Re: Taller del Alquimista...
Cuento de Klar.
Entrega 18.- Los Supuestos Poderes de Juan.
Carlos regresó de aquel campamento con una visión distinta de muchas cosas. A sus ojos, Juan era toda una revelación. Creía que podía o podría hacer cosas que no había revelado. Lo mitificó en un instante y empezó a hacer todo tipo de conjeturas. En su visión particular del mundo había descubierto a un maestro Yedi, a un Guardián de la Palabra Perdida, a un iniciado, a un héroe de historieta. De inmediato le atribuyó dones y poderes como las películas que le gustaba ver. Así como había encontrado a su Azuka particular, ahora tenía a su Yoda o a su Gandalf particular. Se sentía afortunado y renovado. Parecía que por primera vez en su vida, había conectado con algo que realmente lo moviera.
Pensaba que Juan era un cófrade de algún culto milenario y se entregó a una especie de enamoramiento y culto más que a una amistad común y corriente. A Juan, le caía bien el chamaco. Le parecía cándido hasta la saciedad. Y le resultaba agradable su plática, porque parecía que entendía muy bien las metáforas con las que solía expresarse. Y la verdad es que Juan, no era ni pretendía ser gurú de nadie y nunca lo había pretendido. Se portaba así como era, porque así era. Sin ninguna pretensión o vicio oculto. No requería dinero, porque le bastaba con la ropa que traía. Había aprendido en la vida que por más bienes que atesores o por más que te aferres a cosas o personas, un ventarrón o un giro del destino, te lo pueden arrancar todo de inmediato para jamás regresártelo. Había visto entrañables amigos caer por la borda de un barco, para ser devorados por las fauces espumosas de un mar enojado; había él mismo perdido a su hermana o por lo menos su cercanía en un giro de la fortuna. Había perdido a sus padres temprano y había perdido a buenos amigos al ser deportado de Estados Unidos a México.
Pero no se amargaba por eso. Seguro todas esas pérdidas, a cualquiera de nosotros, acostumbrados al confort y al status quo, nos hubieran significado años de tristeza y resignación victimosa. Para él, eran procesos en la vida y sabía identificar cuando cada proceso terminaba. No se aferraba, no se autocompadecía y no buscaba tomar rehenes o prisioneros. Nunca cultivó un amor, pero cuando los llegó a encontrar en el camino, tomó a esas mujeres con pasión de náufrago, las hizo felices y se hizo feliz salvajemente mientras duró, para después partir sin rencores, chantajes o remordimientos. Sabía que a la vuelta de la esquina la vida pone y también quita y no hay más que sobrevivir con los ojos bien abiertos. Eso es lo que él era realmente, un sobreviviente y en cada experiencia de supervivencia, ya fuere física o emocional, había salido fortalecido y lleno de muchas cualidades prácticas.
Esas cualidades prácticas lo hacían ver como un mago. Claro que tenía la cualidad de atisbar entre los claroscuros de la selva para identificar posibles peligros o incluso mantener la mirada muy atenta en la noche para desgranar de las oscuridad cualquier intensidad mayor en alguna sombra o movimiento; claro que procuraba aspirar con fuerza el aire de lugares desconocidos para identificar olores de peligro, como fuego, mucha humedad en el ambiente o el orín de algún animal. Claro que podía afinar el oído para discriminar entre cientos de sonidos, alguno que importara peligro a la vida, como el cascabel de alguna serpiente o el crujir de alguna rama por efecto de una pesada pisada en la maleza. Por supuesto que con la paciencia de quién pasa horas en el mar en constante bamboleo y mucho tiempo para pensar y para observar, era capaz de ser paciente infinitamente sin necesidad de hablar, pero con atención fija en los matices, en los cambios sutiles de las coloraciones, las temperaturas, las cosas. Sabía que las personas y las cosas se van por propia naturaleza, ya sea voluntaria o involuntariamente y que uno nada puede hacer, así que además de un sobreviviente nato, era un vividor sensato. Disfrutaba lo que la vida le daba sin quejarse y sin lastimarse cuando la vida se lo quitaba.
Un tipo así, por supuesto que era de admiración, pero muy lejos de ser Superman, Batman o Acuamán. No movía y nunca hubiera querido mover objetos con la mirada, ni provocar tormentas con el pensamiento. Simplemente era un tipo intuitivo hasta las cachas, pero para Carlos, era entre una especie de miembro de la Liga de la Justicia, Caballero de la Mesa Redonda, Gandalf el Blanco o como ya habíamos dicho, Yoda. Así que todo lo que decía no era oído por Carlos, no era escuchado por Carlos, sino que era bebido, inyectado y sorbido por Carlos a través de todos sus poros, papilas y sentidos, para hacer tormentas en su cabeza. Tormentas que siempre había creado, por cierto, pero que ahora adquirían grados de veracidad a través de la figura de Juan.
Carlos empezó a procurar la compañía de Juan. Lo fue a visitar a la estación de bomberos y después, con el pretexto de que le ayudara a controlar su sueño, lo visitaba cuantas veces podía. Adriana empezó a sentir que perdía su inmenso poder sobre el niño. Por primeras veces desde hacía años, veía con desesperación cómo sus gritos no lo hacían saltar como un gato cuando le pisan la cola. Por primera vez había sido ignorada y desoída en sus desaires y reclamos. Por primera vez en años, veía sonreír francamente al Carlitos y por más que lo intentaba la cabrona, al ver que no era ella o sus hijos la génesis de sus dientes pelones, sentía cierto celo, cierta falta de control que la orillaba a tratar de insultarlo o enfrentarlo para que cambiara esa faz tan ilusionada… y no podía lograrlo.
Cuento de Klar.
Entrega 18.- Los Supuestos Poderes de Juan.
Carlos regresó de aquel campamento con una visión distinta de muchas cosas. A sus ojos, Juan era toda una revelación. Creía que podía o podría hacer cosas que no había revelado. Lo mitificó en un instante y empezó a hacer todo tipo de conjeturas. En su visión particular del mundo había descubierto a un maestro Yedi, a un Guardián de la Palabra Perdida, a un iniciado, a un héroe de historieta. De inmediato le atribuyó dones y poderes como las películas que le gustaba ver. Así como había encontrado a su Azuka particular, ahora tenía a su Yoda o a su Gandalf particular. Se sentía afortunado y renovado. Parecía que por primera vez en su vida, había conectado con algo que realmente lo moviera.
Pensaba que Juan era un cófrade de algún culto milenario y se entregó a una especie de enamoramiento y culto más que a una amistad común y corriente. A Juan, le caía bien el chamaco. Le parecía cándido hasta la saciedad. Y le resultaba agradable su plática, porque parecía que entendía muy bien las metáforas con las que solía expresarse. Y la verdad es que Juan, no era ni pretendía ser gurú de nadie y nunca lo había pretendido. Se portaba así como era, porque así era. Sin ninguna pretensión o vicio oculto. No requería dinero, porque le bastaba con la ropa que traía. Había aprendido en la vida que por más bienes que atesores o por más que te aferres a cosas o personas, un ventarrón o un giro del destino, te lo pueden arrancar todo de inmediato para jamás regresártelo. Había visto entrañables amigos caer por la borda de un barco, para ser devorados por las fauces espumosas de un mar enojado; había él mismo perdido a su hermana o por lo menos su cercanía en un giro de la fortuna. Había perdido a sus padres temprano y había perdido a buenos amigos al ser deportado de Estados Unidos a México.
Pero no se amargaba por eso. Seguro todas esas pérdidas, a cualquiera de nosotros, acostumbrados al confort y al status quo, nos hubieran significado años de tristeza y resignación victimosa. Para él, eran procesos en la vida y sabía identificar cuando cada proceso terminaba. No se aferraba, no se autocompadecía y no buscaba tomar rehenes o prisioneros. Nunca cultivó un amor, pero cuando los llegó a encontrar en el camino, tomó a esas mujeres con pasión de náufrago, las hizo felices y se hizo feliz salvajemente mientras duró, para después partir sin rencores, chantajes o remordimientos. Sabía que a la vuelta de la esquina la vida pone y también quita y no hay más que sobrevivir con los ojos bien abiertos. Eso es lo que él era realmente, un sobreviviente y en cada experiencia de supervivencia, ya fuere física o emocional, había salido fortalecido y lleno de muchas cualidades prácticas.
Esas cualidades prácticas lo hacían ver como un mago. Claro que tenía la cualidad de atisbar entre los claroscuros de la selva para identificar posibles peligros o incluso mantener la mirada muy atenta en la noche para desgranar de las oscuridad cualquier intensidad mayor en alguna sombra o movimiento; claro que procuraba aspirar con fuerza el aire de lugares desconocidos para identificar olores de peligro, como fuego, mucha humedad en el ambiente o el orín de algún animal. Claro que podía afinar el oído para discriminar entre cientos de sonidos, alguno que importara peligro a la vida, como el cascabel de alguna serpiente o el crujir de alguna rama por efecto de una pesada pisada en la maleza. Por supuesto que con la paciencia de quién pasa horas en el mar en constante bamboleo y mucho tiempo para pensar y para observar, era capaz de ser paciente infinitamente sin necesidad de hablar, pero con atención fija en los matices, en los cambios sutiles de las coloraciones, las temperaturas, las cosas. Sabía que las personas y las cosas se van por propia naturaleza, ya sea voluntaria o involuntariamente y que uno nada puede hacer, así que además de un sobreviviente nato, era un vividor sensato. Disfrutaba lo que la vida le daba sin quejarse y sin lastimarse cuando la vida se lo quitaba.
Un tipo así, por supuesto que era de admiración, pero muy lejos de ser Superman, Batman o Acuamán. No movía y nunca hubiera querido mover objetos con la mirada, ni provocar tormentas con el pensamiento. Simplemente era un tipo intuitivo hasta las cachas, pero para Carlos, era entre una especie de miembro de la Liga de la Justicia, Caballero de la Mesa Redonda, Gandalf el Blanco o como ya habíamos dicho, Yoda. Así que todo lo que decía no era oído por Carlos, no era escuchado por Carlos, sino que era bebido, inyectado y sorbido por Carlos a través de todos sus poros, papilas y sentidos, para hacer tormentas en su cabeza. Tormentas que siempre había creado, por cierto, pero que ahora adquirían grados de veracidad a través de la figura de Juan.
Carlos empezó a procurar la compañía de Juan. Lo fue a visitar a la estación de bomberos y después, con el pretexto de que le ayudara a controlar su sueño, lo visitaba cuantas veces podía. Adriana empezó a sentir que perdía su inmenso poder sobre el niño. Por primeras veces desde hacía años, veía con desesperación cómo sus gritos no lo hacían saltar como un gato cuando le pisan la cola. Por primera vez había sido ignorada y desoída en sus desaires y reclamos. Por primera vez en años, veía sonreír francamente al Carlitos y por más que lo intentaba la cabrona, al ver que no era ella o sus hijos la génesis de sus dientes pelones, sentía cierto celo, cierta falta de control que la orillaba a tratar de insultarlo o enfrentarlo para que cambiara esa faz tan ilusionada… y no podía lograrlo.
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