Re: Al Margen (Lo que se nos quedó por decir)
OTRA VUELTA DE TUERCA,
DE HENRY JAMES
En el siglo XIX se despertó un especial interés por los fantasmas.
Con el Romanticismo, cuya visión estética se solía inspirar en lo sobrenatural, lo oculto o la muerte, nace la novela gótica, que siente especial predilección por los ambientes tenebrosos como castillos, monasterios medievales, ruinas, pasadizos, bosques sombríos o cementerios, todos ellos bien poblados de fantasmas, esqueletos y toda clase de demonios.
En este contexto hay que situar Otra vuelta de tuerca de Henry James, que comienza con una situación muy habitual en la época: una reunión entre varias familias donde se cuentan relatos de fantasmas para matar el tiempo durante las vacaciones.
En el prefacio que escribe James a la novela se lamenta el autor de que las buenas historias de fantasmas, las realmente efectivas y estremecedoras, parecen estar ya todas contadas y que las nuevas no estaban a la altura de ese profundo terror sagrado que suscitaban las primeras.
Así que lo que se proponía James con su historia, declara, era hacer una historia de fantasmas inusual, darle otra vuelta de tuerca al género, por usar las palabras del título, usando un recurso escalofriante que a estas alturas ya ha sido explotado hasta la saciedad: una pareja de niños en un lugar alejado de la civilización.
Y vaya si lo consiguió.
Llama la atención que Henry James utilice el cervantino recurso del manuscrito encontrado, en un juego narrativo que hace que el relato tenga dos niveles de narradores.
El primero de los narradores es anónimo aunque la historia nos llega a través de un personaje, Douglas, que podría limitarse a contar su historia de fantasmas de forma oral, como el resto de sus compañeros, pero que se empeña en leer el relato escrito del segundo narrador, la institutriz que además va a protagonizar la novela.
Con este procedimiento, habitual en la historia de la literatura, no solo se consigue una mayor verosimilitud sino que, y ahí es precisamente donde radica el gran acierto de James, se juega con una ambigüedad que da pie a dos posibles interpretaciones completamente contradictorias.
En una primera lectura Otra vuelta de tuerca puede parecer una historia de fantasmas al uso, con sus sustos convencionales, como sombras que te observan a lo lejos, caras extrañas que aparecen de repente en una ventana o figuras oscuras que se sientan al final una escalera.
Una serie de horrores ante los cuales la institutriz que protagoniza el relato quiere salvaguardar la inocencia de los dos niños que cuida.
Sin embargo, hay toda una serie de detalles que nos indican que hay mucho más.
Lo primero es la construcción de los personajes infantiles, Miles y Flora. No son los niños tenebrosos a los que nos tienen acostumbrados las historias de terror.
Antes bien, con seis y diez años respectivamente, son criaturas cautivadoras, que van mucho más allá del sumun de la inocencia o del encanto.
Son tan perfectos en todos los aspectos que casi podría decirse que no son reales; o, en todo caso, que hay algo escondido detrás de semejante perfección que no acaba de contarse.
La única pista que nos pone sobre aviso es que el pequeño Miles ha sido expulsado del colegio por algún comportamiento grave, sin que sepamos el motivo exacto hasta prácticamente el final.
Esa inocencia extrema contrasta con la extrema maldad de los dos fantasmas, Quint y Jessel, sin que los límites entre uno y otro mundo estén siempre del todo claros.
James juega con esa ambigüedad y a medida que avanza la novela la institutriz sospecha cada vez más que la supuesta inocencia de los niños no es tal.
De hecho, es la destreza con la que Henry James maneja la ambigüedad lo que hace que Otra vuelta de tuerca sea tan inquietante.
Esa capacidad para decir tanto con tan poco.
Sabemos que Quint y Jessel tuvieron un comportamiento pérfido con los niños, que los pervirtieron y que, por tanto, esa inocencia que muestran ahora es impostura.
Pero la maldad se trata desde un punto de vista muy impreciso.
Sabemos que Miles y Flora son malos porque usan un lenguaje inadecuado, pero no conocemos con exactitud sus palabras.
Hay en la novela satanismo y abusos sexuales en forma de pedofilia, pero tan delicadamente insinuados que casi cabría pensar que es el lector quien está haciendo esa interpretación.
Tampoco se tiene claro en ningún momento qué pretenden los fantasmas o en qué consiste su poder sobre los vivos.
Lo único que sabemos es la sospecha de la institutriz: que quieren poseer a los niños y sumirlos en la maldad más absoluta.
Pero esa información solo la obtenemos a través del narrador. Sin embargo, ¿qué pasa cuando este no es del todo fiable?
También con esta ambigüedad juega Henry James.
Es ahí donde radica esa segunda lectura, no ya como una historia de fantasmas sino como novela psicológica.
Uno de los primeros críticos en afirmar esta interpretación es Edmund Wilson. En un análisis de 1934 Wilson asegura que los fantasmas no son más que invenciones de la imaginación de la institutriz, algo que se demuestra por el simple hecho de que nadie más en el libro parece verlos.
Echando mano al psicoanálisis freudiano Wilson afirmó que la institutriz se enamoró a primera vista del tío de los niños y que al sentirse rechazada ‒ya que no podía molestarle bajo ningún concepto‒ comenzó a desarrollar una especie de psicosis.
De hecho, en muchos momentos la institutriz parece estar proyectando, al menos de forma inconsciente, sus más terribles pensamientos y defectos en los fantasmas.
Antes incluso de conocer a los niños la institutriz, hija de un estricto padre anglicano, demuestra tener ciertas tensiones internas.
Con esta lectura Otra vuelta de tuerca sería una especie de batalla interna sobre la forma en la que se percibe la realidad.
Se ha llegado a insinuar, incluso, que la protagonista se enamora de Miles, lo cual no es completamente descabellado teniendo en cuenta la obsesión tan intensa que siente por él y su negativa a abandonar la casa cuando se ve superada por la situación.
Existe en la época victoriana un prejuicio contra las institutrices como corruptoras de niños que, sin duda, sirvió de inspiración a Henry James para crear el personaje.
Si la pedofilia está en la institutriz y no en los fantasmas esta podría haber utilizado a aquellos como una especie de defensa inconsciente, a modo de proyección, para protegerse a sí misma de sus deseos sin dejarlos a un lado por completo.
En esta interpretación, más terrible si cabe que la primera, la institutriz habría traumatizado a Flora y matado a Miles, en un estado de absoluta locura.
Es a cada lector a quien corresponde determinar la inocencia o la culpabilidad de la institutriz.
Si los fantasmas son reales, entonces ella está sana, y sus desesperados esfuerzos para proteger a los niños, aunque al final no lo consiga, son nobles. Si son meras ilusiones hay que aceptar que sufre un ataque de locura y que sus visiones son resultado de traumas reprimidos.
En cualquier caso, gracias a la ambigüedad Henry James consigue una escalofriante historia que encaja a la perfección en el concepto de clásico que perfiló Italo Calvino, como «un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir».
Todo un prodigio de insinuación.
Mucho tendría que aprender de él el terror moderno.
("La piedra de Sìsifo". -Alejandro Gamero)
OTRA VUELTA DE TUERCA,
DE HENRY JAMES
En el siglo XIX se despertó un especial interés por los fantasmas.
Con el Romanticismo, cuya visión estética se solía inspirar en lo sobrenatural, lo oculto o la muerte, nace la novela gótica, que siente especial predilección por los ambientes tenebrosos como castillos, monasterios medievales, ruinas, pasadizos, bosques sombríos o cementerios, todos ellos bien poblados de fantasmas, esqueletos y toda clase de demonios.
En este contexto hay que situar Otra vuelta de tuerca de Henry James, que comienza con una situación muy habitual en la época: una reunión entre varias familias donde se cuentan relatos de fantasmas para matar el tiempo durante las vacaciones.
En el prefacio que escribe James a la novela se lamenta el autor de que las buenas historias de fantasmas, las realmente efectivas y estremecedoras, parecen estar ya todas contadas y que las nuevas no estaban a la altura de ese profundo terror sagrado que suscitaban las primeras.
Así que lo que se proponía James con su historia, declara, era hacer una historia de fantasmas inusual, darle otra vuelta de tuerca al género, por usar las palabras del título, usando un recurso escalofriante que a estas alturas ya ha sido explotado hasta la saciedad: una pareja de niños en un lugar alejado de la civilización.
Y vaya si lo consiguió.
Llama la atención que Henry James utilice el cervantino recurso del manuscrito encontrado, en un juego narrativo que hace que el relato tenga dos niveles de narradores.
El primero de los narradores es anónimo aunque la historia nos llega a través de un personaje, Douglas, que podría limitarse a contar su historia de fantasmas de forma oral, como el resto de sus compañeros, pero que se empeña en leer el relato escrito del segundo narrador, la institutriz que además va a protagonizar la novela.
Con este procedimiento, habitual en la historia de la literatura, no solo se consigue una mayor verosimilitud sino que, y ahí es precisamente donde radica el gran acierto de James, se juega con una ambigüedad que da pie a dos posibles interpretaciones completamente contradictorias.
En una primera lectura Otra vuelta de tuerca puede parecer una historia de fantasmas al uso, con sus sustos convencionales, como sombras que te observan a lo lejos, caras extrañas que aparecen de repente en una ventana o figuras oscuras que se sientan al final una escalera.
Una serie de horrores ante los cuales la institutriz que protagoniza el relato quiere salvaguardar la inocencia de los dos niños que cuida.
Sin embargo, hay toda una serie de detalles que nos indican que hay mucho más.
Lo primero es la construcción de los personajes infantiles, Miles y Flora. No son los niños tenebrosos a los que nos tienen acostumbrados las historias de terror.
Antes bien, con seis y diez años respectivamente, son criaturas cautivadoras, que van mucho más allá del sumun de la inocencia o del encanto.
Son tan perfectos en todos los aspectos que casi podría decirse que no son reales; o, en todo caso, que hay algo escondido detrás de semejante perfección que no acaba de contarse.
La única pista que nos pone sobre aviso es que el pequeño Miles ha sido expulsado del colegio por algún comportamiento grave, sin que sepamos el motivo exacto hasta prácticamente el final.
Esa inocencia extrema contrasta con la extrema maldad de los dos fantasmas, Quint y Jessel, sin que los límites entre uno y otro mundo estén siempre del todo claros.
James juega con esa ambigüedad y a medida que avanza la novela la institutriz sospecha cada vez más que la supuesta inocencia de los niños no es tal.
De hecho, es la destreza con la que Henry James maneja la ambigüedad lo que hace que Otra vuelta de tuerca sea tan inquietante.
Esa capacidad para decir tanto con tan poco.
Sabemos que Quint y Jessel tuvieron un comportamiento pérfido con los niños, que los pervirtieron y que, por tanto, esa inocencia que muestran ahora es impostura.
Pero la maldad se trata desde un punto de vista muy impreciso.
Sabemos que Miles y Flora son malos porque usan un lenguaje inadecuado, pero no conocemos con exactitud sus palabras.
Hay en la novela satanismo y abusos sexuales en forma de pedofilia, pero tan delicadamente insinuados que casi cabría pensar que es el lector quien está haciendo esa interpretación.
Tampoco se tiene claro en ningún momento qué pretenden los fantasmas o en qué consiste su poder sobre los vivos.
Lo único que sabemos es la sospecha de la institutriz: que quieren poseer a los niños y sumirlos en la maldad más absoluta.
Pero esa información solo la obtenemos a través del narrador. Sin embargo, ¿qué pasa cuando este no es del todo fiable?
También con esta ambigüedad juega Henry James.
Es ahí donde radica esa segunda lectura, no ya como una historia de fantasmas sino como novela psicológica.
Uno de los primeros críticos en afirmar esta interpretación es Edmund Wilson. En un análisis de 1934 Wilson asegura que los fantasmas no son más que invenciones de la imaginación de la institutriz, algo que se demuestra por el simple hecho de que nadie más en el libro parece verlos.
Echando mano al psicoanálisis freudiano Wilson afirmó que la institutriz se enamoró a primera vista del tío de los niños y que al sentirse rechazada ‒ya que no podía molestarle bajo ningún concepto‒ comenzó a desarrollar una especie de psicosis.
De hecho, en muchos momentos la institutriz parece estar proyectando, al menos de forma inconsciente, sus más terribles pensamientos y defectos en los fantasmas.
Antes incluso de conocer a los niños la institutriz, hija de un estricto padre anglicano, demuestra tener ciertas tensiones internas.
Con esta lectura Otra vuelta de tuerca sería una especie de batalla interna sobre la forma en la que se percibe la realidad.
Se ha llegado a insinuar, incluso, que la protagonista se enamora de Miles, lo cual no es completamente descabellado teniendo en cuenta la obsesión tan intensa que siente por él y su negativa a abandonar la casa cuando se ve superada por la situación.
Existe en la época victoriana un prejuicio contra las institutrices como corruptoras de niños que, sin duda, sirvió de inspiración a Henry James para crear el personaje.
Si la pedofilia está en la institutriz y no en los fantasmas esta podría haber utilizado a aquellos como una especie de defensa inconsciente, a modo de proyección, para protegerse a sí misma de sus deseos sin dejarlos a un lado por completo.
En esta interpretación, más terrible si cabe que la primera, la institutriz habría traumatizado a Flora y matado a Miles, en un estado de absoluta locura.
Es a cada lector a quien corresponde determinar la inocencia o la culpabilidad de la institutriz.
Si los fantasmas son reales, entonces ella está sana, y sus desesperados esfuerzos para proteger a los niños, aunque al final no lo consiga, son nobles. Si son meras ilusiones hay que aceptar que sufre un ataque de locura y que sus visiones son resultado de traumas reprimidos.
En cualquier caso, gracias a la ambigüedad Henry James consigue una escalofriante historia que encaja a la perfección en el concepto de clásico que perfiló Italo Calvino, como «un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir».
Todo un prodigio de insinuación.
Mucho tendría que aprender de él el terror moderno.
("La piedra de Sìsifo". -Alejandro Gamero)
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