Ellos, "los bellos" x @jvolpi
http://~~~~~~~.com/6vkac7s
Jorge Volpi
(18 marzo 2012).- Allí están. Sus rostros aparecen sin falta en la prensa y en la televisión. Observémolos. Los hombres visten saco y corbata, aunque unos cuantos se decantan por chamarras de piel y camisas abiertas. Blancos, morenos, algún indígena. Pese a la variedad de atuendos, las mujeres -siempre menos- también resultan intercambiables. Forman un cuerpo compacto pese a sus divergencias ideológicas, casi siempre cosméticas. Una familia. En un sentido primordial, son todos iguales: sólo les importan sus privilegios. Sus dietas. Sus gastos de representación. Sus viajes oficiales. Sus coches oficiales. Sus choferes. Aunque provengan de medios poco favorecidos, ya no imaginan una vida sin secretarias, asistentes y choferes. Esos fantasmas que resuelven sus problemas domésticos o profesionales. O incluso extramaritales. Y que les permiten consagrarse a su ardua labor: representar a los demás.
Poco importa que sean de izquierda o de derecha, que pertenezcan al gobierno o a la oposición, que sean priistas, panistas, perredistas, petistas, panalistas o verdes. Cuando uno los estudia con atención, las diferencias se diluyen. Casi diríamos: forman una nueva especie. De acuerdo con el paradigma darwiniano, se han revelado más aptos que sus congéneres. Más egoístas y, por tanto, mejor preparados para sobrevivir. Para perpetuarse y tener recursos siempre a su disposición.
Fijémonos en su conducta. Sólo trabajan seis meses, mientras que sus representados apenas cuentan con dos semanas de vacaciones al año. ¿Y qué hacen en ese tiempo? Seamos sinceros: nada o casi nada. Salvo unas pocas honrosas excepciones, sólo sus líderes, y acaso los presidentes de las comisiones, bregan de verdad. Esos sí desquitan sus (gigantescos) sueldos: están siempre disponibles para recibir las órdenes de sus superiores en el partido o el gobierno y acuden a la tribuna para defender -o simular que defienden- sus posiciones. Un engorro.
Pero, en un Congreso de 500, unos 450 no hacen más que asistir a las sesiones, donde casi prefieren no hablar. Lo mismo ocurre con unos 100 senadores de un total de 128. Sin duda, se requiere de una paciencia infinita para escuchar tantas barbaridades, pero el pago por ello parece excesivo. Al final, cuando sus jefes lo indican, votan a favor o en contra de tal o cual iniciativa, sin conocerla a fondo y con frecuencia sin haberla tenido jamás entre las manos: la disciplina de partido, tan apreciada por panistas y priistas, bloquea todo atisbo de libertad crítica.
El resto del tiempo, nuestros representantes se entregan a fatigosos desayunos, comidas y cenas de trabajo (6 o 7 horas diarias en promedio); largas reuniones de partido (3 horas); cansados viajes a sus circunscripciones (un par de días en promedio, de preferencia cerca del sábado para visitar a la familia); y la gestión de asuntos vinculados con sus electores (2 horas). A ello habría que sumar unas 3 horas de desplazamientos, por culpa del tráfico o las manifestaciones. Un esfuerzo agotador.
Ellos dirán que este retrato los caricaturiza. Ojalá fuese así: en realidad es puro costumbrismo. ¿Y cuánto nos cuestan? La cifra no es desdeñable: el presupuesto del Legislativo en 2012 es de casi 11 mil millones de pesos. Otro dardo: entre 2000 y 2011, el monto asignado a este Poder creció en más del 50%. Es decir: el mismo número de representantes, con 50% más de recursos (y una ineficacia estable).
Todos lo sabemos: el Congreso y el Senado son simples escenarios: las decisiones cruciales no se toman allí, sino en la penumbra. En el estira y afloja entre el gobierno y los partidos. El colmo: para convertirse en representante popular, ni siquiera hace falta una buena campaña: basta medrar al interior del partido. Por eso las elecciones legislativas nos importan tan poco. Aún así, el cinismo que ha prevalecido en esta ocasión resulta abrumador. Basta consultar las listas de los partidos para constatar su falta de respeto hacia los ciudadanos. Otra vez: poco importa que sean panistas, priistas o de izquierdas.
En el primer caso, las imposiciones del centro, el fraude en elecciones internas y la apuesta por los peores candidatos -con Larrazabal a la cabeza- demuestran que la ética que distinguió al PAN se borró con 12 años de gobierno. Las listas del PRI, en cambio, apenas decepcionan: preservan la tradición de aupar a la misma clase política de siempre, encargada de proteger sus mismos intereses y su misma corrupción. Por no hablar del PRD: reparto de candidaturas entre las distintas corrientes como única forma de preservar la unidad. Con una guinda: sin duda, todos podemos cambiar. De perseguir cristianos, Pablo se convirtió en su mayor adalid. Pero que Manuel Bartlett, cómplice del fraude electoral de 1988, se convierta en candidato de las izquierdas -sin dejar de presentarse como priista- borda la sinrazón. O quizás no. A fin de cuentas, son todos iguales. Forman una clase distinta. Una especie superior. Ellos. Y acá, un escalón evolutivo más abajo, todos los demás.
Twitter: @jvolpi
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Jorge Volpi
(18 marzo 2012).- Allí están. Sus rostros aparecen sin falta en la prensa y en la televisión. Observémolos. Los hombres visten saco y corbata, aunque unos cuantos se decantan por chamarras de piel y camisas abiertas. Blancos, morenos, algún indígena. Pese a la variedad de atuendos, las mujeres -siempre menos- también resultan intercambiables. Forman un cuerpo compacto pese a sus divergencias ideológicas, casi siempre cosméticas. Una familia. En un sentido primordial, son todos iguales: sólo les importan sus privilegios. Sus dietas. Sus gastos de representación. Sus viajes oficiales. Sus coches oficiales. Sus choferes. Aunque provengan de medios poco favorecidos, ya no imaginan una vida sin secretarias, asistentes y choferes. Esos fantasmas que resuelven sus problemas domésticos o profesionales. O incluso extramaritales. Y que les permiten consagrarse a su ardua labor: representar a los demás.
Poco importa que sean de izquierda o de derecha, que pertenezcan al gobierno o a la oposición, que sean priistas, panistas, perredistas, petistas, panalistas o verdes. Cuando uno los estudia con atención, las diferencias se diluyen. Casi diríamos: forman una nueva especie. De acuerdo con el paradigma darwiniano, se han revelado más aptos que sus congéneres. Más egoístas y, por tanto, mejor preparados para sobrevivir. Para perpetuarse y tener recursos siempre a su disposición.
Fijémonos en su conducta. Sólo trabajan seis meses, mientras que sus representados apenas cuentan con dos semanas de vacaciones al año. ¿Y qué hacen en ese tiempo? Seamos sinceros: nada o casi nada. Salvo unas pocas honrosas excepciones, sólo sus líderes, y acaso los presidentes de las comisiones, bregan de verdad. Esos sí desquitan sus (gigantescos) sueldos: están siempre disponibles para recibir las órdenes de sus superiores en el partido o el gobierno y acuden a la tribuna para defender -o simular que defienden- sus posiciones. Un engorro.
Pero, en un Congreso de 500, unos 450 no hacen más que asistir a las sesiones, donde casi prefieren no hablar. Lo mismo ocurre con unos 100 senadores de un total de 128. Sin duda, se requiere de una paciencia infinita para escuchar tantas barbaridades, pero el pago por ello parece excesivo. Al final, cuando sus jefes lo indican, votan a favor o en contra de tal o cual iniciativa, sin conocerla a fondo y con frecuencia sin haberla tenido jamás entre las manos: la disciplina de partido, tan apreciada por panistas y priistas, bloquea todo atisbo de libertad crítica.
El resto del tiempo, nuestros representantes se entregan a fatigosos desayunos, comidas y cenas de trabajo (6 o 7 horas diarias en promedio); largas reuniones de partido (3 horas); cansados viajes a sus circunscripciones (un par de días en promedio, de preferencia cerca del sábado para visitar a la familia); y la gestión de asuntos vinculados con sus electores (2 horas). A ello habría que sumar unas 3 horas de desplazamientos, por culpa del tráfico o las manifestaciones. Un esfuerzo agotador.
Ellos dirán que este retrato los caricaturiza. Ojalá fuese así: en realidad es puro costumbrismo. ¿Y cuánto nos cuestan? La cifra no es desdeñable: el presupuesto del Legislativo en 2012 es de casi 11 mil millones de pesos. Otro dardo: entre 2000 y 2011, el monto asignado a este Poder creció en más del 50%. Es decir: el mismo número de representantes, con 50% más de recursos (y una ineficacia estable).
Todos lo sabemos: el Congreso y el Senado son simples escenarios: las decisiones cruciales no se toman allí, sino en la penumbra. En el estira y afloja entre el gobierno y los partidos. El colmo: para convertirse en representante popular, ni siquiera hace falta una buena campaña: basta medrar al interior del partido. Por eso las elecciones legislativas nos importan tan poco. Aún así, el cinismo que ha prevalecido en esta ocasión resulta abrumador. Basta consultar las listas de los partidos para constatar su falta de respeto hacia los ciudadanos. Otra vez: poco importa que sean panistas, priistas o de izquierdas.
En el primer caso, las imposiciones del centro, el fraude en elecciones internas y la apuesta por los peores candidatos -con Larrazabal a la cabeza- demuestran que la ética que distinguió al PAN se borró con 12 años de gobierno. Las listas del PRI, en cambio, apenas decepcionan: preservan la tradición de aupar a la misma clase política de siempre, encargada de proteger sus mismos intereses y su misma corrupción. Por no hablar del PRD: reparto de candidaturas entre las distintas corrientes como única forma de preservar la unidad. Con una guinda: sin duda, todos podemos cambiar. De perseguir cristianos, Pablo se convirtió en su mayor adalid. Pero que Manuel Bartlett, cómplice del fraude electoral de 1988, se convierta en candidato de las izquierdas -sin dejar de presentarse como priista- borda la sinrazón. O quizás no. A fin de cuentas, son todos iguales. Forman una clase distinta. Una especie superior. Ellos. Y acá, un escalón evolutivo más abajo, todos los demás.
Twitter: @jvolpi