@BarackObama
#El_retorno_de_Netanyahu
@TheDemocRATS = #Grey_Donkey; #GOP=#Bias=#White_Elephant
Isabel Turrent
22 Mar. 2015
A contracorriente de todos los pronósticos y de las encuestas que le daban a su principal opositor, Isaac Herzog, el líder de Unión Sionista, una ventaja de 3 o 4 asientos, Benjamín Netanyahu ganó las elecciones que se llevaron a cabo en Israel el 17 de marzo. No fue una elección cerrada como todos esperaban, sino un claro triunfo para el partido Likud de Netanyahu. Remontó la desventaja que anunciaban las encuestas y ganó seis escaños más: 30, frente a los 24 de Unión Sionista.
La diferencia entre los asientos que uno y otro ocuparán en la Knesset -el parlamento israelí- derruyó cualquier posibilidad de establecer un gobierno de unidad nacional, el menor de los males para todos aquellos que votaron por los partidos de centro. Partidos que hoy ocupan, por cierto, uno de los extremos del abanico político porque en Israel, la izquierda ha desaparecido del mapa. Meretz, el único partido que defiende abiertamente desde la izquierda el establecimiento de un Estado palestino, obtuvo apenas 5 asientos.
El siguiente paso será nada más cuestión de protocolo. Netanyahu tiene más de un aliado potencial entre los muchos partidos israelíes de derecha. Conformará la coalición de 61 asientos que necesita para formar gobierno sin ninguna dificultad.
Quienes habían apoyado sin reservas a Herzog, sobre todo desde las planas del excelente periódico liberal Ha'aretz, se han dedicado a la triste labor de descifrar la tortuosa estrategia que aplicó Netanyahu para ganar lo que parecía a todas luces una batalla perdida.
Lo logró siguiendo el trillado camino de los demagogos postmodernos. Cuando el desafío abierto al presidente Obama -aceptando una invitación de los republicanos para hablar en el Congreso en contra de la política de Obama frente a Irán sin siquiera avisar a la Casa Blanca- no alteró las encuestas a su favor, Netanyahu se movió a la ultraderecha en el ámbito doméstico.
Inventó complots y teorías conspiratorias a cual más de descabelladas: la prensa internacional, NGO's, el gobierno de Suecia y una bola de "fuerzas oscuras reunidas en contra de la voluntad del electorado israelí", conspiraban para derrocarlo.
Hizo acto de presencia en asentamientos en los territorios ocupados para prevenir a sus pobladores de los supuestos planes de Unión Sionista. Entre ellos, la evacuación de todas estas poblaciones y el establecimiento de un "Hamastán B" (una réplica del gobierno de Hamás en Gaza) en Jerusalén y, horror de horrores, una alianza con la diabólica "comunidad internacional" para que Israel retornara a las fronteras de 1967.
Y finalmente, mostró su verdadera cara. Para atraer a votantes de partidos de ultraderecha, hizo lo que todos los políticos sin escrúpulos y sin asomo de moral hacen y, de paso, confirmó lo que todos sabíamos. Declaró, desmintiéndose a sí mismo, que mientras él tuviera el poder jamás habría un Estado palestino y atizó -durante la elección- el racismo pidiendo en las redes que los judíos israelíes acudieran a las urnas, porque hordas de "árabes" estaban depositando su voto.
Más allá de los errores que cometieron Herzog (un hombre preparado pero poco carismático) y su aliada en Unión Sionista, Tzipi Livni (que arrastra una imagen política desgastada), y muchos votantes seculares que optaron por otros partidos de centro regalándole sus votos a Likud, la estrategia de Netanyahu tuvo un éxito indudable. Encontró eco en la nueva cultura política que él mismo ha perfilado y que ha convertido a Israel en una supuesta fortaleza asediada, dominada por el miedo, que vive de espaldas, no sólo a los palestinos, sino al mundo entero. El Israel de Netanyahu, los pobladores de los territorios ocupados, los ultraortodoxos y los votantes dominados por el miedo.
El otro Israel, el de la mayoría secular, urbana y moderna (judíos y árabes que abrigaban la esperanza de un indispensable cambio político), transitará por 4 años más de poco crecimiento económico y creciente desigualdad, de leyes intolerantes y antidemocráticas que marginan a las minorías y de expansión de las poblaciones en los territorios ocupados. Todo ello en una coyuntura de inseguridad estratégica, porque Netanyahu ha convertido la alianza existencial de Israel con Estados Unidos en un asunto partidista, que depende del apoyo de los republicanos y no del demócrata que ocupa la Casa Blanca y que es, a fin de cuentas, el comandante de las Fuerzas Armadas y la cabeza de la diplomacia norteamericana.
editorial@reforma.com
#El_retorno_de_Netanyahu
@TheDemocRATS = #Grey_Donkey; #GOP=#Bias=#White_Elephant
Isabel Turrent
22 Mar. 2015
A contracorriente de todos los pronósticos y de las encuestas que le daban a su principal opositor, Isaac Herzog, el líder de Unión Sionista, una ventaja de 3 o 4 asientos, Benjamín Netanyahu ganó las elecciones que se llevaron a cabo en Israel el 17 de marzo. No fue una elección cerrada como todos esperaban, sino un claro triunfo para el partido Likud de Netanyahu. Remontó la desventaja que anunciaban las encuestas y ganó seis escaños más: 30, frente a los 24 de Unión Sionista.
La diferencia entre los asientos que uno y otro ocuparán en la Knesset -el parlamento israelí- derruyó cualquier posibilidad de establecer un gobierno de unidad nacional, el menor de los males para todos aquellos que votaron por los partidos de centro. Partidos que hoy ocupan, por cierto, uno de los extremos del abanico político porque en Israel, la izquierda ha desaparecido del mapa. Meretz, el único partido que defiende abiertamente desde la izquierda el establecimiento de un Estado palestino, obtuvo apenas 5 asientos.
El siguiente paso será nada más cuestión de protocolo. Netanyahu tiene más de un aliado potencial entre los muchos partidos israelíes de derecha. Conformará la coalición de 61 asientos que necesita para formar gobierno sin ninguna dificultad.
Quienes habían apoyado sin reservas a Herzog, sobre todo desde las planas del excelente periódico liberal Ha'aretz, se han dedicado a la triste labor de descifrar la tortuosa estrategia que aplicó Netanyahu para ganar lo que parecía a todas luces una batalla perdida.
Lo logró siguiendo el trillado camino de los demagogos postmodernos. Cuando el desafío abierto al presidente Obama -aceptando una invitación de los republicanos para hablar en el Congreso en contra de la política de Obama frente a Irán sin siquiera avisar a la Casa Blanca- no alteró las encuestas a su favor, Netanyahu se movió a la ultraderecha en el ámbito doméstico.
Inventó complots y teorías conspiratorias a cual más de descabelladas: la prensa internacional, NGO's, el gobierno de Suecia y una bola de "fuerzas oscuras reunidas en contra de la voluntad del electorado israelí", conspiraban para derrocarlo.
Hizo acto de presencia en asentamientos en los territorios ocupados para prevenir a sus pobladores de los supuestos planes de Unión Sionista. Entre ellos, la evacuación de todas estas poblaciones y el establecimiento de un "Hamastán B" (una réplica del gobierno de Hamás en Gaza) en Jerusalén y, horror de horrores, una alianza con la diabólica "comunidad internacional" para que Israel retornara a las fronteras de 1967.
Y finalmente, mostró su verdadera cara. Para atraer a votantes de partidos de ultraderecha, hizo lo que todos los políticos sin escrúpulos y sin asomo de moral hacen y, de paso, confirmó lo que todos sabíamos. Declaró, desmintiéndose a sí mismo, que mientras él tuviera el poder jamás habría un Estado palestino y atizó -durante la elección- el racismo pidiendo en las redes que los judíos israelíes acudieran a las urnas, porque hordas de "árabes" estaban depositando su voto.
Más allá de los errores que cometieron Herzog (un hombre preparado pero poco carismático) y su aliada en Unión Sionista, Tzipi Livni (que arrastra una imagen política desgastada), y muchos votantes seculares que optaron por otros partidos de centro regalándole sus votos a Likud, la estrategia de Netanyahu tuvo un éxito indudable. Encontró eco en la nueva cultura política que él mismo ha perfilado y que ha convertido a Israel en una supuesta fortaleza asediada, dominada por el miedo, que vive de espaldas, no sólo a los palestinos, sino al mundo entero. El Israel de Netanyahu, los pobladores de los territorios ocupados, los ultraortodoxos y los votantes dominados por el miedo.
El otro Israel, el de la mayoría secular, urbana y moderna (judíos y árabes que abrigaban la esperanza de un indispensable cambio político), transitará por 4 años más de poco crecimiento económico y creciente desigualdad, de leyes intolerantes y antidemocráticas que marginan a las minorías y de expansión de las poblaciones en los territorios ocupados. Todo ello en una coyuntura de inseguridad estratégica, porque Netanyahu ha convertido la alianza existencial de Israel con Estados Unidos en un asunto partidista, que depende del apoyo de los republicanos y no del demócrata que ocupa la Casa Blanca y que es, a fin de cuentas, el comandante de las Fuerzas Armadas y la cabeza de la diplomacia norteamericana.
editorial@reforma.com