Allí nos hablan a todos , no nos hagamos…..
Los sin partido
Claudia Ruiz Arriola
22 Mar. 09
Leo que los jóvenes universitarios no quieren entrarle a los partidos y veo una luz al final del túnel. Nomás que, como el del chiste, no sé si es la luz de la esperanza o la del tren que nos va a llevar a la fregada.
Digo, que la juventud no quiera sumarse a la tradicional marranería, corrupción e hipocresía de partidotes y partiditos es una excelente noticia. Pero que las élites universitarias que encuentran revulsivas las actuales prácticas de gobierno declinen el deber y derecho de reformar desde dentro a los partidos, también da miedo. Porque, nos guste o no, los partidos son pieza fundamental de la democracia representativa que hemos elegido como forma de gobierno, y si no los reformamos tendremos que prescindir de ellos (dictadura unipersonal) o dejar que sus filas se llenen de las peorcitas lacras sociales (¡'ai te hablan, Manlio!).
Obvio que nadie culpa a los chavos de no querer meterse en la cloaca de la "política", pues entrar en contacto con el poder es, por definición, contagiarse de una especie de lepra moral que al cabo de unos años deja hasta a las almas mejor intencionadas abotargadas y deformes (tipo señora con sobredosis de colágeno, aka Barbie Botox). Y es que las revoluciones devoran a sus hijos y hasta los más acérrimos críticos del poder, una vez instalados en él, ya no ven sus vicios tan malos. Traer credencial partidista hoy es sinónimo de haberle vendido el alma al diablo, con la desventaja de que Mefistófeles sí cumple las promesas a sus adeptos, mientras que en los partidos nadie te garantiza que no acabes de tapadera y chivo expiatorio de alguna transa del jefe.
De ahí que los jóvenes acierten al pensar que los partidos no son reformables y que resulta más eficaz invertir su talento y energías en el otro polo de la ecuación política: creando una cultura ciudadana. Necesitamos equilibrar el poder de los partidos con el de la ciudadanía, pues mientras no lo hagamos seguiremos viviendo en una tiranía. Y es que el poder de las tiranías, dice Aristóteles, se basa en tres pilares fundamentales: hacer que los súbditos piensen poco (¡y aquí llevan una ventajota...!), sembrar la desconfianza mutua entre los líderes de opinión y que -producto de la atomización ideológica y falta de pensamiento- las acciones conjuntas e inteligentes sean imposibles (Política, V, 11, 15). O sea, no por nada los partidos defendieron como gatos boca arriba sus privilegios mediáticos, pues la propaganda es un vehículo privilegiado para dividirnos, vencernos y mantenerlos a ellos en su perverso juego de poder sin límites (ese que en campaña promete "si me eligen, quito la tenencia" [b]y luego nos sale con la burla de que por él la quitaba pero que -desafortunadamente- no es de su competencia). (Allí te hablan, calderas)(esta anotación es mía, no de la autora)
Y es aquí donde quería yo aterrizar porque antes de ponernos a construirla quizá valga la pena clarificar qué es y con qué se come la ciudadanía, no vaya a ser que caigamos en esa sutil trampa de políticos que llaman "crear ciudadanía" a la defensa de sus sueños guajiros e intereses personales. Según la inspirada definición de Daniel Bell ciudadanía es, ante todo, "responsabilidad voluntaria por el hogar público". Es decir, ciudadanía es cuidar de la propiedad de uso común -transportes, parques, ríos, banquetas, etcétera- como si fuera propia. Es solidarizarse con causas que quizá no nos beneficien directamente, pero que ayudan a mejorar la calidad de vida de otros. Es aprender a llevar por cauces legales, pacíficos y constructivos las demandas contra autoridades corruptas, ineptas y negligentes. Y es, sobre todo, no dejarse comprar -individual o colectivamente- por los partidos políticos con soluciones rápidas y exclusivas (privilegios) a problemas comunes y de fondo (a mí que me den mi aumento y los demás háganle como puedan).
Es decir, crear ciudadanía es, sobre todo, crear comunidad y no destruirla con rencillas de clase, de ideología o de religión. Es aprender a luchar sin bandera, pues quien lucha con banderas espera el triunfo de los "suyos" para cobrar factura a los demás. Y es, a fin de cuentas, aceptar que en el estado actual de las cosas nuestro derecho a votar por el candidato que nos parezca menos peor nos hace corresponsables de su eventual triunfo y gestión, por lo que estamos obligados a exigirle a nuestro "gallo" tanto o más que si fuera nuestro peor enemigo. Porque sólo el día en que mayoritariamente dejemos atrás el maniqueísmo partidista que defiende las corrupciones de los suyos y le echa bronca por principio a los demás, y nos caiga el veinte que los políticos -del color que sea- no son la solución sino el 90 por ciento del problema, seremos ciudadanos y no lacayos de caciques o súbditos de las hiperchafas señorías de partido que nos gobiernan.
Periódico Reforma, 22 de marzo de 2009
Los sin partido
Claudia Ruiz Arriola
22 Mar. 09
Leo que los jóvenes universitarios no quieren entrarle a los partidos y veo una luz al final del túnel. Nomás que, como el del chiste, no sé si es la luz de la esperanza o la del tren que nos va a llevar a la fregada.
Digo, que la juventud no quiera sumarse a la tradicional marranería, corrupción e hipocresía de partidotes y partiditos es una excelente noticia. Pero que las élites universitarias que encuentran revulsivas las actuales prácticas de gobierno declinen el deber y derecho de reformar desde dentro a los partidos, también da miedo. Porque, nos guste o no, los partidos son pieza fundamental de la democracia representativa que hemos elegido como forma de gobierno, y si no los reformamos tendremos que prescindir de ellos (dictadura unipersonal) o dejar que sus filas se llenen de las peorcitas lacras sociales (¡'ai te hablan, Manlio!).
Obvio que nadie culpa a los chavos de no querer meterse en la cloaca de la "política", pues entrar en contacto con el poder es, por definición, contagiarse de una especie de lepra moral que al cabo de unos años deja hasta a las almas mejor intencionadas abotargadas y deformes (tipo señora con sobredosis de colágeno, aka Barbie Botox). Y es que las revoluciones devoran a sus hijos y hasta los más acérrimos críticos del poder, una vez instalados en él, ya no ven sus vicios tan malos. Traer credencial partidista hoy es sinónimo de haberle vendido el alma al diablo, con la desventaja de que Mefistófeles sí cumple las promesas a sus adeptos, mientras que en los partidos nadie te garantiza que no acabes de tapadera y chivo expiatorio de alguna transa del jefe.
De ahí que los jóvenes acierten al pensar que los partidos no son reformables y que resulta más eficaz invertir su talento y energías en el otro polo de la ecuación política: creando una cultura ciudadana. Necesitamos equilibrar el poder de los partidos con el de la ciudadanía, pues mientras no lo hagamos seguiremos viviendo en una tiranía. Y es que el poder de las tiranías, dice Aristóteles, se basa en tres pilares fundamentales: hacer que los súbditos piensen poco (¡y aquí llevan una ventajota...!), sembrar la desconfianza mutua entre los líderes de opinión y que -producto de la atomización ideológica y falta de pensamiento- las acciones conjuntas e inteligentes sean imposibles (Política, V, 11, 15). O sea, no por nada los partidos defendieron como gatos boca arriba sus privilegios mediáticos, pues la propaganda es un vehículo privilegiado para dividirnos, vencernos y mantenerlos a ellos en su perverso juego de poder sin límites (ese que en campaña promete "si me eligen, quito la tenencia" [b]y luego nos sale con la burla de que por él la quitaba pero que -desafortunadamente- no es de su competencia). (Allí te hablan, calderas)(esta anotación es mía, no de la autora)
Y es aquí donde quería yo aterrizar porque antes de ponernos a construirla quizá valga la pena clarificar qué es y con qué se come la ciudadanía, no vaya a ser que caigamos en esa sutil trampa de políticos que llaman "crear ciudadanía" a la defensa de sus sueños guajiros e intereses personales. Según la inspirada definición de Daniel Bell ciudadanía es, ante todo, "responsabilidad voluntaria por el hogar público". Es decir, ciudadanía es cuidar de la propiedad de uso común -transportes, parques, ríos, banquetas, etcétera- como si fuera propia. Es solidarizarse con causas que quizá no nos beneficien directamente, pero que ayudan a mejorar la calidad de vida de otros. Es aprender a llevar por cauces legales, pacíficos y constructivos las demandas contra autoridades corruptas, ineptas y negligentes. Y es, sobre todo, no dejarse comprar -individual o colectivamente- por los partidos políticos con soluciones rápidas y exclusivas (privilegios) a problemas comunes y de fondo (a mí que me den mi aumento y los demás háganle como puedan).
Es decir, crear ciudadanía es, sobre todo, crear comunidad y no destruirla con rencillas de clase, de ideología o de religión. Es aprender a luchar sin bandera, pues quien lucha con banderas espera el triunfo de los "suyos" para cobrar factura a los demás. Y es, a fin de cuentas, aceptar que en el estado actual de las cosas nuestro derecho a votar por el candidato que nos parezca menos peor nos hace corresponsables de su eventual triunfo y gestión, por lo que estamos obligados a exigirle a nuestro "gallo" tanto o más que si fuera nuestro peor enemigo. Porque sólo el día en que mayoritariamente dejemos atrás el maniqueísmo partidista que defiende las corrupciones de los suyos y le echa bronca por principio a los demás, y nos caiga el veinte que los políticos -del color que sea- no son la solución sino el 90 por ciento del problema, seremos ciudadanos y no lacayos de caciques o súbditos de las hiperchafas señorías de partido que nos gobiernan.
Periódico Reforma, 22 de marzo de 2009
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