La salud no es el único problema de este municipio mixteco, el más pobre del país. Las viviendas de madera y lámina de cartón, que se repiten por decenas, dispersas o amontonadas, tienen piso de tierra, en unas cuantas de cemento. De las 2 mil 834 casas, sólo 11 tienen drenaje y 674 están conectadas a la red de agua potable. La cabecera municipal es la única que cuenta con electricidad.
Hace cinco años Cochoapa se separó de Metlatónoc, que lo antecede en el nivel de pobreza. La carretera tiene siete meses, pero los daños por los deslaves son evidentes. En algunos tramos hay derrumbes. Cuando es temporada de lluvia el pueblo frecuentemente queda aislado. La avenida principal está pavimentada, pero sólo hasta que topa con el palacio municipal y la iglesia. Más adelante los caminos son de tierra. Lodazal cuando llueve.
Si no fuera porque detrás del palacio municipal hay albañiles que construyen un auditorio y algunos elementos de la policía local entran y salen del edificio, Cochoapa luciría despoblado. Pocas mujeres, menos hombres, andan en los senderos. No hay trabajo en el campo. Las viviendas están cerradas o tienen un trapo como cortina en la entrada. Hay unas cuantas tiendas, su venta principal son los refrescos, y los anaqueles de la sucursal de Diconsa están casi vacíos; ni siquiera hay harina de maíz.
Es la época en que casi la mitad de los pobladores trabajan en los campos agroindustriales de Sinaloa, Chihuahua o Baja California, donde familias completas se contratan durante unos cuatro meses por sueldos de 90 pesos al día y jornadas de lunes a domingo, desde la madrugada hasta que se pone el sol. Después regresan, con algo de dinero para subsistir el resto del año. Aquí la tierra ya está agotada, la cosecha de maíz es escasa.
***
La vida de Zeferina transcurre en la semioscuridad. Está sentada frente al fogón, dentro de su cuarto de madera, donde apenas entra luz y sirve de cocina, pero ni siquiera hay una mesa, sólo algunas sillas, y en un rincón un tendedero de ropa esconde las camas de las miradas ajenas. A sus 40 años, luce mayor. Viste su delgadez con un huipil desgastado y está descalza.
Hace nueve años se fue con su familia a trabajar de jornalero a los campos de chile de Sinaloa, pero a su esposo lo encarcelaron porque presuntamente mató a un hombre. Desde entonces no lo ha vuelto a ver. Volvió a Cochoapa con sus seis hijos. El mayor, Vicente, le ayudaba para mantener a los más pequeños, pero hace un año lo mataron en un pleito.
Mantiene la mirada fija en un punto imperceptible de la pared de madera, mientras habla del presente y planea un futuro. “Me quedan cinco hijos. La mayor va a la secundaria. Pero la voy a sacar para irnos a los campos, a Sinaloa.” Recibe recursos del programa Oportunidades, pero son insuficientes. En la escuela le piden cuotas que no puede pagar.
Esta mañana sus hijos desayunaron quelites, antes de irse a la escuela. Quizá a su regreso coman lo mismo. Pero para el siguiente día no sabe. “Si encuentro unos guajes y les doy salsa, estará bien.”
–¿Cuándo fue la última vez que comió carne?
Se queda pensativa un rato. Después responde: “no me acuerdo”.
***
Catarina, una de las pocas mujeres que hablan español, dice que a la mayoría no le gusta ir al médico. “Los doctores maltratan a la mujer porque lleva al niño sucio, porque no llega a tiempo a las citas, aunque viene de lejos. No comprenden que no habla español y no puede leer el carnet”, dice.
Vocal de vigilancia de Oportunidades, explica que aquí hay 640 beneficiarias, pero, como no hay empleo ni nada que hacer, “los hombres se emborrachan, les pegan, les quitan el dinero y se lo gastan. Cuando la mujer lo conserva, compra comida, jabón, leche. Pero los gastos por mandar a los chamacos a la escuela son mayores, siempre piden cooperación”.
Las mujeres son las más vulnerables, señala Abel Barrera, director del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan (CDHM). Si reciben Oportunidades, tienen más obligaciones, no nada más las de salud y educación que indica el programa, sino que deben hacer las labores de limpieza o vigilancia que les piden los maestros o los médicos.
***
Entre los usos y costumbres que prevalecen en esta comunidad está la dote. Cuando una pareja se va a casar, es dinero que el novio debe otorgar a los padres de la novia. “Es una tradición que se desvirtuó y la consecuencia es el incremento en los casos de violencia hacia las mujeres”, explica Abel Barrera.
Los pagos son de entre 30 mil pesos y 60 mil. A las niñas, generalmente de 12 o 13 años, no se les pide parecer para el matrimonio, se les impone. Y ya que el hombre pagó por ellas se siente su dueño; “vienen los golpes, las obligan a trabajar y, en ocasiones, hasta han sido violadas”, explica Barrera.
Muchas mujeres han pedido ayuda al CDHM, porque en el municipio no hay autoridad que las defienda. El síndico dice que es asunto entre particulares y los padres les piden a ellas que cumplan con su “responsabilidad”, indica Barrera.
En estos días dos familias acudieron ante el síndico municipal para resolver sus diferencias: dos jóvenes decidieron “juntarse”, sin pago de por medio, pero los padres de la muchacha exigen el dinero, detalla el secretario, Albino Vázquez.
Sentado fuera de su tienda, Félix Mares, presidente del comité de salud, defiende esta costumbre. “No se trata de un pago, sino que es una multa. Es parecido a cuando compras un carro. Te costó y lo cuidas, lo tratas bien. Si pagó por la mujer, el hombre la cuida, la trata bien.”
Su hijo se casó de esa forma. Tiene 21 años y su esposa 16. En este caso la pareja se conoció y se “trataron” dos meses. Él le dijo: “no tengo mamá, ella tiene poco que murió y necesito alguien que me atienda”. Ella entendió y aceptó. Después Félix fue a hacer el trato. Ahora los jóvenes tienen un hijo.
Como la mayoría de las mujeres mixtecas, el futuro de Silvestra lo decidieron sus padres a sus 14 años. Su esposo pagó por ella. Su vida transcurre en el cuidado de los niños y en buscar qué comer. Aunque tienen un cuarto en Cochoapa, dice que prefieren vivir en el cerro, porque “cuando estamos aquí a mis niños se les antojan cosas, refrescos, dulces. No tengo dinero para comprar. Allá en el cerro no hay nada que se les antoje. Y sí tenemos comida. Cortamos quelites o ejotes”. Ésta es la dieta para Rogelio y Adriana. Para todo el pueblo
http://www.jornada.unam.mx/2011/02/1...ticle=002n1pol
Llama mucho la atencion...por lo menos para mi opinion personal...que el municipio más desamparado del país enfrenta graves abusos contra las mujeres
En la zona y la expectativa de vida de los niños nacidos en 2005 es de 40 años.
soldrome
Hace cinco años Cochoapa se separó de Metlatónoc, que lo antecede en el nivel de pobreza. La carretera tiene siete meses, pero los daños por los deslaves son evidentes. En algunos tramos hay derrumbes. Cuando es temporada de lluvia el pueblo frecuentemente queda aislado. La avenida principal está pavimentada, pero sólo hasta que topa con el palacio municipal y la iglesia. Más adelante los caminos son de tierra. Lodazal cuando llueve.
Si no fuera porque detrás del palacio municipal hay albañiles que construyen un auditorio y algunos elementos de la policía local entran y salen del edificio, Cochoapa luciría despoblado. Pocas mujeres, menos hombres, andan en los senderos. No hay trabajo en el campo. Las viviendas están cerradas o tienen un trapo como cortina en la entrada. Hay unas cuantas tiendas, su venta principal son los refrescos, y los anaqueles de la sucursal de Diconsa están casi vacíos; ni siquiera hay harina de maíz.
Es la época en que casi la mitad de los pobladores trabajan en los campos agroindustriales de Sinaloa, Chihuahua o Baja California, donde familias completas se contratan durante unos cuatro meses por sueldos de 90 pesos al día y jornadas de lunes a domingo, desde la madrugada hasta que se pone el sol. Después regresan, con algo de dinero para subsistir el resto del año. Aquí la tierra ya está agotada, la cosecha de maíz es escasa.
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La vida de Zeferina transcurre en la semioscuridad. Está sentada frente al fogón, dentro de su cuarto de madera, donde apenas entra luz y sirve de cocina, pero ni siquiera hay una mesa, sólo algunas sillas, y en un rincón un tendedero de ropa esconde las camas de las miradas ajenas. A sus 40 años, luce mayor. Viste su delgadez con un huipil desgastado y está descalza.
Hace nueve años se fue con su familia a trabajar de jornalero a los campos de chile de Sinaloa, pero a su esposo lo encarcelaron porque presuntamente mató a un hombre. Desde entonces no lo ha vuelto a ver. Volvió a Cochoapa con sus seis hijos. El mayor, Vicente, le ayudaba para mantener a los más pequeños, pero hace un año lo mataron en un pleito.
Mantiene la mirada fija en un punto imperceptible de la pared de madera, mientras habla del presente y planea un futuro. “Me quedan cinco hijos. La mayor va a la secundaria. Pero la voy a sacar para irnos a los campos, a Sinaloa.” Recibe recursos del programa Oportunidades, pero son insuficientes. En la escuela le piden cuotas que no puede pagar.
Esta mañana sus hijos desayunaron quelites, antes de irse a la escuela. Quizá a su regreso coman lo mismo. Pero para el siguiente día no sabe. “Si encuentro unos guajes y les doy salsa, estará bien.”
–¿Cuándo fue la última vez que comió carne?
Se queda pensativa un rato. Después responde: “no me acuerdo”.
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Catarina, una de las pocas mujeres que hablan español, dice que a la mayoría no le gusta ir al médico. “Los doctores maltratan a la mujer porque lleva al niño sucio, porque no llega a tiempo a las citas, aunque viene de lejos. No comprenden que no habla español y no puede leer el carnet”, dice.
Vocal de vigilancia de Oportunidades, explica que aquí hay 640 beneficiarias, pero, como no hay empleo ni nada que hacer, “los hombres se emborrachan, les pegan, les quitan el dinero y se lo gastan. Cuando la mujer lo conserva, compra comida, jabón, leche. Pero los gastos por mandar a los chamacos a la escuela son mayores, siempre piden cooperación”.
Las mujeres son las más vulnerables, señala Abel Barrera, director del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan (CDHM). Si reciben Oportunidades, tienen más obligaciones, no nada más las de salud y educación que indica el programa, sino que deben hacer las labores de limpieza o vigilancia que les piden los maestros o los médicos.
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Entre los usos y costumbres que prevalecen en esta comunidad está la dote. Cuando una pareja se va a casar, es dinero que el novio debe otorgar a los padres de la novia. “Es una tradición que se desvirtuó y la consecuencia es el incremento en los casos de violencia hacia las mujeres”, explica Abel Barrera.
Los pagos son de entre 30 mil pesos y 60 mil. A las niñas, generalmente de 12 o 13 años, no se les pide parecer para el matrimonio, se les impone. Y ya que el hombre pagó por ellas se siente su dueño; “vienen los golpes, las obligan a trabajar y, en ocasiones, hasta han sido violadas”, explica Barrera.
Muchas mujeres han pedido ayuda al CDHM, porque en el municipio no hay autoridad que las defienda. El síndico dice que es asunto entre particulares y los padres les piden a ellas que cumplan con su “responsabilidad”, indica Barrera.
En estos días dos familias acudieron ante el síndico municipal para resolver sus diferencias: dos jóvenes decidieron “juntarse”, sin pago de por medio, pero los padres de la muchacha exigen el dinero, detalla el secretario, Albino Vázquez.
Sentado fuera de su tienda, Félix Mares, presidente del comité de salud, defiende esta costumbre. “No se trata de un pago, sino que es una multa. Es parecido a cuando compras un carro. Te costó y lo cuidas, lo tratas bien. Si pagó por la mujer, el hombre la cuida, la trata bien.”
Su hijo se casó de esa forma. Tiene 21 años y su esposa 16. En este caso la pareja se conoció y se “trataron” dos meses. Él le dijo: “no tengo mamá, ella tiene poco que murió y necesito alguien que me atienda”. Ella entendió y aceptó. Después Félix fue a hacer el trato. Ahora los jóvenes tienen un hijo.
Como la mayoría de las mujeres mixtecas, el futuro de Silvestra lo decidieron sus padres a sus 14 años. Su esposo pagó por ella. Su vida transcurre en el cuidado de los niños y en buscar qué comer. Aunque tienen un cuarto en Cochoapa, dice que prefieren vivir en el cerro, porque “cuando estamos aquí a mis niños se les antojan cosas, refrescos, dulces. No tengo dinero para comprar. Allá en el cerro no hay nada que se les antoje. Y sí tenemos comida. Cortamos quelites o ejotes”. Ésta es la dieta para Rogelio y Adriana. Para todo el pueblo
http://www.jornada.unam.mx/2011/02/1...ticle=002n1pol
Llama mucho la atencion...por lo menos para mi opinion personal...que el municipio más desamparado del país enfrenta graves abusos contra las mujeres
En la zona y la expectativa de vida de los niños nacidos en 2005 es de 40 años.
soldrome
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