De la involución que niega a Darwin al síndrome de Estocolmo
Por donde se le quiera ver, lo que vive hoy la segunda fuerza político-electoral mexicana, el Partido de la Revolución Democrática (PRD), es una tragedia que debiera enlutar a liberales y demócratas mexicanos; a todos quienes desde las t r i n c h e r a s de la vieja izquierda y del centro progresista entregaron alma, cabeza y corazón para que la geometría política mexicana se abriera a la izquierda y, con ello, romper el bipartidismo del PRI y el PAN.
Como todos saben, luego del escandaloso fraude electoral que hace casi 20 años orquestaron el gobierno de Miguel de la Madrid y un grupo de priístas que hicieron todo por impedir que llegara al poder presidencial Cuauhtémoc Cárdenas, el candidato del entonces Frente Democrático Nacional (FDN) —entre los defraudadores estaban los manueles, Camacho y Bartlett, hoy dos de los hombres más cercanos a Andrés Manuel López Obrador—, pareció que finalmente la izquierda mexicana había tomado el rumbo correcto.
Es decir, ante el fraude electoral de ese 1988, el FDN se convirtió en un sólido partido que nació con la consigna fundacional de “impulsar la transición democrática” —y por eso su nombre de Partido de la Revolución Democrática— y de “sacar al PRI de Los Pinos”. Así, en medio de una encrucijada que por un lado proponía esperanzadores augurios, y por el otro enfrentaba a sus fundadores a una persecución autoritaria y criminal impulsada por el gobierno de Carlos Salinas —entre cuyos operadores estaban precisamente los manueles y personajes como Arturo Núñez—, en 1989 nació el PRD, el partido negroamarillo, el del sol azteca y que hoy, ante un desgaste lamentable, es motejado sólo como el partido amarillo.
Pues bien, ese partido que hace 19 años nació con la consigna de “impulsar la revolución democrática” y de “sacar al PRI de los Pinos”, hoy es una caricatura de sus postulados fundacionales y no sólo regresó a las prácticas más rancias y antidemocráticas que caracterizaban al PRI, sino que en procesos como el que veremos a lo largo del día de hoy, parece enamorado de quienes lo secuestraron, de sus colonizadores, los ideólogos del viejo PRI, partido al que decía combatir.
En pocas palabras, el PRD de hoy no sólo reniega de los conceptos básicos de la evolución democrática —y ya no digamos de la revolución democrática—, sino que vive una regresión que en términos de la evolución de las especies sería como renegar de Charles Darwin, en tanto que en términos afectivos, es víctima del síndrome de Estocolmo, que no es más que el fenómeno que deriva en el enamoramiento del secuestrador.
Y sí, en este caso, el PRD se enamoró del PRI, de su cultura y sus prácticas. Y en esa lógica, el PRD resultó ser el partido colonizado, secuestrado por lo peor de los hombres y las prácticas del PRI.
Desde el año 2000 advertimos en este espacio de esa peligrosa regresión y de la incontenible colonización; dijimos que en esa vorágine se cometería un “parricidio político” en el que el hijo preferido, Andrés Manuel López Obrador, asesinaría políticamente a su padre, a Cuauhtémoc Cárdenas, para quitarle el poder. Dijimos que ese nuevo PRD y su nuevo liderazgo no era más que una regresión grosera a lo más viejo del PRI, o acaso la cuarta etapa del PRI, y que en el PRD eran evidentes los síntomas de una patología conocida como el síndrome de Estocolmo. Todos prefirieron dar rienda suelta a la “piñata del poder” —porque de manera ingenua creyeron que ya tenían el poder en la bolsa—, en tanto que la respuesta a los críticos fue el insulto, la descalificación, la amenaza y hasta la difamación.
Las trampas de la fe
Pero en todos esos años, la terca realidad se impuso. La tramoya de esa dizque izquierda cedió ante el peso y la contundencia de una realidad en la que muchos creyeron, pero que nunca encontró un punto de apoyo real y sustentable —porque el tablado se construyó sólo para acceder al poder y nunca para impulsar un proyecto ideológico y partidista—, y al final de cuentas terminó por dar forma a una ola gigantesca de decepción, inconformidad y desilusión.
Los millones que creyeron ese engaño colectivo que fue vestir con los ropajes de la izquierda y del PRD, que presentaron como salvador de la patria a su candidato presidencial López Obrador y a su alternativa de gobierno, terminaron por convertirse en una masa social incontenible, no por su capacidad de organizarse, de protestar y menos por la reacción rápida de sus anticuerpos, sino por sus inagotables reservas de odio, resentimiento y frustración contra todo y todos los que no estuvieran con el señor legítimo o a favor de sus ocurrencias.
Así, no estar con el legítimo, disentir de sus delirios, cuestionar sus dislates, era y es sinónimo de traición. Esa deformación democrática —verdadera regresión a las posturas estalinistas y fascistas— no sólo se expresó contra los críticos del legítimo, contra sus adversarios naturales, sino contra sus oponentes dentro del propio PRD. De esa manera, todo aquel que no compartía las ideas, los dislates y los delirios del legítmo era un traidor que debía ser quemado en leña verde, fuera o no militante, dirigente y hasta aspirante del PRD a un puesto de representación.
Por eso se debe insistir en la pregunta: ¿de verdad hay alguien sensato que pueda sostener que eso que hoy es el PRD puede ser identificado como un partido de izquierda? Pues sí, sí los hay. Y entre esos que defienden que ese PRD es la mejor representación de la izquierda que ha tenido México se localizan algunos de los más reputados intelectuales mexicanos, esos que en tiempos de la hegemonía del PRI cuestionaban al PRI, pero casualmente cobraban de las arcas de gobiernos del PRI; esos que patentaron y legitimaron el ofensivo mote de “pegar con la izquierda y cobrar con la derecha”.
No importa quién ganará
Por lo menos hasta la tarde-noche de hoy, pocos conocerán los resultados de la elección de este domingo, a pesar de que por lo menos tres empresas encuestadoras realizarán muestreos sobre la pelea por la presidencia del PRD. Pero en realidad, ni falta que hace saber si la mayoría de los votos se los llevará Jesús Ortega o Alejandro Encinas. Y es que lo que queda claro, es que ninguno de los dos podrá decir que es el presidente del partido que en México representa a la izquierda.
Y es que hoy nadie puede negar lo evidente. Bueno, casi nadie, salvo los fanáticos y enamorados de siempre. Y lo evidente es que con todo y a pesar de todo, el perredismo se empeña en caminar en dirección contraria a los básicos de una fuerza política que se reclama como de izquierda. En otras ocasiones hemos preguntado aquí si es que alguien en serio cree que con todo lo que hemos visto del PRD —en su práctica política cotidiana y en sus eventos extraordinarios, como la renovación de su dirigencia nacional— hay quien pueda sostener que los amarillos son un partido de izquierda.
Y debemos confesar que las reacciones a esa interrogante nos han dejado estupefactos. Sí, existen quienes defienden y justifican a los señores René Bejarano y Gerardo Fernández Noroña, los que dicen que Manuel Camacho, Manuel Bartlett y Marcelo Ebrard, son algo así como próceres de izquierda, y hasta los que dicen que el candoroso maestro Bernardo Bátiz y delincuentes electorales como Arturo Núñez y José Guadarrama, son ejemplos de congruencia doctrinaria y partidista.
Y si esa es una tendencia que impera intramuros del PRD, podemos entender las razones por las que ese partido vive la peor de sus crisis de identidad. Y es que, en efecto, a estas alturas ya no importa quién de los dos grandes candidatos podría resultar ganador. Lo importante es que en los dos grandes bandos no se busca la recuperación del partido, no se intenta rescatar la ideología fundacional y los objetivos que le dieron vida a esa fuerza política, y menos a una concepción de izquierda. Lo que importa es el poder. Y es que el que gane la elección de hoy, podrá tener en línea el control del partido para lo procesos electorales de 2009 y 2012. Y eso no es poca cosa.
Continúa.....
Por donde se le quiera ver, lo que vive hoy la segunda fuerza político-electoral mexicana, el Partido de la Revolución Democrática (PRD), es una tragedia que debiera enlutar a liberales y demócratas mexicanos; a todos quienes desde las t r i n c h e r a s de la vieja izquierda y del centro progresista entregaron alma, cabeza y corazón para que la geometría política mexicana se abriera a la izquierda y, con ello, romper el bipartidismo del PRI y el PAN.
Como todos saben, luego del escandaloso fraude electoral que hace casi 20 años orquestaron el gobierno de Miguel de la Madrid y un grupo de priístas que hicieron todo por impedir que llegara al poder presidencial Cuauhtémoc Cárdenas, el candidato del entonces Frente Democrático Nacional (FDN) —entre los defraudadores estaban los manueles, Camacho y Bartlett, hoy dos de los hombres más cercanos a Andrés Manuel López Obrador—, pareció que finalmente la izquierda mexicana había tomado el rumbo correcto.
Es decir, ante el fraude electoral de ese 1988, el FDN se convirtió en un sólido partido que nació con la consigna fundacional de “impulsar la transición democrática” —y por eso su nombre de Partido de la Revolución Democrática— y de “sacar al PRI de Los Pinos”. Así, en medio de una encrucijada que por un lado proponía esperanzadores augurios, y por el otro enfrentaba a sus fundadores a una persecución autoritaria y criminal impulsada por el gobierno de Carlos Salinas —entre cuyos operadores estaban precisamente los manueles y personajes como Arturo Núñez—, en 1989 nació el PRD, el partido negroamarillo, el del sol azteca y que hoy, ante un desgaste lamentable, es motejado sólo como el partido amarillo.
Pues bien, ese partido que hace 19 años nació con la consigna de “impulsar la revolución democrática” y de “sacar al PRI de los Pinos”, hoy es una caricatura de sus postulados fundacionales y no sólo regresó a las prácticas más rancias y antidemocráticas que caracterizaban al PRI, sino que en procesos como el que veremos a lo largo del día de hoy, parece enamorado de quienes lo secuestraron, de sus colonizadores, los ideólogos del viejo PRI, partido al que decía combatir.
En pocas palabras, el PRD de hoy no sólo reniega de los conceptos básicos de la evolución democrática —y ya no digamos de la revolución democrática—, sino que vive una regresión que en términos de la evolución de las especies sería como renegar de Charles Darwin, en tanto que en términos afectivos, es víctima del síndrome de Estocolmo, que no es más que el fenómeno que deriva en el enamoramiento del secuestrador.
Y sí, en este caso, el PRD se enamoró del PRI, de su cultura y sus prácticas. Y en esa lógica, el PRD resultó ser el partido colonizado, secuestrado por lo peor de los hombres y las prácticas del PRI.
Desde el año 2000 advertimos en este espacio de esa peligrosa regresión y de la incontenible colonización; dijimos que en esa vorágine se cometería un “parricidio político” en el que el hijo preferido, Andrés Manuel López Obrador, asesinaría políticamente a su padre, a Cuauhtémoc Cárdenas, para quitarle el poder. Dijimos que ese nuevo PRD y su nuevo liderazgo no era más que una regresión grosera a lo más viejo del PRI, o acaso la cuarta etapa del PRI, y que en el PRD eran evidentes los síntomas de una patología conocida como el síndrome de Estocolmo. Todos prefirieron dar rienda suelta a la “piñata del poder” —porque de manera ingenua creyeron que ya tenían el poder en la bolsa—, en tanto que la respuesta a los críticos fue el insulto, la descalificación, la amenaza y hasta la difamación.
Las trampas de la fe
Pero en todos esos años, la terca realidad se impuso. La tramoya de esa dizque izquierda cedió ante el peso y la contundencia de una realidad en la que muchos creyeron, pero que nunca encontró un punto de apoyo real y sustentable —porque el tablado se construyó sólo para acceder al poder y nunca para impulsar un proyecto ideológico y partidista—, y al final de cuentas terminó por dar forma a una ola gigantesca de decepción, inconformidad y desilusión.
Los millones que creyeron ese engaño colectivo que fue vestir con los ropajes de la izquierda y del PRD, que presentaron como salvador de la patria a su candidato presidencial López Obrador y a su alternativa de gobierno, terminaron por convertirse en una masa social incontenible, no por su capacidad de organizarse, de protestar y menos por la reacción rápida de sus anticuerpos, sino por sus inagotables reservas de odio, resentimiento y frustración contra todo y todos los que no estuvieran con el señor legítimo o a favor de sus ocurrencias.
Así, no estar con el legítimo, disentir de sus delirios, cuestionar sus dislates, era y es sinónimo de traición. Esa deformación democrática —verdadera regresión a las posturas estalinistas y fascistas— no sólo se expresó contra los críticos del legítimo, contra sus adversarios naturales, sino contra sus oponentes dentro del propio PRD. De esa manera, todo aquel que no compartía las ideas, los dislates y los delirios del legítmo era un traidor que debía ser quemado en leña verde, fuera o no militante, dirigente y hasta aspirante del PRD a un puesto de representación.
Por eso se debe insistir en la pregunta: ¿de verdad hay alguien sensato que pueda sostener que eso que hoy es el PRD puede ser identificado como un partido de izquierda? Pues sí, sí los hay. Y entre esos que defienden que ese PRD es la mejor representación de la izquierda que ha tenido México se localizan algunos de los más reputados intelectuales mexicanos, esos que en tiempos de la hegemonía del PRI cuestionaban al PRI, pero casualmente cobraban de las arcas de gobiernos del PRI; esos que patentaron y legitimaron el ofensivo mote de “pegar con la izquierda y cobrar con la derecha”.
No importa quién ganará
Por lo menos hasta la tarde-noche de hoy, pocos conocerán los resultados de la elección de este domingo, a pesar de que por lo menos tres empresas encuestadoras realizarán muestreos sobre la pelea por la presidencia del PRD. Pero en realidad, ni falta que hace saber si la mayoría de los votos se los llevará Jesús Ortega o Alejandro Encinas. Y es que lo que queda claro, es que ninguno de los dos podrá decir que es el presidente del partido que en México representa a la izquierda.
Y es que hoy nadie puede negar lo evidente. Bueno, casi nadie, salvo los fanáticos y enamorados de siempre. Y lo evidente es que con todo y a pesar de todo, el perredismo se empeña en caminar en dirección contraria a los básicos de una fuerza política que se reclama como de izquierda. En otras ocasiones hemos preguntado aquí si es que alguien en serio cree que con todo lo que hemos visto del PRD —en su práctica política cotidiana y en sus eventos extraordinarios, como la renovación de su dirigencia nacional— hay quien pueda sostener que los amarillos son un partido de izquierda.
Y debemos confesar que las reacciones a esa interrogante nos han dejado estupefactos. Sí, existen quienes defienden y justifican a los señores René Bejarano y Gerardo Fernández Noroña, los que dicen que Manuel Camacho, Manuel Bartlett y Marcelo Ebrard, son algo así como próceres de izquierda, y hasta los que dicen que el candoroso maestro Bernardo Bátiz y delincuentes electorales como Arturo Núñez y José Guadarrama, son ejemplos de congruencia doctrinaria y partidista.
Y si esa es una tendencia que impera intramuros del PRD, podemos entender las razones por las que ese partido vive la peor de sus crisis de identidad. Y es que, en efecto, a estas alturas ya no importa quién de los dos grandes candidatos podría resultar ganador. Lo importante es que en los dos grandes bandos no se busca la recuperación del partido, no se intenta rescatar la ideología fundacional y los objetivos que le dieron vida a esa fuerza política, y menos a una concepción de izquierda. Lo que importa es el poder. Y es que el que gane la elección de hoy, podrá tener en línea el control del partido para lo procesos electorales de 2009 y 2012. Y eso no es poca cosa.
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