¡Arrooooz!
Se cumplen veinte años de la muerte física de Mauricio Garcés, un actor que marcó una época e impuso un estilo, el del galán otoñal y varonil, macho y seductor, agresivo y, sobre todo, humorístico.
Alguien le pidió alguna vez a Mauricio Garcés un par de consejos para conquistar a las mujeres y desde entonces ambos se me quedaron incrustados en la cabeza (si he sabido o no ponerlos en práctica, eso ya es harina de otro costal). El galán sine que non del cine mexicano dijo, desde su enorme sabiduría y su indiscutible experiencia: “Consejo número uno: hazlas reír mucho. Consejo número dos: vuélvete imprescindible y luego desaparece”.
Aunque de unos años a la fecha la raza condechi-coyoacanera lo adoptó como uno de sus personajes cliché (a raíz sobre todo del surgimiento de la música lounge y toda la parafernalia que la rodea) y de alguna forma lo trivializó, Garcés soportó el embate de los snobs y su figura logró sobreponerse para valer por sí misma y no por ser un simple objeto de moda (algo que ya sucedió alguna vez con Tin Tan y que ahora acontece desdichadamente con El Santo).
Mauricio Férez Yázbek nació el 16 de diciembre de 1926, en el puerto de Tampico, Tamaulipas. Sus padres eran de origen libanés y tuvieron que emigrar al Distrito Federal algunos años después, por problemas económicos derivados de la expropiación petrolera de 1938. En la capital de la República, el joven Mauricio fue un buen estudiante y llegó a la Universidad Nacional. Su idea era la de titularse en la carrera de ciencias químicas, pero una nueva crisis en las finanzas familiares lo obligó a dejar la escuela y buscar empleo.
El futuro histrión trabajó lo mismo de cobrador para una tienda de muebles que como redactor en un diario, hasta que dos tíos lo introdujeron en el mundo de la farándula. En 1950, uno de ellos, José Yázbek, quien era productor fílmico, decidió incluir a su sobrino de 24 años en el reparto de la cinta La muerte enamorada, de Alberto Zacarías, con Miroslava y Fernando Fernández en los papeles principales. El muchacho sólo tuvo que decir algunas líneas, pero la magia del cine lo deslumbró y decidió dedicarse de lleno a la actuación. Fue en ese momento que adoptó al Garcés como apellido artístico, ya que era admirador de Clark Gable y Cary Grant, y en homenaje a sus ídolos quiso ostentar un nombre que empezara con la letra G.
El flamante actor participó en otros filmes, casi todos sin importancia, y laboró en la radio, en la XEQ y la XEW, pero seguía siendo uno entre muchos, hasta que tuvo la oportunidad de entrar a la televisión en Gutierritos, al lado de Rafael Banquells, telenovela en la cual le hacía la vida de cuadritos a más de una secretaria de la oficina donde se desarrollaba la trama, y en el programa cómico musical Cita Ponds, con Chucho Salinas, lo que le dio una repentina popularidad por su frescura, su gracia y su varonil presencia.
Vinieron entonces muchas películas y emisiones televisivas, hasta que en 1967 su carrera y su vida dieron un viraje definitivo, cuando la productora Ángelica Ortiz y el director Carlos Velo lo contrataron para estelarizar la cinta Don Juan 67, en la que dio forma al personaje que lo inmortalizaría, el del galanazo elegante e irresistible que habría de reinterpretar en un sinfín de filmes.
Gran improvisador y lleno de ingenio, el actor fue enriqueciendo a su alter ego cinematográfico con frases que a fuerza de repetir se volvieron clásicas. “Dios sabe que tengo miles de razones para ser vanidoso”, “De chiquito era tan bonito que me rentaron para niño Dios”, “Yo sólo me dedico a hacer felices a las mujeres”, “¡Chiquitita!”, “No soy presumido, ¿pero de qué sirve mi humilde opinión contra la de los espejos?”,“Te voy a hacer pedazos”, “Suertuda”, “Les tengo una excelente noticia: ya llegué”, “Debe ser horrible tenerme y después perderme” y, sobre todo, “Las traigo muertas” y su genial “Arrooooz”.
Con su sonrisa sarcástica, su mordacidad implacable, su irónica autosuficiencia, su cinismo casanovesco, su delicioso sexismo (alguien como él hoy sería considerado políticamente incorrecto), el playboy mexicano por antonomasia hizo escuela en películas tan divertidas como El día de la boda (1967), El matrimonio es como el demonio (1967), Click, fotógrafo de señoras (1967), El criado malcriado (1968), Modisto de señoras (1969), Departamento de soltero (1969), Fray Don Juan (1969), El sinvergüenza (1971), Vidita negra (1971), El sátiro (1980) y varias más.
Se cuenta que el ya mencionado Tin Tan es el actor mexicano que más mujeres llegó a besar en pantalla. Ciertamente, el gran Maurice no le queda muy a la zaga. Entre las actrices que compartieron créditos (y ósculos) con el implacable galán podemos contar a Silvia Pinal, Angélica María, Elsa Aguirre, Gloria Marín, Zulma Fayad, Amedee Chabot, Irma Lozano, Rosa María Vázquez, Claudia Islas y hasta la cantante Roberta.
Los últimos años de Garcés fueron más bien tristes y hasta un tanto decadentes. En 1985 estuvo a punto de perder la voz y debió ser operado de la garganta. Apenas recuperado y dada su mala situación económica, al año siguiente aceptó participar en la serie de televisión Las aventuras de Lenguardo, lo cual no ayudó a acrecentar su prestigio, sino todo lo contrario. Así, hasta que en 1989 falleció de un enfisema pulmonar, lejos de los reflectores y en la mayor de las pobrezas. Su modesta tumba, en el Panteón Francés de La Piedad, fue pagada por algunos de los escasos amigos que le quedaban.
Muchas leyendas se han tejido alrededor de la personalidad de Mauricio Garcés (que si en la vida real era más erotómano que en sus películas, que si era un homosexual reprimido, que si padecía de complejo de Edipo —nunca negó el gran apego que lo unía a su madre—, que si tenía adicción por el juego, etcétera), pero lo que queda, lo que vale, lo que realmente importa, son sus películas y el personaje que construyó hasta convertirlo en hito y en mito.
Larga vida a nuestro Don Juan nacional.
Se cumplen veinte años de la muerte física de Mauricio Garcés, un actor que marcó una época e impuso un estilo, el del galán otoñal y varonil, macho y seductor, agresivo y, sobre todo, humorístico.
Alguien le pidió alguna vez a Mauricio Garcés un par de consejos para conquistar a las mujeres y desde entonces ambos se me quedaron incrustados en la cabeza (si he sabido o no ponerlos en práctica, eso ya es harina de otro costal). El galán sine que non del cine mexicano dijo, desde su enorme sabiduría y su indiscutible experiencia: “Consejo número uno: hazlas reír mucho. Consejo número dos: vuélvete imprescindible y luego desaparece”.
Aunque de unos años a la fecha la raza condechi-coyoacanera lo adoptó como uno de sus personajes cliché (a raíz sobre todo del surgimiento de la música lounge y toda la parafernalia que la rodea) y de alguna forma lo trivializó, Garcés soportó el embate de los snobs y su figura logró sobreponerse para valer por sí misma y no por ser un simple objeto de moda (algo que ya sucedió alguna vez con Tin Tan y que ahora acontece desdichadamente con El Santo).
Mauricio Férez Yázbek nació el 16 de diciembre de 1926, en el puerto de Tampico, Tamaulipas. Sus padres eran de origen libanés y tuvieron que emigrar al Distrito Federal algunos años después, por problemas económicos derivados de la expropiación petrolera de 1938. En la capital de la República, el joven Mauricio fue un buen estudiante y llegó a la Universidad Nacional. Su idea era la de titularse en la carrera de ciencias químicas, pero una nueva crisis en las finanzas familiares lo obligó a dejar la escuela y buscar empleo.
El futuro histrión trabajó lo mismo de cobrador para una tienda de muebles que como redactor en un diario, hasta que dos tíos lo introdujeron en el mundo de la farándula. En 1950, uno de ellos, José Yázbek, quien era productor fílmico, decidió incluir a su sobrino de 24 años en el reparto de la cinta La muerte enamorada, de Alberto Zacarías, con Miroslava y Fernando Fernández en los papeles principales. El muchacho sólo tuvo que decir algunas líneas, pero la magia del cine lo deslumbró y decidió dedicarse de lleno a la actuación. Fue en ese momento que adoptó al Garcés como apellido artístico, ya que era admirador de Clark Gable y Cary Grant, y en homenaje a sus ídolos quiso ostentar un nombre que empezara con la letra G.
El flamante actor participó en otros filmes, casi todos sin importancia, y laboró en la radio, en la XEQ y la XEW, pero seguía siendo uno entre muchos, hasta que tuvo la oportunidad de entrar a la televisión en Gutierritos, al lado de Rafael Banquells, telenovela en la cual le hacía la vida de cuadritos a más de una secretaria de la oficina donde se desarrollaba la trama, y en el programa cómico musical Cita Ponds, con Chucho Salinas, lo que le dio una repentina popularidad por su frescura, su gracia y su varonil presencia.
Vinieron entonces muchas películas y emisiones televisivas, hasta que en 1967 su carrera y su vida dieron un viraje definitivo, cuando la productora Ángelica Ortiz y el director Carlos Velo lo contrataron para estelarizar la cinta Don Juan 67, en la que dio forma al personaje que lo inmortalizaría, el del galanazo elegante e irresistible que habría de reinterpretar en un sinfín de filmes.
Gran improvisador y lleno de ingenio, el actor fue enriqueciendo a su alter ego cinematográfico con frases que a fuerza de repetir se volvieron clásicas. “Dios sabe que tengo miles de razones para ser vanidoso”, “De chiquito era tan bonito que me rentaron para niño Dios”, “Yo sólo me dedico a hacer felices a las mujeres”, “¡Chiquitita!”, “No soy presumido, ¿pero de qué sirve mi humilde opinión contra la de los espejos?”,“Te voy a hacer pedazos”, “Suertuda”, “Les tengo una excelente noticia: ya llegué”, “Debe ser horrible tenerme y después perderme” y, sobre todo, “Las traigo muertas” y su genial “Arrooooz”.
Con su sonrisa sarcástica, su mordacidad implacable, su irónica autosuficiencia, su cinismo casanovesco, su delicioso sexismo (alguien como él hoy sería considerado políticamente incorrecto), el playboy mexicano por antonomasia hizo escuela en películas tan divertidas como El día de la boda (1967), El matrimonio es como el demonio (1967), Click, fotógrafo de señoras (1967), El criado malcriado (1968), Modisto de señoras (1969), Departamento de soltero (1969), Fray Don Juan (1969), El sinvergüenza (1971), Vidita negra (1971), El sátiro (1980) y varias más.
Se cuenta que el ya mencionado Tin Tan es el actor mexicano que más mujeres llegó a besar en pantalla. Ciertamente, el gran Maurice no le queda muy a la zaga. Entre las actrices que compartieron créditos (y ósculos) con el implacable galán podemos contar a Silvia Pinal, Angélica María, Elsa Aguirre, Gloria Marín, Zulma Fayad, Amedee Chabot, Irma Lozano, Rosa María Vázquez, Claudia Islas y hasta la cantante Roberta.
Los últimos años de Garcés fueron más bien tristes y hasta un tanto decadentes. En 1985 estuvo a punto de perder la voz y debió ser operado de la garganta. Apenas recuperado y dada su mala situación económica, al año siguiente aceptó participar en la serie de televisión Las aventuras de Lenguardo, lo cual no ayudó a acrecentar su prestigio, sino todo lo contrario. Así, hasta que en 1989 falleció de un enfisema pulmonar, lejos de los reflectores y en la mayor de las pobrezas. Su modesta tumba, en el Panteón Francés de La Piedad, fue pagada por algunos de los escasos amigos que le quedaban.
Muchas leyendas se han tejido alrededor de la personalidad de Mauricio Garcés (que si en la vida real era más erotómano que en sus películas, que si era un homosexual reprimido, que si padecía de complejo de Edipo —nunca negó el gran apego que lo unía a su madre—, que si tenía adicción por el juego, etcétera), pero lo que queda, lo que vale, lo que realmente importa, son sus películas y el personaje que construyó hasta convertirlo en hito y en mito.
Larga vida a nuestro Don Juan nacional.
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