Ya diagnosticaron al Jelipillo:
El espejo y el político
Por René Delgado
No es inusual. Por el contrario, es bastante común que cuando a un político no le satisface cuanto reflejan los espejos, se plante molesto frente a ellos y los increpe. En el exceso, los ignora o, peor aún, pide descolgarlos.
Ocurre eso, sobre todo, cuando el político no tiene claro cuál es el problema del objeto reflejado y muchísimo menos la solución. En la desesperación, resuelve operar sobre el reflejo y no sobre el objeto. Todo lo reduce a un problema de percepción: si se cambia la percepción, está convencido, la realidad se modifica y la imagen se corrige en automático. Concluye, así, que el problema está en el metal bruñido del espejo y no en el objeto reflejado. Por eso, reclama a los espejos reflejar una realidad distinta a la que desea o sueña. Algo de eso ocurre en estos días. Se quiere cambiar el reflejo de la realidad, no la realidad del reflejo. Son muy pocos los políticos que, cuando detectan eso, resuelven corregir el objeto reflejado hasta empatar la realidad real con la virtual.
* * *
En esos momentos de desesperación, el político -en particular aquel que carece de equipo y asesores- llega al convencimiento de que los espejos conjuran o conspiran en su contra. Es normal. Sufre la pérdida del sentido de realidad.
Cuando un político atraviesa esa circunstancia tiende a refugiarse en una realidad virtual que él mismo construye pero que le exige, como precondición, trastocar el origen y el desarrollo de los problemas, practicar la desmemoria y hacer de la contradicción el código de su lenguaje. Así, si en el origen planteó sobre un solo objetivo el empeño principal de una gestión, se atavió con el uniforme correspondiente a esa tarea y recargó el conjunto de la agenda en ese solo tema, destinando enorme energía a su promoción y difundiendo sin discriminar cada una de las acciones emprendidas en esa dirección, el vínculo entre la realidad real y la virtual es el del divorcio. La realidad virtual es producto del deseo y la voluntad del político; la realidad reflejada por los espejos es un defecto o vicio de éstos.
El divorcio se profundiza, sobre todo, cuando se advierte que el objetivo propuesto no se va a alcanzar y que, en la obsesión por conquistarlo, se complica cada vez más el problema. Se increpa a los espejos y se niega su reflejo.
* * *
En la negación de la realidad real, el político se interna en un laberinto que lo lleva a una paradoja: en el afán de cambiar la percepción, agranda de más en más el problema y se aleja de más en más de la solución.
Es comprensible, desde luego, la situación a la que el político llega. Combate la realidad no sobre la base de su modificación, sino construyendo imágenes propias pero sin sustento. Si se le advierte de la pérdida del control del territorio, del monopolio de la fuerza o del cobro exclusivo del tributo, él insta señalar un solo lugar donde eso ocurra para, ahí, demostrar su soberanía aunque, desde luego, nunca vaya a ese sitio porque en su imaginación no existe. Si se habla de un Estado fallido, él replica que el suyo es un Estado de derecho fortalecido. Si se le dice que las cosas van mal, él repone que así es justamente porque se avanza en la dirección correcta. Si se destaca el número de muertos en el marco de la campaña emprendida, él asegura que esas bajas derivan de pleitos entre los mismos malhechores. Si se incrementa la violencia, él ve en ello el signo de su inminente victoria. Si por error mueren civiles, en vez de reconocerlo baraja más de un argumento: vínculos de las víctimas con el enemigo, desafortunado fuego cruzado, venganza de los malhechores sobre inocentes... y si nada de ello satisface, justifica que en todo caso esos muertos son los menos.
Otro recurso del que el político echa mano cuando se encuentra frente a esa realidad adversa y avasallante es inventar, de súbito, un decálogo de ofertas posibles. Lanza proyectos o reformas no tanto para darle variedad a la agenda nacional e interesarse en ella, sino para distraer la atención del problema que colocó como el principal. El detalle está en que si esa otra agenda se postula sin impulso ni ánimo de atenderla y se reduce a una simple maniobra distractiva, a la vuelta de los días opera como un boomerang: en un primer momento llama efectivamente la atención pero, luego, en cuanto fracasa, se constituye en un revés extra al que ya se arrastraba. El lastre aumenta.
El divorcio entre el reflejo de los objetos y los objetos reflejados se profundiza hasta generar un desencuentro en espiral.
* * *
En esa circunstancia es cuando la corte que acompaña y colabora con el político demuestra o no su utilidad.
Si esa corte celebra y aplaude cómo el político increpa a los espejos, en vez de ayudarlo, termina por hundirlo. Si se suma en coro a los reclamos o, peor aún, agrega molduras y ornamentos a la realidad virtual en que su jefe encuentra un remanso de tranquilidad, lo condena a un aislamiento mayor y lo aleja del equilibrio y la estabilidad necesarios para restablecer el vínculo entre el objeto reflejado y el reflejo del objeto. Es un delicado y complejo problema de comunicación que exige entereza y honestidad profesional por parte de quien ahí opera. Ahí es donde se mide la lealtad, no en la lisonja, la adulación o la incondicionalidad.
En ese momento es cuando la corte se asume como claque o se yergue como servidor del soberano... y del Estado. Dada su cercanía, dada su posibilidad de moverse dentro y fuera del palacio, la corte -si en verdad quiere ayudar- debe hablar y no sólo obedecer. Asumir, desde luego, que de pronto puede verse fuera de la corte y plantearse si su interés alcanza al reino o sólo al rey.
La función de la corte se echa de menos en esto días. Acompaña al político sin resistir y, por lo mismo, sin apoyar. Aplaude el discurso sin escucharlo bien y, así, absurda y paradójicamente, lo acompaña para dejarlo solo.
Quien debería explicarle cómo operan los espejos, al parecer le recomienda dejar de verse en ellos o denunciarlos.
* * *
Si el político desconfía hasta de los espejos no está de más abrir y asomarse a las ventanas, ver directamente afuera. Si puede, salir y observar sin demasiados filtros o intermediarios cuanto acontece y, entonces, determinar de nuevo cuál es la realidad, si la corte lo acompaña o lo aísla, si los espejos deforman o no la realidad y, entonces, asumir y comunicar su decisión con el lenguaje de la consecuencia.
sobreaviso@latinmail.com
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Por René Delgado
No es inusual. Por el contrario, es bastante común que cuando a un político no le satisface cuanto reflejan los espejos, se plante molesto frente a ellos y los increpe. En el exceso, los ignora o, peor aún, pide descolgarlos.
Ocurre eso, sobre todo, cuando el político no tiene claro cuál es el problema del objeto reflejado y muchísimo menos la solución. En la desesperación, resuelve operar sobre el reflejo y no sobre el objeto. Todo lo reduce a un problema de percepción: si se cambia la percepción, está convencido, la realidad se modifica y la imagen se corrige en automático. Concluye, así, que el problema está en el metal bruñido del espejo y no en el objeto reflejado. Por eso, reclama a los espejos reflejar una realidad distinta a la que desea o sueña. Algo de eso ocurre en estos días. Se quiere cambiar el reflejo de la realidad, no la realidad del reflejo. Son muy pocos los políticos que, cuando detectan eso, resuelven corregir el objeto reflejado hasta empatar la realidad real con la virtual.
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En esos momentos de desesperación, el político -en particular aquel que carece de equipo y asesores- llega al convencimiento de que los espejos conjuran o conspiran en su contra. Es normal. Sufre la pérdida del sentido de realidad.
Cuando un político atraviesa esa circunstancia tiende a refugiarse en una realidad virtual que él mismo construye pero que le exige, como precondición, trastocar el origen y el desarrollo de los problemas, practicar la desmemoria y hacer de la contradicción el código de su lenguaje. Así, si en el origen planteó sobre un solo objetivo el empeño principal de una gestión, se atavió con el uniforme correspondiente a esa tarea y recargó el conjunto de la agenda en ese solo tema, destinando enorme energía a su promoción y difundiendo sin discriminar cada una de las acciones emprendidas en esa dirección, el vínculo entre la realidad real y la virtual es el del divorcio. La realidad virtual es producto del deseo y la voluntad del político; la realidad reflejada por los espejos es un defecto o vicio de éstos.
El divorcio se profundiza, sobre todo, cuando se advierte que el objetivo propuesto no se va a alcanzar y que, en la obsesión por conquistarlo, se complica cada vez más el problema. Se increpa a los espejos y se niega su reflejo.
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En la negación de la realidad real, el político se interna en un laberinto que lo lleva a una paradoja: en el afán de cambiar la percepción, agranda de más en más el problema y se aleja de más en más de la solución.
Es comprensible, desde luego, la situación a la que el político llega. Combate la realidad no sobre la base de su modificación, sino construyendo imágenes propias pero sin sustento. Si se le advierte de la pérdida del control del territorio, del monopolio de la fuerza o del cobro exclusivo del tributo, él insta señalar un solo lugar donde eso ocurra para, ahí, demostrar su soberanía aunque, desde luego, nunca vaya a ese sitio porque en su imaginación no existe. Si se habla de un Estado fallido, él replica que el suyo es un Estado de derecho fortalecido. Si se le dice que las cosas van mal, él repone que así es justamente porque se avanza en la dirección correcta. Si se destaca el número de muertos en el marco de la campaña emprendida, él asegura que esas bajas derivan de pleitos entre los mismos malhechores. Si se incrementa la violencia, él ve en ello el signo de su inminente victoria. Si por error mueren civiles, en vez de reconocerlo baraja más de un argumento: vínculos de las víctimas con el enemigo, desafortunado fuego cruzado, venganza de los malhechores sobre inocentes... y si nada de ello satisface, justifica que en todo caso esos muertos son los menos.
Otro recurso del que el político echa mano cuando se encuentra frente a esa realidad adversa y avasallante es inventar, de súbito, un decálogo de ofertas posibles. Lanza proyectos o reformas no tanto para darle variedad a la agenda nacional e interesarse en ella, sino para distraer la atención del problema que colocó como el principal. El detalle está en que si esa otra agenda se postula sin impulso ni ánimo de atenderla y se reduce a una simple maniobra distractiva, a la vuelta de los días opera como un boomerang: en un primer momento llama efectivamente la atención pero, luego, en cuanto fracasa, se constituye en un revés extra al que ya se arrastraba. El lastre aumenta.
El divorcio entre el reflejo de los objetos y los objetos reflejados se profundiza hasta generar un desencuentro en espiral.
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En esa circunstancia es cuando la corte que acompaña y colabora con el político demuestra o no su utilidad.
Si esa corte celebra y aplaude cómo el político increpa a los espejos, en vez de ayudarlo, termina por hundirlo. Si se suma en coro a los reclamos o, peor aún, agrega molduras y ornamentos a la realidad virtual en que su jefe encuentra un remanso de tranquilidad, lo condena a un aislamiento mayor y lo aleja del equilibrio y la estabilidad necesarios para restablecer el vínculo entre el objeto reflejado y el reflejo del objeto. Es un delicado y complejo problema de comunicación que exige entereza y honestidad profesional por parte de quien ahí opera. Ahí es donde se mide la lealtad, no en la lisonja, la adulación o la incondicionalidad.
En ese momento es cuando la corte se asume como claque o se yergue como servidor del soberano... y del Estado. Dada su cercanía, dada su posibilidad de moverse dentro y fuera del palacio, la corte -si en verdad quiere ayudar- debe hablar y no sólo obedecer. Asumir, desde luego, que de pronto puede verse fuera de la corte y plantearse si su interés alcanza al reino o sólo al rey.
La función de la corte se echa de menos en esto días. Acompaña al político sin resistir y, por lo mismo, sin apoyar. Aplaude el discurso sin escucharlo bien y, así, absurda y paradójicamente, lo acompaña para dejarlo solo.
Quien debería explicarle cómo operan los espejos, al parecer le recomienda dejar de verse en ellos o denunciarlos.
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Si el político desconfía hasta de los espejos no está de más abrir y asomarse a las ventanas, ver directamente afuera. Si puede, salir y observar sin demasiados filtros o intermediarios cuanto acontece y, entonces, determinar de nuevo cuál es la realidad, si la corte lo acompaña o lo aísla, si los espejos deforman o no la realidad y, entonces, asumir y comunicar su decisión con el lenguaje de la consecuencia.
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