mundo. Pero la Iglesia católica descarta esta posibilidad porque piensa, de un modo tan egoísta como
equivocado, que si un sacerdote trabaja en el mundo civil rendirá menos para su institución.
El celibato obligatorio del clero es un mero decreto administrativo,
no un mandato evangélico
Hasta el concilio de Nicea (325) no hubo decreto legal alguno en materia de celibato. En el canon 3 se
estipuló que «el concilio prohibe, con toda la severidad, a los obispos, sacerdotes y diáconos, o sea a todos
los miembros del clero, el tener consigo a una persona del otro sexo, a excepción de madre, hermana o tía,
o bien de mujeres de las que no se pueda tener ninguna sospecha»; pero en este mismo concilio no se
prohibió que los sacerdotes que ya estaban casados continuasen llevando una vida sexual normal.
Decretos similares se fueron sumando a lo largo de los siglos —sin lograr que una buena parte del
clero dejase de tener concubinas— hasta llegar a la ola represora de los concilios lateranenses del siglo XII,
destinados a estructurar y fortalecer definitivamente el poder temporal de la Iglesia.
Tan habitual era que los clérigos tuviesen concubinas, que los obispos acabaron por instaurar la
llamada renta de putas, que era una cantidad de dinero que los sacerdotes le tenían que pagar a su obispo
cada vez que transgredían la ley del celibato. Y tan normal era tener amantes, que muchos obispos
exigieron la renta de putas a todos los sacerdotes de su diócesis sin excepción; y a quienes defendían su
pureza, se les obligaba a pagar también ya que el obispo afirmaba que era imposible el no mantener
relaciones sexuales de algún tipo.
La ordenación sacerdotal de varones casados había sido una práctica normalizada dentro de la Iglesia hasta el concilio de Trento. Actualmente,
debido a la escasez de vocaciones, muchos prelados — especialmente del tercer mundo — defienden de nuevo esta posibilidad y han solicitado
repetidamente al papa Wojtyla que facilite la institución del viri probati (hombre casado que vive con su esposa como hermanos) y su acceso a la
ordenación. Pero Wojtyla la ha descartado pública y repetida mente —achacando su petición a una campaña de «propaganda sistemáticamente hostil
al celibato» (Sínodo de Roma, octubre de 1990)—, a pesar de que él mismo, en secreto, ha autorizado ordenar varones casados en varios países del
tercer mundo. En el mismo Sínodo citado, Aloisio Lorscheider, cardenal de Fortaleza (Brasil), desveló el secreto y aportó datos concretos sobre la
ordenación de hombres casados autorizados por Wojtyla.
o, la Iglesia católica, al transformar un inexistente «consejo evangélico» en ley canónica
obligatoria, se ha quedado a años luz de potenciar lo que Paulo VI resume como «una relación personal
más íntima y más completa con el misterio de Cristo y de la Iglesia, por el bien de toda la humanidad».
Antes al contrario, lo que sí ha logrado la Iglesia con la imposición de la ley del celibato obligatorio es un
instrumento de control que le permite ejercer un poder abusivo y dictatorial sobre sus trabajadores, y una
estrategia básicamente eco-nomicista para abaratar los costos de mantenimiento de su plantilla sacrolaboral y, también, para incrementar su patrimonio institucional; por lo que, evidentemente, la única
«humanidad» que gana con este estado de cosas es la propia Iglesia católica.
El obligado carácter célibe del clero, le convierte en una gran masa de mano de obra barata y de alto
rendimiento, y dotada de una movilidad geográfica y de una sumisión y dependencia jerárquica absolutas.
Un sacerdote célibe es mucho más barato de mantener que otro que pudiese formar una familia, ya
que, en este último supuesto, la institución debería triplicar, al menos, el salario actual del cura célibe para
que éste pudiese afrontar, junto a su mujer e hijos, una vida material digna y suficiente para cubrir todas las
necesidades que son corrientes en un núcleo familiar. Así que cuando oímos a la jerarquía católica rechazar
la posibilidad de matrimonio de los sacerdotes, lo que estamos oyendo, fundamentalmente, es la negativa a
incrementar su presupuesto de gastos de personal.
De todos modos, el matrimonio de los sacerdotes podría ser posible sin incrementar ninguna dotación
presupuestaria. Bastaría con que los curas, o una mayoría de ellos, al igual que hacen en otras confesiones
cristianas, se ganasen la vida mediante una profesión civil y ejerciesen, además, su ministerio sacerdotal;
algo que ya llevan practicando, desde hace años, y con plena satisfacción de sus comunidades de fieles, de
sus familias y de ellos mismos, los miles de curas católicos casados que actúan como tales por todo el mundo. Pero la Iglesia católica descarta esta posibilidad porque piensa, de un modo tan egoísta como
equivocado, que si un sacerdote trabaja en el mundo civil rendirá menos para su institución.
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