Injurias de un perdedor resentido
Domingo, 15 Junio, 2008
El aplauso cosechado por Calderón en España sería la prueba palmaria de que es un “vasallo de la Corona [española]”. Lo dice el señor López Obrador. Muy bien, supongamos que en algún futuro no muy distante —el año 2012, por ejemplo— Rayito, justamente, es entronizado supremo mandamás de la República. ¿Con qué cara se les va a aparecer a los españoles, digo, suponiendo que se le ocurriera poner un pie en la Península para conocer, de primera mano, a esos empresarios que han invertido, hasta ahora, una carretada de 30 mil millones de euros y a esos representantes populares que, en el Congreso de los Diputados, le han agradecido al presidente constitucional de un país democrático la hospitalidad que la nación mexicana ofreció a los miles de refugiados de la guerra civil? ¿Cómo va a acomodar, en su condición de jefe de Estado, la declaración de que Felipe Calderón es el “virrey que llega a informarle al rey” con el reconocimiento que se le debe a una soberanía parlamentaria que, hasta nuevo aviso, no tiene la menor intención de sojuzgar —ni mucho menos de humillar— al presidente de México y a los mexicanos? O ¿acaso sus futuros interlocutores no le van a conferir, tampoco a él, una categoría de igual a menos que se les aparezca peleón, provocador y majadero como es ahora? ¿Este hombre, el mal perdedor que, desde el resentimiento, gruñe que a Calderón lo tutela un rey —imagino que habla de Zapatero en tanto que encargado de ponerle la “alfombra roja” porque “les ha dado muchos beneficios” a los codiciosos hombres del “poder y el dinero” en España— es quien que va encarnar la investidura presidencial?
Vaya aspirante tan impresentable que tenemos. Uno más de los que, para desgracia de sus pueblos, andan por ahí en estos tiempos de extrañas restauraciones. El problema con estos personajes —auténticos rentistas del populismo— es que no se saben comportar. O, más bien, juegan, muy mañosamente, el papel del transgresor, del que rompe alegremente los límites para exhibir las presuntas resquebrajaduras del “sistema”. El recurso más socorrido en estas lides es su calculada aproximación al lenguaje del hombre común en su faceta de ciudadano esencialmente descontento que, incapaz de imprimirle una proyección universal a sus pequeñas invectivas de todos los días, se regocija cuando un Hugo Chávez, un Evo Morales o, en el otro extremo del espectro político, un Berlusconi o un Vladimir Putin sueltan barrabasadas como si estuvieran parloteando con los amiguetes en el bar de la esquina. Parecen farfullar despropósitos sin ton ni son pero no hay espontaneidad alguna en su discurso sino, por el contrario, una calculada intención de hermanarse, en la vulgaridad, con los ciudadanos más rústicos. O, mejor dicho, con los sentimientos más elementales del ciudadano de a pie.
El político de altura es, en esencia, un guía de comportamientos cuando no un auténtico atajador de impulsos colectivos a la manera de ese Churchill que, sin complacencia alguna, prometió a su pueblo tiempos de “sangre, sudor y lágrimas”. En el polo opuesto se encuentran los payasos populistas, virtuosos del adjetivo fácil y mercaderes del improperio. No buscan ser reconocidos desde la virtud ni tampoco encumbrarse ellos mismos en la excelencia. No. Su desempeño personal es una extraña mezcla de exhibicionismo y flagrante chabacanería cuyo fin último es, por así decirlo, una especie de comunión con el hombre de la calle, interlocutor privilegiado y cómplice incondicional. Ahí, en ese representante del “pueblo”, está la “verdad”, una entelequia hecha de fabricaciones deliberadas —el “fraude electoral”, entre otras— que, a su vez, merecen aderezarse de motes coloridos —el “pelele”, el “vasallo”, la “chachalaca”— para conformar el cóctel de agravios y recriminaciones que el caudillo habrá de brindar finalmente a la sufrida nación.
El lenguaje importa. La mesura también. Dicho de otra manera, éstos no son tiempos de “virreyes” ni de “vasallos”. La política no se puede solazar en la imprudencia ni en la injuria crónica, por más que la galería bata las palmas. Las cosas son lo que son. El presidente de México cosechó el reconocimiento de una nación entrañable. Nada más. Y nada menos.
revueltas@mac.com
Milenio periódico
Domingo, 15 Junio, 2008
El aplauso cosechado por Calderón en España sería la prueba palmaria de que es un “vasallo de la Corona [española]”. Lo dice el señor López Obrador. Muy bien, supongamos que en algún futuro no muy distante —el año 2012, por ejemplo— Rayito, justamente, es entronizado supremo mandamás de la República. ¿Con qué cara se les va a aparecer a los españoles, digo, suponiendo que se le ocurriera poner un pie en la Península para conocer, de primera mano, a esos empresarios que han invertido, hasta ahora, una carretada de 30 mil millones de euros y a esos representantes populares que, en el Congreso de los Diputados, le han agradecido al presidente constitucional de un país democrático la hospitalidad que la nación mexicana ofreció a los miles de refugiados de la guerra civil? ¿Cómo va a acomodar, en su condición de jefe de Estado, la declaración de que Felipe Calderón es el “virrey que llega a informarle al rey” con el reconocimiento que se le debe a una soberanía parlamentaria que, hasta nuevo aviso, no tiene la menor intención de sojuzgar —ni mucho menos de humillar— al presidente de México y a los mexicanos? O ¿acaso sus futuros interlocutores no le van a conferir, tampoco a él, una categoría de igual a menos que se les aparezca peleón, provocador y majadero como es ahora? ¿Este hombre, el mal perdedor que, desde el resentimiento, gruñe que a Calderón lo tutela un rey —imagino que habla de Zapatero en tanto que encargado de ponerle la “alfombra roja” porque “les ha dado muchos beneficios” a los codiciosos hombres del “poder y el dinero” en España— es quien que va encarnar la investidura presidencial?
Vaya aspirante tan impresentable que tenemos. Uno más de los que, para desgracia de sus pueblos, andan por ahí en estos tiempos de extrañas restauraciones. El problema con estos personajes —auténticos rentistas del populismo— es que no se saben comportar. O, más bien, juegan, muy mañosamente, el papel del transgresor, del que rompe alegremente los límites para exhibir las presuntas resquebrajaduras del “sistema”. El recurso más socorrido en estas lides es su calculada aproximación al lenguaje del hombre común en su faceta de ciudadano esencialmente descontento que, incapaz de imprimirle una proyección universal a sus pequeñas invectivas de todos los días, se regocija cuando un Hugo Chávez, un Evo Morales o, en el otro extremo del espectro político, un Berlusconi o un Vladimir Putin sueltan barrabasadas como si estuvieran parloteando con los amiguetes en el bar de la esquina. Parecen farfullar despropósitos sin ton ni son pero no hay espontaneidad alguna en su discurso sino, por el contrario, una calculada intención de hermanarse, en la vulgaridad, con los ciudadanos más rústicos. O, mejor dicho, con los sentimientos más elementales del ciudadano de a pie.
El político de altura es, en esencia, un guía de comportamientos cuando no un auténtico atajador de impulsos colectivos a la manera de ese Churchill que, sin complacencia alguna, prometió a su pueblo tiempos de “sangre, sudor y lágrimas”. En el polo opuesto se encuentran los payasos populistas, virtuosos del adjetivo fácil y mercaderes del improperio. No buscan ser reconocidos desde la virtud ni tampoco encumbrarse ellos mismos en la excelencia. No. Su desempeño personal es una extraña mezcla de exhibicionismo y flagrante chabacanería cuyo fin último es, por así decirlo, una especie de comunión con el hombre de la calle, interlocutor privilegiado y cómplice incondicional. Ahí, en ese representante del “pueblo”, está la “verdad”, una entelequia hecha de fabricaciones deliberadas —el “fraude electoral”, entre otras— que, a su vez, merecen aderezarse de motes coloridos —el “pelele”, el “vasallo”, la “chachalaca”— para conformar el cóctel de agravios y recriminaciones que el caudillo habrá de brindar finalmente a la sufrida nación.
El lenguaje importa. La mesura también. Dicho de otra manera, éstos no son tiempos de “virreyes” ni de “vasallos”. La política no se puede solazar en la imprudencia ni en la injuria crónica, por más que la galería bata las palmas. Las cosas son lo que son. El presidente de México cosechó el reconocimiento de una nación entrañable. Nada más. Y nada menos.
revueltas@mac.com
Milenio periódico
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