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Sobrevivir al tedio en ‘El Torito’
Las celda tienen camas de cemento. Una galera para 20 personas tiene hasta 60. Las luz es escasa. No hay privacidad ni en los baños, que tienen las puertas arrancadas. El frío es atroz, ante la falta de una cobija
“¡Seis orejas, seis orejas, ya nomás!”, celebra uno a gritos, en un arrebato porque le quedan sólo seis horas de cautiverio, emprendiendo una carrera del fondo del galerón a las rejas. “...intento de homicidio, violación, portación ilegal de arma, robo a mano armada...”, se escuchan fragmentos de lo que refiere otro, desde alguna celda, evocando sus tiempos en el Reclusorio Norte, que aquí dentro goza por cierto de gran reputación. Pero con fortuna hay también charlas edificantes, como la de quien, en estilo de gourmet, instruye: “Por eso los chavos van a los conciertos enmariguanados, ¿no? Yo, cuando fumo tengo agudo el oído, se oye la música así, bien, bien. Bueno, ¿creerán que hasta los pasos de las hormigas escucho?”.
De pronto, esta madrugada navideña aquellas escenas paralelas se congelan. Rechinan puertas, vienen custodios trayendo un mariachi desgarbado; también llegaron un joven francés y un muchacho de 17 años que fue recluido porque le dijo al juez cívico que tenía 21, y ahora está aterrado: cada vez que se aproxima a una celda, unos bromean a gritos: “¡Acá está el pan!”, según se advierte por estos rumbos la llegada de alguien que será violado. Son hechos extraordinarios y apetecibles para sobrevivir al tedio. Tal va la vida en El Torito (Centro de Sanciones Administrativas y de Integración Social, para efectos burocráticos).
Venir a este sitio exige mucho más que unas referencias. Aquí acaba la mayoría de los conductores ebrios que “se pegan” (así se dice en argot policial) como moscas a los retenes del Programa de Control y Prevención de Ingestión de Alcohol en Conductores de Vehículos en el Distrito Federal, coloquialmente llamado alcoholímetro.
Es el momento crucial de un atropello de Estado cometido por el Gobierno del Distrito Federal, tratando como delincuentes a quienes en realidad cometieron una falta administrativa, exponiéndolos a riesgos diversos, redes de corrupción y vejaciones.
II
De madrugada, los agentes que mantenían el retén del alcoholímetro instalado sobre Insurgentes, entre Reforma y Sullivan, dejaron de trabajar de forma momentánea, poniendo un obstáculo para impedir que los autos pudieran pasar por la fila de revisión. Estaban, pues, pero no estaban. Después de dar vueltas sin ser detenido, el frustrado conductor de un Meriva gris se detuvo para preguntar a la médico titular: “¿Sabe dónde hay otro alcoholímetro donde puedan atendernos?”. La mujer respondió un “No” malhumorado, intuyendo la burla y tal vez en la disyuntiva entre seguir matando el tiempo o abrir el servicio para conducir primero que nadie al preguntón, evidentemente ebrio.
A la cuarta vuelta, finalmente el retén volvió a funcionar y el del Meriva gris, guiado por agentes de tránsito, se enfiló con mansedumbre al carril de inspección. Bajó del auto. Sopló cuatro veces, apurado por la médico, cada vez más exasperada, “¡Sople bien!”. A la quinta, el aparato marcó .47, cifra fatal cuando la máxima tolerable es de .40. En la “boleta de sanción”, un agente anotó que el tipo iba “conduciendo en estado inconveniente”. Nadie aceptó sobornos. Y comenzó la historia, a las 01:50 horas.
Una patrulla lo condujo al Juzgado Cívico (2 y 7) de Aldama y Mina, en la colonia Buenavista, que incluye tres celdas con un agujero como sanitario, donde van hacinando a los conductores ebrios. El personal del juzgado se afana en su trabajo, pero lo comparte con el tráfico de cigarrillos, refrescos y alimentos, y el cobro de sobornos cuando se puede. También permite que afuera los coyotes “vendan” en 2 mil 500 pesos amparos a quienes cayeron por el Alcoholímetro, y les pasan nombres de algunos de éstos para que les envíen su amparo al sitio de arresto.
En las celdas va haciéndose comunidad. Se mezclan franeleros, ebrios y personas detenidas por otras faltas administrativas. Todos los conductores ebrios serán conducidos a El Torito. Hay tantas risas como miedo. Personal del juzgado ha traído cigarrillos, cocacola y chicharrones enchilados; el que invita, un muchacho detenido por “aventarme una meada de rico” (por la multa) dice que tal privilegio obedece a que “nuestra celda es viaypi, patrocinada por el Peje”.
Otros no son tan amables: en El Torito, aseguran, hay asaltos y violaciones, que más vale ir en grupo, hacer grupo con los compañeros de celda. Hay un patrullero que, al contrario, jura que la pasa uno bien, “hasta organizan partidos de voli”; un conductor entusiasmado sólo lamenta su mala suerte de no llevar zapatos tenis. A punto de emprender el corto viaje a El Torito, un compañero de celda se pone existencialista: “Es que este año no nos quiere”.
III
La naftalina no logra disimular aquí el hedor a excusados. Los reos se acomodan en dos galeras de cinco celdas cada una. La primera tiene el rótulo “Varios B” y es donde concentran principalmente a los detenidos por el Alcoholímetro. Cada celda fue concebida para albergar a cuatro reos, con sus respectivas camas de cemento adosadas a los muros, en forma de literas y vestidas con colchones pringosos. En una galera para 20 personas llegan a estar unos 60. Las luz eléctrica es escasa y muchas veces eso se agradece, porque cuanta más claridad, más pringosas se ven las paredes verde pistache. No hay privacidad ni en los baños, que tienen las puertas arrancadas. El frío es atroz, pero los custodios no explican que se tiene derecho a una cobija.
A las 6 de la mañana se pasa la primera lista. La población, aterida, se amontona al fondo del patio, dando la cara a las galeras. “¡Respondan con el segundo apellido!”, es la orden, y comienza el juego. Va el custodio: “¡Marco Lara!”. El reo: Klahr, y pasa adelante, a formar una nueva fila.
A las 7:00 horas es el desayuno. Todo mundo debe tomar charola, vaso y cuchara de plástico, y formarse para la ración. Huevo y pan, en un comedor verde pistache también, con mobiliario de aluminio. Y una hora más tarde, a medio patio, sesión con “compañeros” de Alcohólicos Anónimos cuyos discursos saben, en tales circunstancias, a reconvención divina. Luego, ¡derecho a biblioteca! Se puede jugar ajedrez o dominó, o leer. Un ejemplar de El Muro, de Jean-Paul Sartre se vuelve una aún más desoladora compañía.
IV
La resaca moral es todo un tópico. Se lamenta que las esposas no comprendan lo que se vive aquí. “Mi mujer dijo que por ella me dejaran aquí tres días, y me colgó el teléfono”. Hay remordimiento por “el tarjetazo” de la borrachera precedente. Los hombres se torturan por sus conflictos familiares. “Estando uno aquí hasta quiere a sus hijos, ¿no?”. “En Christmas todo se perdona, ¿no?”, musitan llorando.
Pero, sobre todo, lo más cotizado es acceder a la hora. De vez en vez, alguien se escabulle para ver de lejos un reloj en la oficina de guardia. Saber el transcurrir de un minuto es delicioso. Se corre festejando el paso de una hora más. Y llega así el espacio para la visita familiar: de tres a cinco, y enseguida, nueva sesión de Alcohólicos Anónimos.
Se han cumplido 20 horas. Es hora de irse de El Torito. Pero falta un nuevo desafío: apenas liberado, cruzar los puentes de Tacuba cuidándose de las pandillas de asaltantes que acechan a los “conductores del alcoholímetro”. Y en estos avatares, aparece el recuerdo de un grito fraternal a media galera, la madrugada anterior: “¡A este cabrón de Ebrard alguien tendría que rafagearlo, hermanos!”.
Sobrevivir al tedio en ‘El Torito’
Las celda tienen camas de cemento. Una galera para 20 personas tiene hasta 60. Las luz es escasa. No hay privacidad ni en los baños, que tienen las puertas arrancadas. El frío es atroz, ante la falta de una cobija
“¡Seis orejas, seis orejas, ya nomás!”, celebra uno a gritos, en un arrebato porque le quedan sólo seis horas de cautiverio, emprendiendo una carrera del fondo del galerón a las rejas. “...intento de homicidio, violación, portación ilegal de arma, robo a mano armada...”, se escuchan fragmentos de lo que refiere otro, desde alguna celda, evocando sus tiempos en el Reclusorio Norte, que aquí dentro goza por cierto de gran reputación. Pero con fortuna hay también charlas edificantes, como la de quien, en estilo de gourmet, instruye: “Por eso los chavos van a los conciertos enmariguanados, ¿no? Yo, cuando fumo tengo agudo el oído, se oye la música así, bien, bien. Bueno, ¿creerán que hasta los pasos de las hormigas escucho?”.
De pronto, esta madrugada navideña aquellas escenas paralelas se congelan. Rechinan puertas, vienen custodios trayendo un mariachi desgarbado; también llegaron un joven francés y un muchacho de 17 años que fue recluido porque le dijo al juez cívico que tenía 21, y ahora está aterrado: cada vez que se aproxima a una celda, unos bromean a gritos: “¡Acá está el pan!”, según se advierte por estos rumbos la llegada de alguien que será violado. Son hechos extraordinarios y apetecibles para sobrevivir al tedio. Tal va la vida en El Torito (Centro de Sanciones Administrativas y de Integración Social, para efectos burocráticos).
Venir a este sitio exige mucho más que unas referencias. Aquí acaba la mayoría de los conductores ebrios que “se pegan” (así se dice en argot policial) como moscas a los retenes del Programa de Control y Prevención de Ingestión de Alcohol en Conductores de Vehículos en el Distrito Federal, coloquialmente llamado alcoholímetro.
Es el momento crucial de un atropello de Estado cometido por el Gobierno del Distrito Federal, tratando como delincuentes a quienes en realidad cometieron una falta administrativa, exponiéndolos a riesgos diversos, redes de corrupción y vejaciones.
II
De madrugada, los agentes que mantenían el retén del alcoholímetro instalado sobre Insurgentes, entre Reforma y Sullivan, dejaron de trabajar de forma momentánea, poniendo un obstáculo para impedir que los autos pudieran pasar por la fila de revisión. Estaban, pues, pero no estaban. Después de dar vueltas sin ser detenido, el frustrado conductor de un Meriva gris se detuvo para preguntar a la médico titular: “¿Sabe dónde hay otro alcoholímetro donde puedan atendernos?”. La mujer respondió un “No” malhumorado, intuyendo la burla y tal vez en la disyuntiva entre seguir matando el tiempo o abrir el servicio para conducir primero que nadie al preguntón, evidentemente ebrio.
A la cuarta vuelta, finalmente el retén volvió a funcionar y el del Meriva gris, guiado por agentes de tránsito, se enfiló con mansedumbre al carril de inspección. Bajó del auto. Sopló cuatro veces, apurado por la médico, cada vez más exasperada, “¡Sople bien!”. A la quinta, el aparato marcó .47, cifra fatal cuando la máxima tolerable es de .40. En la “boleta de sanción”, un agente anotó que el tipo iba “conduciendo en estado inconveniente”. Nadie aceptó sobornos. Y comenzó la historia, a las 01:50 horas.
Una patrulla lo condujo al Juzgado Cívico (2 y 7) de Aldama y Mina, en la colonia Buenavista, que incluye tres celdas con un agujero como sanitario, donde van hacinando a los conductores ebrios. El personal del juzgado se afana en su trabajo, pero lo comparte con el tráfico de cigarrillos, refrescos y alimentos, y el cobro de sobornos cuando se puede. También permite que afuera los coyotes “vendan” en 2 mil 500 pesos amparos a quienes cayeron por el Alcoholímetro, y les pasan nombres de algunos de éstos para que les envíen su amparo al sitio de arresto.
En las celdas va haciéndose comunidad. Se mezclan franeleros, ebrios y personas detenidas por otras faltas administrativas. Todos los conductores ebrios serán conducidos a El Torito. Hay tantas risas como miedo. Personal del juzgado ha traído cigarrillos, cocacola y chicharrones enchilados; el que invita, un muchacho detenido por “aventarme una meada de rico” (por la multa) dice que tal privilegio obedece a que “nuestra celda es viaypi, patrocinada por el Peje”.
Otros no son tan amables: en El Torito, aseguran, hay asaltos y violaciones, que más vale ir en grupo, hacer grupo con los compañeros de celda. Hay un patrullero que, al contrario, jura que la pasa uno bien, “hasta organizan partidos de voli”; un conductor entusiasmado sólo lamenta su mala suerte de no llevar zapatos tenis. A punto de emprender el corto viaje a El Torito, un compañero de celda se pone existencialista: “Es que este año no nos quiere”.
III
La naftalina no logra disimular aquí el hedor a excusados. Los reos se acomodan en dos galeras de cinco celdas cada una. La primera tiene el rótulo “Varios B” y es donde concentran principalmente a los detenidos por el Alcoholímetro. Cada celda fue concebida para albergar a cuatro reos, con sus respectivas camas de cemento adosadas a los muros, en forma de literas y vestidas con colchones pringosos. En una galera para 20 personas llegan a estar unos 60. Las luz eléctrica es escasa y muchas veces eso se agradece, porque cuanta más claridad, más pringosas se ven las paredes verde pistache. No hay privacidad ni en los baños, que tienen las puertas arrancadas. El frío es atroz, pero los custodios no explican que se tiene derecho a una cobija.
A las 6 de la mañana se pasa la primera lista. La población, aterida, se amontona al fondo del patio, dando la cara a las galeras. “¡Respondan con el segundo apellido!”, es la orden, y comienza el juego. Va el custodio: “¡Marco Lara!”. El reo: Klahr, y pasa adelante, a formar una nueva fila.
A las 7:00 horas es el desayuno. Todo mundo debe tomar charola, vaso y cuchara de plástico, y formarse para la ración. Huevo y pan, en un comedor verde pistache también, con mobiliario de aluminio. Y una hora más tarde, a medio patio, sesión con “compañeros” de Alcohólicos Anónimos cuyos discursos saben, en tales circunstancias, a reconvención divina. Luego, ¡derecho a biblioteca! Se puede jugar ajedrez o dominó, o leer. Un ejemplar de El Muro, de Jean-Paul Sartre se vuelve una aún más desoladora compañía.
IV
La resaca moral es todo un tópico. Se lamenta que las esposas no comprendan lo que se vive aquí. “Mi mujer dijo que por ella me dejaran aquí tres días, y me colgó el teléfono”. Hay remordimiento por “el tarjetazo” de la borrachera precedente. Los hombres se torturan por sus conflictos familiares. “Estando uno aquí hasta quiere a sus hijos, ¿no?”. “En Christmas todo se perdona, ¿no?”, musitan llorando.
Pero, sobre todo, lo más cotizado es acceder a la hora. De vez en vez, alguien se escabulle para ver de lejos un reloj en la oficina de guardia. Saber el transcurrir de un minuto es delicioso. Se corre festejando el paso de una hora más. Y llega así el espacio para la visita familiar: de tres a cinco, y enseguida, nueva sesión de Alcohólicos Anónimos.
Se han cumplido 20 horas. Es hora de irse de El Torito. Pero falta un nuevo desafío: apenas liberado, cruzar los puentes de Tacuba cuidándose de las pandillas de asaltantes que acechan a los “conductores del alcoholímetro”. Y en estos avatares, aparece el recuerdo de un grito fraternal a media galera, la madrugada anterior: “¡A este cabrón de Ebrard alguien tendría que rafagearlo, hermanos!”.
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