Re: Taller del Alquimista...
Buen Domingo Alqui y a todos los asiduos!
Vuelvo a ponerte en el Top para que sigas.
Yo te soy sincera "sin querer queriendo" me he asomado al cuento, pero solamente un poquito y en un párrafo del medio.
Como cuando abro un libro en una página, al azar para darme una pequeña probadita antes de leer.
El asunto es que el sistema o lo que sea aqui me está fallando mucho,de pronto se va y no regresa hasta horas y ya ves anoche resulta que me quedé conectada, pero yo sin señal...
Por éso, me apresuré a subir la reseña y mi comentario, y como perdí una escogí otra y a la mera hora estaban las dos y mi comentario como calcado.
O sea...
Por éso metí mi cuchara antes de que se me vaya la inspiración.
Pero ahi te dejo el pie de página de tu última entrega.
Un abrazote.
Originalmente publicado por El Alquimista
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Siguiente parte... Ya no se ni cual es... Creo que es la 3.1.2. Y ya viene el final.
Sin que pudiera entender por qué o cómo, la Licenciada Linares puso atención inusual a todas las palabras de Leonora Mlán. Sintió un vuelco en el corazón, una sensación incómoda en el estómago. ¿Cómo?, ¿Por qué? ¿Era en serio? En ese momento se hizo el pequeño hoyito en el radiador de su psique.
Sin que pudiera entender por qué, un nudo se le hizo en la garganta, sintió los ojos húmedos y una lágrima solitaria le partió la cara en dos bordeando la nariz por el lado izquierdo y avanzando hasta estacionarse en sus labios. Una delgada mancha de rímel le descompuso su siempre cuidadísima imagen. Ella no usaba mucha pintura, pero teniendo unos enormes ojos como los suyos, los enmarcaba cuidadosamente con rímel, mucho rímel. Sintió en los labios el sabor salado de su propia lágrima con ese toque amargo de la pintura de ojos.
En medio de la Ciudad más grande del mundo y arriba de un auto equipado con blindaje ligero, de súbito, de improviso y sin que lo viera venir, fue impactada por un Tsunami. Un terremoto que venía directamente desde el centro de sus entrañas. Se sintió sola, vulnerable, inútil e infinitamente triste. Se le aguó la nariz y a la primera le siguieron algunas lágrimas más al momento en que parpadeó para aclarar la visión.
Jaló aire, carraspeó y echó los hombros para adelante retando a sus sentimientos. No era momento de ponerse ñoña. La esperaba una docena de poderosos que confiaban en su temple y conocimiento. Tomó un kleenex de la consola central, se sonó la nariz, se miró al espejo y retiró la mancha negruzca de la cara. Volteó por el espejo retrovisor, giró bruscamente el volante y le inyectó gas a la maquinota para salir de detrás del camión descompuesto, sin hacer caso a las señales de los policías ineptos. Le dio un cerrón a una señora que llevaba niños a la escuela y siguió su camino. Ensayó junto a la cabina del camión descompuesto un ademán y con el claxon ejecutó una perfecta e impersonal mentada de madre. Trató de dejar atrás el sentimiento como dejaba al camión descompuesto, en ese acto controlado de rabia liberada. Hizo un mueca ininteligible y le cambió a la estación de radio. Upppps…. Mala decisión.
Tratando de evadir el dolor que le había provocado gratuitamente la salida del aire de Buenos Días Santa Fe, le fue a poner al azar en una estación en la que tocaban una hora seguida de Los Beatles. La canción era Love me Do. Una favorita de su padre. Su cabeza se estremeció como cuando se muerde una tostada con una muela cariada. Un choque con un autobús de frente. Su padre amaba a Los Beatles. Love Me Do su favorita, que siempre le cantaba mientras le ponía la pijama antes de dormir.
El recuerdo la traicionó. La llevó directamente a esos días en que pensaba que el mundo era perfecto. Su altísimo padre de mirada serena y voz hipnotizadora, se hincaba junto a su cama, la ayudaba a ponerse su pijama, la tapaba y le colocaba su mano de Yeti en la espalda. A ella le gustaba dormir boca abajo y con la cálida mano de su padre que le abarcaba de omóplato a omóplato se dormía, mientras su papá le ponía a Bach y le enseñaba a identificar los trazos de la melodía, le explicaba qué era una fuga y un contrapunto. Se acordó que su padre le decía que la música yacía en el silencio. Que si no fuera por éste, jamás podría entenderse el sonido, la palabra hablada, el canto, el sonido. Aprendió apreciar el silencio porque su padre le dijo que Dios habitaba en los silencios.
Hizo un mueca que intentó ser una sonrisa muy descompuesta y ahora sí, sus ojos estallaron en un mar incontenible, la nariz hizo lo suyo y tuvo que jalar aire desesperadamente por la boca. Emitió un sollozo profundo. Un sollozo como jamás en su vida se había dado permiso de emitir. Jadeaba. Jadeaba como una bestia herida de muerte. Jadeaba más que cuando trató de correr por primera vez un maratón y se reventó al kilómetro 32 persiguiendo a un anciano correoso de unos 60 años.
Recordó a su padre, sentado con ella en el piano, arrancándole música mágica inimaginable tocada sólo para ella. Recordó como le había enseñado a tocar con ella a cuatro manos Seis epígrafes de Debussy. Como sus almas se hacían una y compleja melodía.
Recordó cómo su padre siempre estuvo muy presente, a diferencia de su madre. Cuidando sus noches febriles, mientras su madre atendía con esmero sus propias fiebres.
Ya no había nada que la pudiera controlar. Trató de evadir el tráfico para sentirse menos sofocada y se metió entrecalles. Un camión de gas se había parado en doble fila y cargaba a una casa. Estaba atrapada y el reloj corría. Su intención era acelerar a fondo, escapar de si misma, pero no. El camión de gas la había detenido por completo. En vano tocó el claxon como una loca. Un viejo gordo de uniforme grisáceo a cambio de los toquidos de loca, le devolvió una acerada mirada impersonal que quería decir que no se iba a mover hasta que se moviera.
Ahí, como un zorro enganchado en una trampa de osos, cerró los ojos y la memoria se le vino encima. Vio a su padre tocando Rapsodia Húngara No. 2 de Liszt mientras su madre sacaba sus cosas de la casa, embarazada a los 40 años de un boxeador de 20. Su padre más que tocar, golpeaba las teclas y pateaba los pedales del piano una y otra y otra vez. Pero nada más además de eso. Después de que ella se fue, el Profesor que no tomaba ni fumaba se refugió en botellas y botellas y botellas. Primero de bourbon, después de whisky barato, después de lo que fuera. La Licenciada Linares recordó con tristeza a su padre y con odio eterno a su madre. Así que era huérfana. Una maldita huérfana.
Apagó el radio, se recargó en el volante y tomó el teléfono para hablarle a alguien y decirle lo que le estaba pasando. Necesitaba desahogarse con alguien… No había a nadie a quién llamar. Su eterno síndrome de competitividad, la educación, la erudición, el éxito, la habían separado del resto de los mortales. Los hombres que lo parecían los consideraba idiotas. Cromañones hormonosos que vivían para sus genitales. Sin plática, sin sensibilidad y sin futuro. Por otro lado, los que estaban a su nivel intelectual eran todos unos idiotas que parecía que no les habían bajado los huevos nunca. Tímidos, asustadizos, idiotas despegados de la realidad que no conectaban dos ideas simples sin meter teorías insostenibles o sentencias de lugar común. Aburridísimos. Y por último los poderosos. Esos con los que se codeaba últimamente pensaban que todo se merecían nomás por ostentar un cargo o tener una buena cuenta. Embebidos en ellos mismos, siempre creyendo que el universo gira a su alrededor y que todos los demás están para satisfacer hasta sus más vanas necesidades. Ella necesitaba que la atendieran, no atender a alguien, pero su perfil la hacía parecer más una competidora que una pareja.
No tuvo a quién llamarle, su última pareja sentimental había huido. Si bien no rompieron tan mal como para no hablarle, ella sabía que no podía llamarle a esas horas. Si…. Era casado. Era casado como tantos otros a los que frecuentó. Y empezó a flagelarse… Inició el recuerdo de sus amores malogrados…
Sin que pudiera entender por qué o cómo, la Licenciada Linares puso atención inusual a todas las palabras de Leonora Mlán. Sintió un vuelco en el corazón, una sensación incómoda en el estómago. ¿Cómo?, ¿Por qué? ¿Era en serio? En ese momento se hizo el pequeño hoyito en el radiador de su psique.
Sin que pudiera entender por qué, un nudo se le hizo en la garganta, sintió los ojos húmedos y una lágrima solitaria le partió la cara en dos bordeando la nariz por el lado izquierdo y avanzando hasta estacionarse en sus labios. Una delgada mancha de rímel le descompuso su siempre cuidadísima imagen. Ella no usaba mucha pintura, pero teniendo unos enormes ojos como los suyos, los enmarcaba cuidadosamente con rímel, mucho rímel. Sintió en los labios el sabor salado de su propia lágrima con ese toque amargo de la pintura de ojos.
En medio de la Ciudad más grande del mundo y arriba de un auto equipado con blindaje ligero, de súbito, de improviso y sin que lo viera venir, fue impactada por un Tsunami. Un terremoto que venía directamente desde el centro de sus entrañas. Se sintió sola, vulnerable, inútil e infinitamente triste. Se le aguó la nariz y a la primera le siguieron algunas lágrimas más al momento en que parpadeó para aclarar la visión.
Jaló aire, carraspeó y echó los hombros para adelante retando a sus sentimientos. No era momento de ponerse ñoña. La esperaba una docena de poderosos que confiaban en su temple y conocimiento. Tomó un kleenex de la consola central, se sonó la nariz, se miró al espejo y retiró la mancha negruzca de la cara. Volteó por el espejo retrovisor, giró bruscamente el volante y le inyectó gas a la maquinota para salir de detrás del camión descompuesto, sin hacer caso a las señales de los policías ineptos. Le dio un cerrón a una señora que llevaba niños a la escuela y siguió su camino. Ensayó junto a la cabina del camión descompuesto un ademán y con el claxon ejecutó una perfecta e impersonal mentada de madre. Trató de dejar atrás el sentimiento como dejaba al camión descompuesto, en ese acto controlado de rabia liberada. Hizo un mueca ininteligible y le cambió a la estación de radio. Upppps…. Mala decisión.
Tratando de evadir el dolor que le había provocado gratuitamente la salida del aire de Buenos Días Santa Fe, le fue a poner al azar en una estación en la que tocaban una hora seguida de Los Beatles. La canción era Love me Do. Una favorita de su padre. Su cabeza se estremeció como cuando se muerde una tostada con una muela cariada. Un choque con un autobús de frente. Su padre amaba a Los Beatles. Love Me Do su favorita, que siempre le cantaba mientras le ponía la pijama antes de dormir.
El recuerdo la traicionó. La llevó directamente a esos días en que pensaba que el mundo era perfecto. Su altísimo padre de mirada serena y voz hipnotizadora, se hincaba junto a su cama, la ayudaba a ponerse su pijama, la tapaba y le colocaba su mano de Yeti en la espalda. A ella le gustaba dormir boca abajo y con la cálida mano de su padre que le abarcaba de omóplato a omóplato se dormía, mientras su papá le ponía a Bach y le enseñaba a identificar los trazos de la melodía, le explicaba qué era una fuga y un contrapunto. Se acordó que su padre le decía que la música yacía en el silencio. Que si no fuera por éste, jamás podría entenderse el sonido, la palabra hablada, el canto, el sonido. Aprendió apreciar el silencio porque su padre le dijo que Dios habitaba en los silencios.
Hizo un mueca que intentó ser una sonrisa muy descompuesta y ahora sí, sus ojos estallaron en un mar incontenible, la nariz hizo lo suyo y tuvo que jalar aire desesperadamente por la boca. Emitió un sollozo profundo. Un sollozo como jamás en su vida se había dado permiso de emitir. Jadeaba. Jadeaba como una bestia herida de muerte. Jadeaba más que cuando trató de correr por primera vez un maratón y se reventó al kilómetro 32 persiguiendo a un anciano correoso de unos 60 años.
Recordó a su padre, sentado con ella en el piano, arrancándole música mágica inimaginable tocada sólo para ella. Recordó como le había enseñado a tocar con ella a cuatro manos Seis epígrafes de Debussy. Como sus almas se hacían una y compleja melodía.
Recordó cómo su padre siempre estuvo muy presente, a diferencia de su madre. Cuidando sus noches febriles, mientras su madre atendía con esmero sus propias fiebres.
Ya no había nada que la pudiera controlar. Trató de evadir el tráfico para sentirse menos sofocada y se metió entrecalles. Un camión de gas se había parado en doble fila y cargaba a una casa. Estaba atrapada y el reloj corría. Su intención era acelerar a fondo, escapar de si misma, pero no. El camión de gas la había detenido por completo. En vano tocó el claxon como una loca. Un viejo gordo de uniforme grisáceo a cambio de los toquidos de loca, le devolvió una acerada mirada impersonal que quería decir que no se iba a mover hasta que se moviera.
Ahí, como un zorro enganchado en una trampa de osos, cerró los ojos y la memoria se le vino encima. Vio a su padre tocando Rapsodia Húngara No. 2 de Liszt mientras su madre sacaba sus cosas de la casa, embarazada a los 40 años de un boxeador de 20. Su padre más que tocar, golpeaba las teclas y pateaba los pedales del piano una y otra y otra vez. Pero nada más además de eso. Después de que ella se fue, el Profesor que no tomaba ni fumaba se refugió en botellas y botellas y botellas. Primero de bourbon, después de whisky barato, después de lo que fuera. La Licenciada Linares recordó con tristeza a su padre y con odio eterno a su madre. Así que era huérfana. Una maldita huérfana.
Apagó el radio, se recargó en el volante y tomó el teléfono para hablarle a alguien y decirle lo que le estaba pasando. Necesitaba desahogarse con alguien… No había a nadie a quién llamar. Su eterno síndrome de competitividad, la educación, la erudición, el éxito, la habían separado del resto de los mortales. Los hombres que lo parecían los consideraba idiotas. Cromañones hormonosos que vivían para sus genitales. Sin plática, sin sensibilidad y sin futuro. Por otro lado, los que estaban a su nivel intelectual eran todos unos idiotas que parecía que no les habían bajado los huevos nunca. Tímidos, asustadizos, idiotas despegados de la realidad que no conectaban dos ideas simples sin meter teorías insostenibles o sentencias de lugar común. Aburridísimos. Y por último los poderosos. Esos con los que se codeaba últimamente pensaban que todo se merecían nomás por ostentar un cargo o tener una buena cuenta. Embebidos en ellos mismos, siempre creyendo que el universo gira a su alrededor y que todos los demás están para satisfacer hasta sus más vanas necesidades. Ella necesitaba que la atendieran, no atender a alguien, pero su perfil la hacía parecer más una competidora que una pareja.
No tuvo a quién llamarle, su última pareja sentimental había huido. Si bien no rompieron tan mal como para no hablarle, ella sabía que no podía llamarle a esas horas. Si…. Era casado. Era casado como tantos otros a los que frecuentó. Y empezó a flagelarse… Inició el recuerdo de sus amores malogrados…
Vuelvo a ponerte en el Top para que sigas.
Yo te soy sincera "sin querer queriendo" me he asomado al cuento, pero solamente un poquito y en un párrafo del medio.
Como cuando abro un libro en una página, al azar para darme una pequeña probadita antes de leer.
El asunto es que el sistema o lo que sea aqui me está fallando mucho,de pronto se va y no regresa hasta horas y ya ves anoche resulta que me quedé conectada, pero yo sin señal...
Por éso, me apresuré a subir la reseña y mi comentario, y como perdí una escogí otra y a la mera hora estaban las dos y mi comentario como calcado.
O sea...
Por éso metí mi cuchara antes de que se me vaya la inspiración.
Pero ahi te dejo el pie de página de tu última entrega.
Un abrazote.
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