Re: Taller del Alquimista...
Cuento de Klar....
Para entonces ya nada era lo que deberÃa de ser. El azúcar se convirtió en caramelo y el caramelo en una mezcla agria de cristales marrón que cortaban la lengua y el espÃritu de paso.
Carlos nació niño prÃncipe, de esos que arrojan las familias clasemedieras ahora. Su padre y su madre eran trabajadores especializados. Sin carrera, pero con los conocimientos necesarios para lograr alquilar una pequeña casa e ir pagando un par de austeros vehÃculos sin aire acondicionado. La familia pasaba algunos sacrificios para darle al niño todo lo que se le ocurriera y asà fue creciendo Carlitos.
Causa agravada con la circunstancia de que era el único nieto de ambas familias. Jamás le faltaron los regalos, la ropa “cara”, los juguetes de moda, que tuvo por montones ya fuera su procedencia de algún tÃo, de la mamá, el papá o cualquiera de los abuelos. Su educación precaria. Ambos padres pretendÃan suplir sus ausencias que provocaban sus mutuos trabajos, por regalitos y más regalitos. La familia se fracturaba dÃa con dÃa, como el inexorable golpeteo de una roca en una piedra.
En cuanto pudieron, lo mandaron a una guarderÃa que les costaba trabajo pagar y conforme fue creciendo, lo matricularon religiosamente en cuanta escuela y actividad lo pudiera tener “entretenido”. Asà la escuela se volvió madre y padre. El transporte escolar lo recogÃa puntualmente todos los dÃas para llevarlo a la escuela y puntalmente todas las semanas y puntualmente todos los meses y puntalmente durante años, hasta que empezó a ser un prepuber.
El trabajo de sus papás y sus “carreras locas” por ganar lo suficiente para hacer de aquello una familia “inserta” en la clase media a la que aspiraban pertenecer con muchos trabajos, los fueron absorbiendo. En su ritual diario de conseguir lo suficiente para “tener” y asà “ser”; por darle a Carlitos lo que “ellos no tuvieron”, lo convirtió a la larga en un par de desconocidos sin mayores objetivos.
Carlitos por su parte, habÃa crecido con media docena de figuras maternas y otra media de figuras paternas. Comenzó y terminó por ver a sus padres como unos cometas que al aparecer daban regalitos y chocaban entre ellos, durante algunos años, en peleas interminables que acababan irremediablemente en portazos de las precarias puertas de la casita que podÃan alquilar. Carlos se acostumbró a tener como inquilino en su “cuarto palaciego” a su madre o a su padre. Su madre cuando se iba a refugiar con él, le trataba torpemente de consolar, de contar cuentos para dormir o de platicarle su esperanza por una vida “mejor” en un lugar “mejor”, con infinidad de cosas. Su madre centraba “la felicidad” en “tener”, “tener” y “tener”. Y a él le hacÃa bastante lógica, puesto que mientras los otros niños de su escuela, aunque tuvieran sus familias mejor condición económica, jamás hubieran podido aspirar, en muchos casos, a las colecciones de juguetes con las que él contaba. Y muchos de sus amigos, se juntaban con él, proporcionándole compañÃa y amistad, sólo por jugar con sus juguetes nuevos o de moda. Su madre siempre le decÃa con extraña convicción y áspera ternura, que si él querÃa ser feliz, debÃa ser un alumno ejemplar y estudiar una carrera. Que esa carrera lo remitirÃa sin escalas a insertarse en la “Clase Poderosa” y que eso a su vez le prodigarÃa de felicidad sin lÃmites.
Cuando su padre era su involuntario inquilino, querÃa morir del hartazgo y aburrimiento. Lo regañaba por su forma banal de ver la vida, por sus pláticas intrascendentes, le hostigaba diciéndole que él no era suficientemente hombre, porque los hombres de verdad no fincaban su felicidad en las chucherÃas de artificio ni en la ropita de marca, sino en el trabajo, el trabajo y más trabajo. En el esfuerzo cotidiano. Se quejaba interminablemente, incluso horas después de que Carlos fingÃa haberse quedado dormido, de los malgastos de su madre y de la necesidad de ahorrar y trabajar más. A Carlos esa visión de la felicidad no le gustaba. Le gustaba más pensar que algún dÃa, que fuera acreditando materias y grados escolares, algún dÃa brincarÃa por arte de magia a “la felicidad” de tener cuanto se puede comprar con dinero.
Un dÃa ni su madre ni su padre volvieron a ser sus forzadas compañÃas. A su padre, lo mandaron de la empresa en donde trabajaba a prestar sus servicios provisionalmente a “La Capital”. Esos fueron dÃas completamente “extraños”. Las peleas de los papás hacÃa tiempo que habÃan menguado en intensidad y duración. HabÃan sustituido los gritos, amagos y rabietas, por una tensa complacencia mutua, llena de ademanes artificiales de cortesÃa. Sólo de vez en cuando comentarios mordaces, flechas disfrazadas de ingenuidad, se disparaban recÃprocamente, sin mayor efecto que risas socarronas o ceños fruncidos. Pero en aquellas semanas, el padre de Carlos, pareció recuperar su pasión añeja. Recobró de alguna parte la esperanza perdida y se instaló durante algunas semanas en un optimismo sobrecogedor.
Llegó con flores para su madre, compró algo de ropa para ambos, que nunca compraba porque sabÃa que siempre habÃa una abuela o abuelo generoso en esos menesteres. Durante esos dÃas pareció querer ejercer mayor dominio sobre su madre. Como años atrás le cuestionaba sobre su relación con sus jefes, le reprochaba sus horarios de trabajo y hasta le insinuó que ya no trabajara más para que la familia estuviera “completa”. ¿A que se referirÃa? ¿Quién sabe?
La madre reticente en un principio, terminó por ceder ante el entusiasmo del padre y comenzaron los plantes. Que si cambiar un coche, que si dar el enganche de una casa, de que si se ponÃa un pequeño negocio familiar. Etc… Finalmente el padre de Carlos, hizo sus maletas y partió maravillado a “La Capital”, con la promesa de regresar pronto con tambaches de dinero, mejor posición social y laboral y, por supuesto, como un Santa Clos, trayendo en su cartera la felicidad ansiada por la que habÃan trabajado tantos años “juntos”.
Pero el padre de Carlos, seguro encontró algo que estaba buscando sin saber, porque sus visitas primero periódicas, se fueron haciendo cada vez más lejanas. Las llamadas diarias, se convirtieron en semanales, luego mensuales y luego… luego la madre era la que llamaba para avisar que no habÃan llegado los depósitos.
“La Capital” envolvió al papá de Carlos y a no más de dos años, un dÃa partió su madre a “La Capital” para “saber” realmente que pasaba con su marido y regresó con una mueca que tardarÃa varios años en quitar de su cara. A Carlos no le refirió gran cosa, más que unos balbuceos que llegaron a entenderse como que de ese momento en adelante, estaban “solos”. Pero ni tan solos, una decena de tÃos, seguÃan alrededor, sus abuelos, que todavÃa vivÃan, estaban en su lugar como siempre. El transporte seguÃa pasando, los juguetitos seguÃan fluyendo, ahora en mayor número, motivados, tal vez, por la nueva condición de “medio huérfano” de Carlitos. En realidad no cambió gran cosa la cosa. De 5 o 6 figuras paternas, sólo se restaba una y eso no era tan grave. Otra consecuencia que fue más bien mejor que peor, fue que se mudaron a la casa del abuelo, más grande y mejor ubicada. Asà que todo estaba bien. Lo que no sabÃa Carlos, era que su psiquis reprimida y su conciencia engatusada le harÃa pasar, a la postre, una mala jugada. La peor mala jugada que le hubiera hecho pasar a alguien su psiquis, años después.
Cuento de Klar....
Para entonces ya nada era lo que deberÃa de ser. El azúcar se convirtió en caramelo y el caramelo en una mezcla agria de cristales marrón que cortaban la lengua y el espÃritu de paso.
Carlos nació niño prÃncipe, de esos que arrojan las familias clasemedieras ahora. Su padre y su madre eran trabajadores especializados. Sin carrera, pero con los conocimientos necesarios para lograr alquilar una pequeña casa e ir pagando un par de austeros vehÃculos sin aire acondicionado. La familia pasaba algunos sacrificios para darle al niño todo lo que se le ocurriera y asà fue creciendo Carlitos.
Causa agravada con la circunstancia de que era el único nieto de ambas familias. Jamás le faltaron los regalos, la ropa “cara”, los juguetes de moda, que tuvo por montones ya fuera su procedencia de algún tÃo, de la mamá, el papá o cualquiera de los abuelos. Su educación precaria. Ambos padres pretendÃan suplir sus ausencias que provocaban sus mutuos trabajos, por regalitos y más regalitos. La familia se fracturaba dÃa con dÃa, como el inexorable golpeteo de una roca en una piedra.
En cuanto pudieron, lo mandaron a una guarderÃa que les costaba trabajo pagar y conforme fue creciendo, lo matricularon religiosamente en cuanta escuela y actividad lo pudiera tener “entretenido”. Asà la escuela se volvió madre y padre. El transporte escolar lo recogÃa puntualmente todos los dÃas para llevarlo a la escuela y puntalmente todas las semanas y puntualmente todos los meses y puntalmente durante años, hasta que empezó a ser un prepuber.
El trabajo de sus papás y sus “carreras locas” por ganar lo suficiente para hacer de aquello una familia “inserta” en la clase media a la que aspiraban pertenecer con muchos trabajos, los fueron absorbiendo. En su ritual diario de conseguir lo suficiente para “tener” y asà “ser”; por darle a Carlitos lo que “ellos no tuvieron”, lo convirtió a la larga en un par de desconocidos sin mayores objetivos.
Carlitos por su parte, habÃa crecido con media docena de figuras maternas y otra media de figuras paternas. Comenzó y terminó por ver a sus padres como unos cometas que al aparecer daban regalitos y chocaban entre ellos, durante algunos años, en peleas interminables que acababan irremediablemente en portazos de las precarias puertas de la casita que podÃan alquilar. Carlos se acostumbró a tener como inquilino en su “cuarto palaciego” a su madre o a su padre. Su madre cuando se iba a refugiar con él, le trataba torpemente de consolar, de contar cuentos para dormir o de platicarle su esperanza por una vida “mejor” en un lugar “mejor”, con infinidad de cosas. Su madre centraba “la felicidad” en “tener”, “tener” y “tener”. Y a él le hacÃa bastante lógica, puesto que mientras los otros niños de su escuela, aunque tuvieran sus familias mejor condición económica, jamás hubieran podido aspirar, en muchos casos, a las colecciones de juguetes con las que él contaba. Y muchos de sus amigos, se juntaban con él, proporcionándole compañÃa y amistad, sólo por jugar con sus juguetes nuevos o de moda. Su madre siempre le decÃa con extraña convicción y áspera ternura, que si él querÃa ser feliz, debÃa ser un alumno ejemplar y estudiar una carrera. Que esa carrera lo remitirÃa sin escalas a insertarse en la “Clase Poderosa” y que eso a su vez le prodigarÃa de felicidad sin lÃmites.
Cuando su padre era su involuntario inquilino, querÃa morir del hartazgo y aburrimiento. Lo regañaba por su forma banal de ver la vida, por sus pláticas intrascendentes, le hostigaba diciéndole que él no era suficientemente hombre, porque los hombres de verdad no fincaban su felicidad en las chucherÃas de artificio ni en la ropita de marca, sino en el trabajo, el trabajo y más trabajo. En el esfuerzo cotidiano. Se quejaba interminablemente, incluso horas después de que Carlos fingÃa haberse quedado dormido, de los malgastos de su madre y de la necesidad de ahorrar y trabajar más. A Carlos esa visión de la felicidad no le gustaba. Le gustaba más pensar que algún dÃa, que fuera acreditando materias y grados escolares, algún dÃa brincarÃa por arte de magia a “la felicidad” de tener cuanto se puede comprar con dinero.
Un dÃa ni su madre ni su padre volvieron a ser sus forzadas compañÃas. A su padre, lo mandaron de la empresa en donde trabajaba a prestar sus servicios provisionalmente a “La Capital”. Esos fueron dÃas completamente “extraños”. Las peleas de los papás hacÃa tiempo que habÃan menguado en intensidad y duración. HabÃan sustituido los gritos, amagos y rabietas, por una tensa complacencia mutua, llena de ademanes artificiales de cortesÃa. Sólo de vez en cuando comentarios mordaces, flechas disfrazadas de ingenuidad, se disparaban recÃprocamente, sin mayor efecto que risas socarronas o ceños fruncidos. Pero en aquellas semanas, el padre de Carlos, pareció recuperar su pasión añeja. Recobró de alguna parte la esperanza perdida y se instaló durante algunas semanas en un optimismo sobrecogedor.
Llegó con flores para su madre, compró algo de ropa para ambos, que nunca compraba porque sabÃa que siempre habÃa una abuela o abuelo generoso en esos menesteres. Durante esos dÃas pareció querer ejercer mayor dominio sobre su madre. Como años atrás le cuestionaba sobre su relación con sus jefes, le reprochaba sus horarios de trabajo y hasta le insinuó que ya no trabajara más para que la familia estuviera “completa”. ¿A que se referirÃa? ¿Quién sabe?
La madre reticente en un principio, terminó por ceder ante el entusiasmo del padre y comenzaron los plantes. Que si cambiar un coche, que si dar el enganche de una casa, de que si se ponÃa un pequeño negocio familiar. Etc… Finalmente el padre de Carlos, hizo sus maletas y partió maravillado a “La Capital”, con la promesa de regresar pronto con tambaches de dinero, mejor posición social y laboral y, por supuesto, como un Santa Clos, trayendo en su cartera la felicidad ansiada por la que habÃan trabajado tantos años “juntos”.
Pero el padre de Carlos, seguro encontró algo que estaba buscando sin saber, porque sus visitas primero periódicas, se fueron haciendo cada vez más lejanas. Las llamadas diarias, se convirtieron en semanales, luego mensuales y luego… luego la madre era la que llamaba para avisar que no habÃan llegado los depósitos.
“La Capital” envolvió al papá de Carlos y a no más de dos años, un dÃa partió su madre a “La Capital” para “saber” realmente que pasaba con su marido y regresó con una mueca que tardarÃa varios años en quitar de su cara. A Carlos no le refirió gran cosa, más que unos balbuceos que llegaron a entenderse como que de ese momento en adelante, estaban “solos”. Pero ni tan solos, una decena de tÃos, seguÃan alrededor, sus abuelos, que todavÃa vivÃan, estaban en su lugar como siempre. El transporte seguÃa pasando, los juguetitos seguÃan fluyendo, ahora en mayor número, motivados, tal vez, por la nueva condición de “medio huérfano” de Carlitos. En realidad no cambió gran cosa la cosa. De 5 o 6 figuras paternas, sólo se restaba una y eso no era tan grave. Otra consecuencia que fue más bien mejor que peor, fue que se mudaron a la casa del abuelo, más grande y mejor ubicada. Asà que todo estaba bien. Lo que no sabÃa Carlos, era que su psiquis reprimida y su conciencia engatusada le harÃa pasar, a la postre, una mala jugada. La peor mala jugada que le hubiera hecho pasar a alguien su psiquis, años después.
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