El estilo a tambor batiente
René Delgado
(10 septiembre 2011).- Pueden criticarse muchos aspectos al calderonismo, no su congruencia: desde el arranque de su gestión generó un estilo. Un estilo tozudo. El aferrarse a una idea o una práctica, aun cuando fuera errada y, luego, dejar a la inercia el destino del gobierno.
En los más diversos campos, el calderonismo desarrolló y sostuvo ese estilo. Designaciones desafortunadas o inoportunas en el gabinete; exigencia a los otros poderes o gobiernos de cumplir con su deber, sin cumplir con el propio; otorgamiento de premios como castigo; sobreutilización del diálogo para agotar el tiempo; uso de la justicia como ariete político; atención prioritaria a los asuntos coyunturales sobre los estructurales; sostenimiento de políticas erradas, incluido el presupuesto...
Sólo en esa lógica, se entiende la intención de terminar el sexenio a tambor batiente.
· · ·
Si al arranque la integración del gabinete resultó decepcionante, sus ajustes a lo largo del sexenio ratificaron el estilo.
Producto o no de causas ajenas a su voluntad, el mandatario armó un extraño gabinete. A quienes tenían experiencia en alguna materia, los colocó justo donde no la tenían; a quienes no la tenían pero eran leales, los puso donde quiso o pudo. A todos les encontró lugar. Así, más de un despacho de ministro se convirtió en aula para realizar prácticas profesionales o adquirir, de ser posible, habilidades gerenciales.
Ese estilo, hasta ahora, arroja los siguientes números: cuatro secretarios de Gobernación, tres de Hacienda, tres de Economía, tres de Energía, tres de Desarrollo Social, tres de Comunicaciones y Transportes, dos de Educación, dos de Turismo, dos de la Función Pública, dos de Agricultura, dos de Salud y tres procuradores. Además, en Los Pinos: cuatro jefes de la Oficina del Presidente, tres secretarios particulares, dos coordinadores de Comunicación, dos consejeros jurídicos. Todo sin dejar de contabilizar a cuatro dirigentes en Acción Nacional. Esos son, hasta ahora, los números.
Ese tráfago explica dos cuestiones: dónde estuvo el interés de la administración y dónde no. La parte del gabinete de seguridad dedicada a reprimir el delito se sostiene en el puesto (Ejército, Marina, Seguridad Pública), no la responsable de las tareas de inteligencia en materia de seguridad nacional o de procuración de justicia. Se optó por perseguir, no por prevenir el delito. Y, nada más por cerrar el círculo, también preservan su puesto, hasta ahora, los titulares de Relaciones Exteriores, Medio Ambiente, Reforma Agraria y Trabajo, sin estar muy clara la causa de ello.
Esa inestabilidad en el equipo explica también por qué resultó punto menos que imposible elaborar auténticas políticas de gobierno... destacando, desde luego, la interior, la educativa y la social.
· · ·
Esa serie de cambios -donde quienes se iban, salían por buenos; quienes llegaban, entraban por mejores (nadie fue despedido, todos renunciaron)- anuló la posibilidad, en más de un caso, de cumplir con el deber en el gobierno federal.
Quizá, eso explica un absurdo: el constante reclamo presidencial a los otros poderes y niveles de gobierno de cumplir con su deber, aunque el gobierno federal no cumpliera con el suyo. Los legisladores, primero, los jueces, después, pasaron a ser la causa por la que el gobierno no podía hacer lo que debía. Ese absurdo, además de preocupante, perfiló una idea autoritaria: legislar no es debatir ni enriquecer los proyectos legislativos, es aprobar como van y sin chistar las iniciativas del Ejecutivo; impartir justicia no es colocar en la balanza a las partes en conflicto, es sentenciar sin más a quien el Ejecutivo consigna ante los jueces.
En esa lógica, cumplir con el deber en los gobiernos estatales y municipales no es acordar políticas de Estado, es aplicar directivas federales se esté o no de acuerdo con ellas. Es someterse a la estrategia diseñada desde el centro y al operativo policial-militar en turno, sin importar qué diga o piense el gobernador o el munícipe del sitio.
Ese reclamar a los demás hacer lo suyo sin hacer lo propio sugiere no repartir responsabilidades sino culpas y diseñar una democracia, un Estado de derecho y una Federación sui géneris. Aquella donde no cuenta el equilibrio y la coordinación de los Poderes de la Unión y la Federación, sino la sumisión de aquellos al Ejecutivo federal.
· · ·
El estilo de otorgar premios como castigos también ha sido singular.
Muchos de los funcionarios salidos de la administración por negligencia o comisión de abusos o tropelías o, bien, por faltar a la lealtad tuvieron un nuevo puesto por castigo. César Nava fue severamente castigado con la presidencia del partido; Cecilia Romero, apenas salió de las fosas de los migrantes ejecutados, se fue a la secretaría general del partido; a Juan Molinar no lo alcanzó el fuego de la guardería ABC (sin hablar de su actuación en la Secretaría de Comunicaciones y Transportes) pero sí se quemó al jugar a favor del actual dirigente Gustavo Madero, su castigo: un puestazo en el partido, al lado de su nuevo líder.
Ese estilo de dar premios por castigo hoy confunde al alcalde de Monterrey, Fernando Larrazabal. Cómo es que el partido le sugiere pedir licencia en la alcaldía sin decirle con qué secretaría de Estado o puesto en el partido lo van a castigar.
Si la vara ha sido una, por qué quieren medirlo a él con otra.
· · ·
Un rasgo más del estilo del sexenio ha sido privilegiar la coyuntura electoral por encima del problema estructural.
En ese campo, la congruencia también ha sido notable en una doble vertiente: sujetando la acción de gobierno al rendimiento electoral o, bien, usando como ariete electoral algún instrumento de gobierno. Se canjearon votos por políticas y se ajustaron políticas por votos. Del costo político de las alianzas electorales, mejor ni hablar. Lo curioso es que pese al elevado costo de ese estilo, el rendimiento electoral no justifica la inversión política.
Los mismos cambios en el gabinete apenas realizados ayer reiteran el estilo del sexenio: Ernesto Cordero se desfiguró como secretario y no se configuró como precandidato; Alejandro Poiré se configuró como un brilloso portavoz y se desfiguró como una inteligencia discreta. Ambos, eso sí, guardaron el estilo.
· · ·
Sólo a partir de la congruencia en el estilo se entiende la presunción de terminar el sexenio a tambor batiente. Se entiende, pero también inquieta.
sobreaviso@latinmail.com

mr eveready
René Delgado
(10 septiembre 2011).- Pueden criticarse muchos aspectos al calderonismo, no su congruencia: desde el arranque de su gestión generó un estilo. Un estilo tozudo. El aferrarse a una idea o una práctica, aun cuando fuera errada y, luego, dejar a la inercia el destino del gobierno.
En los más diversos campos, el calderonismo desarrolló y sostuvo ese estilo. Designaciones desafortunadas o inoportunas en el gabinete; exigencia a los otros poderes o gobiernos de cumplir con su deber, sin cumplir con el propio; otorgamiento de premios como castigo; sobreutilización del diálogo para agotar el tiempo; uso de la justicia como ariete político; atención prioritaria a los asuntos coyunturales sobre los estructurales; sostenimiento de políticas erradas, incluido el presupuesto...
Sólo en esa lógica, se entiende la intención de terminar el sexenio a tambor batiente.
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Si al arranque la integración del gabinete resultó decepcionante, sus ajustes a lo largo del sexenio ratificaron el estilo.
Producto o no de causas ajenas a su voluntad, el mandatario armó un extraño gabinete. A quienes tenían experiencia en alguna materia, los colocó justo donde no la tenían; a quienes no la tenían pero eran leales, los puso donde quiso o pudo. A todos les encontró lugar. Así, más de un despacho de ministro se convirtió en aula para realizar prácticas profesionales o adquirir, de ser posible, habilidades gerenciales.
Ese estilo, hasta ahora, arroja los siguientes números: cuatro secretarios de Gobernación, tres de Hacienda, tres de Economía, tres de Energía, tres de Desarrollo Social, tres de Comunicaciones y Transportes, dos de Educación, dos de Turismo, dos de la Función Pública, dos de Agricultura, dos de Salud y tres procuradores. Además, en Los Pinos: cuatro jefes de la Oficina del Presidente, tres secretarios particulares, dos coordinadores de Comunicación, dos consejeros jurídicos. Todo sin dejar de contabilizar a cuatro dirigentes en Acción Nacional. Esos son, hasta ahora, los números.
Ese tráfago explica dos cuestiones: dónde estuvo el interés de la administración y dónde no. La parte del gabinete de seguridad dedicada a reprimir el delito se sostiene en el puesto (Ejército, Marina, Seguridad Pública), no la responsable de las tareas de inteligencia en materia de seguridad nacional o de procuración de justicia. Se optó por perseguir, no por prevenir el delito. Y, nada más por cerrar el círculo, también preservan su puesto, hasta ahora, los titulares de Relaciones Exteriores, Medio Ambiente, Reforma Agraria y Trabajo, sin estar muy clara la causa de ello.
Esa inestabilidad en el equipo explica también por qué resultó punto menos que imposible elaborar auténticas políticas de gobierno... destacando, desde luego, la interior, la educativa y la social.
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Esa serie de cambios -donde quienes se iban, salían por buenos; quienes llegaban, entraban por mejores (nadie fue despedido, todos renunciaron)- anuló la posibilidad, en más de un caso, de cumplir con el deber en el gobierno federal.
Quizá, eso explica un absurdo: el constante reclamo presidencial a los otros poderes y niveles de gobierno de cumplir con su deber, aunque el gobierno federal no cumpliera con el suyo. Los legisladores, primero, los jueces, después, pasaron a ser la causa por la que el gobierno no podía hacer lo que debía. Ese absurdo, además de preocupante, perfiló una idea autoritaria: legislar no es debatir ni enriquecer los proyectos legislativos, es aprobar como van y sin chistar las iniciativas del Ejecutivo; impartir justicia no es colocar en la balanza a las partes en conflicto, es sentenciar sin más a quien el Ejecutivo consigna ante los jueces.
En esa lógica, cumplir con el deber en los gobiernos estatales y municipales no es acordar políticas de Estado, es aplicar directivas federales se esté o no de acuerdo con ellas. Es someterse a la estrategia diseñada desde el centro y al operativo policial-militar en turno, sin importar qué diga o piense el gobernador o el munícipe del sitio.
Ese reclamar a los demás hacer lo suyo sin hacer lo propio sugiere no repartir responsabilidades sino culpas y diseñar una democracia, un Estado de derecho y una Federación sui géneris. Aquella donde no cuenta el equilibrio y la coordinación de los Poderes de la Unión y la Federación, sino la sumisión de aquellos al Ejecutivo federal.
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El estilo de otorgar premios como castigos también ha sido singular.
Muchos de los funcionarios salidos de la administración por negligencia o comisión de abusos o tropelías o, bien, por faltar a la lealtad tuvieron un nuevo puesto por castigo. César Nava fue severamente castigado con la presidencia del partido; Cecilia Romero, apenas salió de las fosas de los migrantes ejecutados, se fue a la secretaría general del partido; a Juan Molinar no lo alcanzó el fuego de la guardería ABC (sin hablar de su actuación en la Secretaría de Comunicaciones y Transportes) pero sí se quemó al jugar a favor del actual dirigente Gustavo Madero, su castigo: un puestazo en el partido, al lado de su nuevo líder.
Ese estilo de dar premios por castigo hoy confunde al alcalde de Monterrey, Fernando Larrazabal. Cómo es que el partido le sugiere pedir licencia en la alcaldía sin decirle con qué secretaría de Estado o puesto en el partido lo van a castigar.
Si la vara ha sido una, por qué quieren medirlo a él con otra.
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Un rasgo más del estilo del sexenio ha sido privilegiar la coyuntura electoral por encima del problema estructural.
En ese campo, la congruencia también ha sido notable en una doble vertiente: sujetando la acción de gobierno al rendimiento electoral o, bien, usando como ariete electoral algún instrumento de gobierno. Se canjearon votos por políticas y se ajustaron políticas por votos. Del costo político de las alianzas electorales, mejor ni hablar. Lo curioso es que pese al elevado costo de ese estilo, el rendimiento electoral no justifica la inversión política.
Los mismos cambios en el gabinete apenas realizados ayer reiteran el estilo del sexenio: Ernesto Cordero se desfiguró como secretario y no se configuró como precandidato; Alejandro Poiré se configuró como un brilloso portavoz y se desfiguró como una inteligencia discreta. Ambos, eso sí, guardaron el estilo.
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Sólo a partir de la congruencia en el estilo se entiende la presunción de terminar el sexenio a tambor batiente. Se entiende, pero también inquieta.
sobreaviso@latinmail.com

mr eveready