Pontificar no basta
Claudia Ruiz Arriola
10 Abr. 09
Ortega y Gasset solía decir que nuestro es el tiempo de los problemas archicomplejos y las cabezas archisimples. Nada más cierto.
Como si el cerebro fuera un programa de computación binario, hay quienes pretenden hacernos creer que todo se reduce a un empobrecido menú de dos opciones: sí o no, a favor o en contra.
Quienes así plantean las cosas suponen -y suponen mal- que los seres humanos vemos la realidad en tono monocromático y no en una gama de colores. Desde lo superficial (el cese de Eriksson) hasta lo más complejo (el aborto), estos neomaniqueos presentan la realidad como un menú de dos sopas: a favor, sin salvedades, o totalmente en contra.
Tan simplista sistema resulta magnífico para la estadística, pero ese reduccionismo resulta nefasto para el pensamiento, porque al sólo admitir posturas extremas se da prioridad a la pasión sobre la razón.
Y es que, a diferencia de la pasión, que es monosilábica y excluyente por naturaleza, la razón se caracteriza por su capacidad de mantener la tensión entre contradicciones, calificar las aseveraciones con excepciones y expresar una realidad teñida de sutilezas.
Pensar es alejarse de las polarizaciones de las que vive el eslogan y la estadística, e intentar abrazar la realidad con todas sus contradicciones y complejidades. Pensar es no quedarse en el sí definitivo o el no rotundo, sino esforzarse por comprender lo que subyace a ambas posturas, para dar con esa posición que tanto asusta a los dogmáticos de todos los signos: el "tercero excluido" de Norberto Bobbio, una alternativa que, no siendo síntesis de las anteriores, provee a la democracia opciones alejadas de los extremos.
Pongamos el controvertido tema del aborto, rechazado por unos y defendido por otros. Los argumentos los sabemos de memoria y no aportan nada al debate: de un lado se esgrime el derecho de las mujeres al propio cuerpo, la existencia de la violación criminal y la doméstica, el destino de los niños no deseados, la pobreza, la sobrepoblación y el círculo vicioso de las niñas de la calle convertidas en madres adolescentes. Del otro lado están los argumentos religiosos, el derecho del no nacido y la sacralidad de la vida.
Estos argumentos se enfrentan en un diálogo de sordos donde las partes no se molestan en escuchar al otro para formular una solución viable.
Y es que -contrario a lo que piensan diputados y diputadas- ante las incontestables verdades en las que se atrinch_eran los proabortistas y Provida, no toca a la razón tomar partido, sino preguntar qué están haciendo en cada bando para eliminar las objeciones de sus rivales.
En una democracia no basta pontificar sobre lo que se debe o no se debe hacer y/o proferir condenas e insultos sobre quienes piensan distinto: hay que comprometerse, actuando en pro de lo que uno defiende.
A los defensores de la vida habría que preguntarles: ¿qué están haciendo por los niños no deseados, por las madres violadas, por esas vidas que a veces se crean contra voluntad de la mujer, como bien dicen los proabortistas? ¿Están dispuestos a dar de su dinero o nada más son partidarios de la vida en abstracto, lo que les permite desentenderse, con la conciencia tranquila, de las vidas nacidas de su intransigencia?
A los defensores del aborto habría que preguntarles: ¿no será hora de reconocer que al inalienable derecho de la mujer sobre su cuerpo le acompaña una responsabilidad, también inalienable, sobre su fertilidad, por lo que si tiene relaciones sexuales sin las debidas precauciones para evitar un embarazo, debe afrontar las consecuencias de sus actos, dejando el aborto para casos extremos como la violación criminal y doméstica, o bajo peligro de muerte?
Sin respuestas a estas preguntas, el debate sobre el aborto no es más que la vieja batalla de dogmas maniqueos con los que la razón no puede estar de acuerdo. A diferencia de la pasión, el pensamiento no se conforma con pronunciamientos ex cátedra, sino que exige matizar posiciones unilaterales afirmando: sí a la vida, pero con dignidad; y sí a la libertad, pero con responsabilidad.
Claudia Ruiz Arriola
10 Abr. 09
Ortega y Gasset solía decir que nuestro es el tiempo de los problemas archicomplejos y las cabezas archisimples. Nada más cierto.
Como si el cerebro fuera un programa de computación binario, hay quienes pretenden hacernos creer que todo se reduce a un empobrecido menú de dos opciones: sí o no, a favor o en contra.
Quienes así plantean las cosas suponen -y suponen mal- que los seres humanos vemos la realidad en tono monocromático y no en una gama de colores. Desde lo superficial (el cese de Eriksson) hasta lo más complejo (el aborto), estos neomaniqueos presentan la realidad como un menú de dos sopas: a favor, sin salvedades, o totalmente en contra.
Tan simplista sistema resulta magnífico para la estadística, pero ese reduccionismo resulta nefasto para el pensamiento, porque al sólo admitir posturas extremas se da prioridad a la pasión sobre la razón.
Y es que, a diferencia de la pasión, que es monosilábica y excluyente por naturaleza, la razón se caracteriza por su capacidad de mantener la tensión entre contradicciones, calificar las aseveraciones con excepciones y expresar una realidad teñida de sutilezas.
Pensar es alejarse de las polarizaciones de las que vive el eslogan y la estadística, e intentar abrazar la realidad con todas sus contradicciones y complejidades. Pensar es no quedarse en el sí definitivo o el no rotundo, sino esforzarse por comprender lo que subyace a ambas posturas, para dar con esa posición que tanto asusta a los dogmáticos de todos los signos: el "tercero excluido" de Norberto Bobbio, una alternativa que, no siendo síntesis de las anteriores, provee a la democracia opciones alejadas de los extremos.
Pongamos el controvertido tema del aborto, rechazado por unos y defendido por otros. Los argumentos los sabemos de memoria y no aportan nada al debate: de un lado se esgrime el derecho de las mujeres al propio cuerpo, la existencia de la violación criminal y la doméstica, el destino de los niños no deseados, la pobreza, la sobrepoblación y el círculo vicioso de las niñas de la calle convertidas en madres adolescentes. Del otro lado están los argumentos religiosos, el derecho del no nacido y la sacralidad de la vida.
Estos argumentos se enfrentan en un diálogo de sordos donde las partes no se molestan en escuchar al otro para formular una solución viable.
Y es que -contrario a lo que piensan diputados y diputadas- ante las incontestables verdades en las que se atrinch_eran los proabortistas y Provida, no toca a la razón tomar partido, sino preguntar qué están haciendo en cada bando para eliminar las objeciones de sus rivales.
En una democracia no basta pontificar sobre lo que se debe o no se debe hacer y/o proferir condenas e insultos sobre quienes piensan distinto: hay que comprometerse, actuando en pro de lo que uno defiende.
A los defensores de la vida habría que preguntarles: ¿qué están haciendo por los niños no deseados, por las madres violadas, por esas vidas que a veces se crean contra voluntad de la mujer, como bien dicen los proabortistas? ¿Están dispuestos a dar de su dinero o nada más son partidarios de la vida en abstracto, lo que les permite desentenderse, con la conciencia tranquila, de las vidas nacidas de su intransigencia?
A los defensores del aborto habría que preguntarles: ¿no será hora de reconocer que al inalienable derecho de la mujer sobre su cuerpo le acompaña una responsabilidad, también inalienable, sobre su fertilidad, por lo que si tiene relaciones sexuales sin las debidas precauciones para evitar un embarazo, debe afrontar las consecuencias de sus actos, dejando el aborto para casos extremos como la violación criminal y doméstica, o bajo peligro de muerte?
Sin respuestas a estas preguntas, el debate sobre el aborto no es más que la vieja batalla de dogmas maniqueos con los que la razón no puede estar de acuerdo. A diferencia de la pasión, el pensamiento no se conforma con pronunciamientos ex cátedra, sino que exige matizar posiciones unilaterales afirmando: sí a la vida, pero con dignidad; y sí a la libertad, pero con responsabilidad.