Para seguir documentando la "abundancia", aqui les va el reportaje sobre los niños jornaleros, seguidos de los comentarios de alguien que vive muy de cerca la fantasia.
Y ahora no pongo "enjoy", porque si alguien puede disfrutar de la lectura de este tema es un maldito sociopata.
Realidad
Fantasia
Le puse letreritos en negritas para los "despistados" que abundan aqui, y como el articulo esta larguito lo dividi en dos. Continua abajo.
Y ahora no pongo "enjoy", porque si alguien puede disfrutar de la lectura de este tema es un maldito sociopata.
Realidad
Olvidan a niños jornaleros
Ignacio Alvarado Álvarez
El Universal
Lunes 09 de marzo de 2009
ONG expresan su preocupación por la muerte cada vez más frecuente de menores en campos agrícolas de estados del norte. A su condición de migrantes se suma la pérdida de su derechso básicos
politica@eluniversal.com.mx
TLAPA DE COMONFORT, Gro.— La casa de María Teresa Gregorio tiene piso de tierra y paredes de carrizo. En su interior no hay más que un camastro y un montículo de ladrillos rotos sobre los que reposa el comal para la cocina. Hace nueve años falleció su esposo y ella debió irse, con sus cuatro hijos, como jornalera a los campos de Sinaloa para no morir de hambre. Allá, sin embargo, la muerte resultó ineludible: una de sus tres niñas, la de ocho años, fue aplastada por un contenedor de tomates mientras hacía la zafra.
María Teresa se vale de una vecina para hacerse entender, pues sólo habla náhuatl. Tiene 48 años, no lee ni escribe, pero cuenta que desde entonces arrastra una deuda de 15 mil pesos. En Campo Conejo, donde sucedieron los hechos, no quisieron indemnizarla. Ella asumió los gastos del entierro. “La señora dice que nomás vive con 25 pesos al día”, traduce Juana Domínguez. “Y eso es bien poco, no le alcanza para nada y debe pedir prestado. La deuda no se acaba: por aquí pide, por acá paga, pero vuelve a pedir y ahí sigue”.
Otro niño de Ayotzinapa, en este municipio donde reside María Teresa, tuvo una muerte similar a la de su hija. David Salgado Aranda, también de ocho años, fue prensado por las ruedas de un tractor mientras trabajaba al lado de sus padres y hermanos en el Campo Santa Lucía, de Agrícola Paredes, en Culiacán, el 6 de enero de 2007.
No son los únicos casos. El Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan, ha documentado otros cuatro accidentes fatales desde entonces.
Lo que ocurre en los campos agrícolas de Sinaloa, Sonora, Chihuahua y Baja California sintetiza la vejación a la que son sometidos los grupos indígenas, dice Margarita Nemecio, coordinadora del Área de Migrantes de Tlachinollan. “Los jornaleros no solamente son inmigrantes, sino indígenas, y con ese estigma son altamente vulnerables en todos los sentidos: por el contexto de pobreza extrema en sus lugares de origen, el alto grado de marginación, el analfabetismo, el hecho de que la mayoría son monolingües, todo eso merma su calidad de vida, sus derechos humanos”.
En Ayotzinapan no hay drenaje. De las aguas negras que escurren hasta el riachuelo beben guajolotes, cerdos y chivos que atestan las calles de polvo como si fueran perros. Unos cuantos poseen casas de material sólido, tras años de ahorrar lo poco que ganan en los campos del norte. De las 360 familias que pueblan esta comunidad, al menos 300 emigran cada noviembre para retornar en el verano. La dieta principal, allí como en el resto de los 19 municipios que integran La Montaña, es a base de cocacola y papas fritas. La desnutrición es severa, dice Nemecio.
Los jornaleros
Tlapa de Comonfort figura entre los municipios mexicanos con peores niveles de desarrollo humano, igual que el resto de la región, en donde la ONU ubicó en 2007 al más pobre de América Latina, Cochoapa el Grande. El Programa de Atención a Jornaleros Agrícolas de ese estado contabilizó en 2006 a 14 mil 21 jornaleros, 46% de ellos menores de 15 años. El Centro Tlachinollan tiene sus estimaciones e indica que por lo menos 20 mil indígenas se emplean en la cosecha de hortalizas.
El ciclo migrante difícilmente se detendrá. El gobierno municipal es incapaz de crear fuentes de empleo, lo que contendría buena parte del fenómeno, reconoce el alcalde Willy Reyes. “La única manera de romper ese círculo es generando empleos allá en sus lugares, pero, la verdad, la cuestión geográfica, orográfica, de los suelos —montañas— no son fértiles. No hay otra manera, técnicamente o de desarrollo, para meterlos a una generación empleos”.
El Ayuntamiento de Tlapa funciona básicamente con presupuesto federal, 50 millones para obra pública, del ramo 33. La captación mediante el impuesto predial refleja el nivel de pobreza: 25 mil pesos anuales, según datos del alcalde. Los 42 pueblos y 14 anexos que dependen del gobierno local no tienen otra forma de subsistencia que la economía lograda por las familias en los campos agrícolas del norte de México o migrar a Estados Unidos. En seis meses de trabajo sin derecho a descansar un día, vuelven con ahorros magros —4 mil pesos, refieren algunos— para mantenerse hasta el inicio de la siguiente temporada.
Eso ha costado la vida a muchos adultos. Margarita Nemecio, del Centro Tlachinollan, dice que la principal causa de muerte en la población son las enfermedades crónico-degenerativas, por el contacto con pesticidas. Pero la preocupación mayor es el destino de los niños, que no sólo pierden sus derechos primarios de alimentación, salud y educación, sino que sufren daños irreversibles o mueren.
Ismael de los Santos Barrera tenía un año y ocho meses el 7 de febrero, cuando murió aplastado por un camión de ocho toneladas que era maniobrado en el campo El Sol, de Agrícola Reyes, en la sindicatura de Villa Juárez, Navolato. Sus padres, una pareja adolescente de 17 y 16 años, habían sentado en el surco donde ambos recolectaban ejote. El chofer perdió momentáneamente el control y cruzó al sitio donde estaba el menor, dice el reporte del Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan.
Ignacio Alvarado Álvarez
El Universal
Lunes 09 de marzo de 2009
ONG expresan su preocupación por la muerte cada vez más frecuente de menores en campos agrícolas de estados del norte. A su condición de migrantes se suma la pérdida de su derechso básicos
politica@eluniversal.com.mx
TLAPA DE COMONFORT, Gro.— La casa de María Teresa Gregorio tiene piso de tierra y paredes de carrizo. En su interior no hay más que un camastro y un montículo de ladrillos rotos sobre los que reposa el comal para la cocina. Hace nueve años falleció su esposo y ella debió irse, con sus cuatro hijos, como jornalera a los campos de Sinaloa para no morir de hambre. Allá, sin embargo, la muerte resultó ineludible: una de sus tres niñas, la de ocho años, fue aplastada por un contenedor de tomates mientras hacía la zafra.
María Teresa se vale de una vecina para hacerse entender, pues sólo habla náhuatl. Tiene 48 años, no lee ni escribe, pero cuenta que desde entonces arrastra una deuda de 15 mil pesos. En Campo Conejo, donde sucedieron los hechos, no quisieron indemnizarla. Ella asumió los gastos del entierro. “La señora dice que nomás vive con 25 pesos al día”, traduce Juana Domínguez. “Y eso es bien poco, no le alcanza para nada y debe pedir prestado. La deuda no se acaba: por aquí pide, por acá paga, pero vuelve a pedir y ahí sigue”.
Otro niño de Ayotzinapa, en este municipio donde reside María Teresa, tuvo una muerte similar a la de su hija. David Salgado Aranda, también de ocho años, fue prensado por las ruedas de un tractor mientras trabajaba al lado de sus padres y hermanos en el Campo Santa Lucía, de Agrícola Paredes, en Culiacán, el 6 de enero de 2007.
No son los únicos casos. El Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan, ha documentado otros cuatro accidentes fatales desde entonces.
Lo que ocurre en los campos agrícolas de Sinaloa, Sonora, Chihuahua y Baja California sintetiza la vejación a la que son sometidos los grupos indígenas, dice Margarita Nemecio, coordinadora del Área de Migrantes de Tlachinollan. “Los jornaleros no solamente son inmigrantes, sino indígenas, y con ese estigma son altamente vulnerables en todos los sentidos: por el contexto de pobreza extrema en sus lugares de origen, el alto grado de marginación, el analfabetismo, el hecho de que la mayoría son monolingües, todo eso merma su calidad de vida, sus derechos humanos”.
En Ayotzinapan no hay drenaje. De las aguas negras que escurren hasta el riachuelo beben guajolotes, cerdos y chivos que atestan las calles de polvo como si fueran perros. Unos cuantos poseen casas de material sólido, tras años de ahorrar lo poco que ganan en los campos del norte. De las 360 familias que pueblan esta comunidad, al menos 300 emigran cada noviembre para retornar en el verano. La dieta principal, allí como en el resto de los 19 municipios que integran La Montaña, es a base de cocacola y papas fritas. La desnutrición es severa, dice Nemecio.
Los jornaleros
Tlapa de Comonfort figura entre los municipios mexicanos con peores niveles de desarrollo humano, igual que el resto de la región, en donde la ONU ubicó en 2007 al más pobre de América Latina, Cochoapa el Grande. El Programa de Atención a Jornaleros Agrícolas de ese estado contabilizó en 2006 a 14 mil 21 jornaleros, 46% de ellos menores de 15 años. El Centro Tlachinollan tiene sus estimaciones e indica que por lo menos 20 mil indígenas se emplean en la cosecha de hortalizas.
El ciclo migrante difícilmente se detendrá. El gobierno municipal es incapaz de crear fuentes de empleo, lo que contendría buena parte del fenómeno, reconoce el alcalde Willy Reyes. “La única manera de romper ese círculo es generando empleos allá en sus lugares, pero, la verdad, la cuestión geográfica, orográfica, de los suelos —montañas— no son fértiles. No hay otra manera, técnicamente o de desarrollo, para meterlos a una generación empleos”.
El Ayuntamiento de Tlapa funciona básicamente con presupuesto federal, 50 millones para obra pública, del ramo 33. La captación mediante el impuesto predial refleja el nivel de pobreza: 25 mil pesos anuales, según datos del alcalde. Los 42 pueblos y 14 anexos que dependen del gobierno local no tienen otra forma de subsistencia que la economía lograda por las familias en los campos agrícolas del norte de México o migrar a Estados Unidos. En seis meses de trabajo sin derecho a descansar un día, vuelven con ahorros magros —4 mil pesos, refieren algunos— para mantenerse hasta el inicio de la siguiente temporada.
Eso ha costado la vida a muchos adultos. Margarita Nemecio, del Centro Tlachinollan, dice que la principal causa de muerte en la población son las enfermedades crónico-degenerativas, por el contacto con pesticidas. Pero la preocupación mayor es el destino de los niños, que no sólo pierden sus derechos primarios de alimentación, salud y educación, sino que sufren daños irreversibles o mueren.
Ismael de los Santos Barrera tenía un año y ocho meses el 7 de febrero, cuando murió aplastado por un camión de ocho toneladas que era maniobrado en el campo El Sol, de Agrícola Reyes, en la sindicatura de Villa Juárez, Navolato. Sus padres, una pareja adolescente de 17 y 16 años, habían sentado en el surco donde ambos recolectaban ejote. El chofer perdió momentáneamente el control y cruzó al sitio donde estaba el menor, dice el reporte del Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan.
Originalmente publicado por Manuel Vega
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