Re: Taller del Alquimista...
“Seguía lloviendo afuera…”
Devoró con ansiedad un par de obleas “Coronado”, en un instante. La negativa de la voz al otro lado del teléfono explicando que no eran horas de servicio, no nos dejó otra alternativa. Yo había comprado una tira de esos dulces horas antes en el alto de un semáforo, cuando un compañero de Tijuana nos trasladaba a un lugar para comer, y los dejé en el cuarto del hotel.
Ella traslucía un cansancio que se reflejaba en la pálida piel de sus párpados y en sus poco disimulados bostezos. Reclinada sobre la cama con sólo una delgada camiseta blanca, ya no vestía la gruesa chamarra que le protegía de los cinco grados centígrados de la madrugada fronteriza, ni los pantalones negros que resaltaban su esbelta pero torneada figura.
Había sido una de las últimas chicas en bailar su rutina en el tubo de aquel antro, a unos pasos de la garita en Mexicali. Yo había llegado al lugar a las nueve de la noche y me senté en una mesa muy próxima a la pista de baile. El local lucía semidesierto, sin embargo las bailarinas se sucedían unas a otras con movimientos alternativamente suaves y agresivos. La distribución en forma de “T” del escenario permitía el recorrido de cada una de ellas dando visibilidad a sus hermosos cuerpos con breves y coloridos bikinis.
No la escuché llegar. Bebía la segunda “Tecate” cuando una voz suave con marcado acento jalisciense me susurró al oído un “¿me invitas una cerveza?” a la vez que me besaba la mejilla. Mis ojos observaron una espléndida cabellera negra y unos ojos cafés, enmarcados por unas bellas cejas. Vestía minifalda y top en color naranja y se presentó como Leslie.
“Le dije llama y quédate…”
Su sonrisa era espontánea y vivaz y le permitía pasar sin sobresaltos del relato de su vida a la crítica punzante hacía algunas de sus compañeras. Pronto el esporádico abrazo dejó de ser la excepción y se convirtió en la única forma de contacto. Sus labios resultaron tan suaves como la piel de sus veintitantos años. Por cada cerveza que le invitaba, ella coleccionaba unas fichas de papel que un diligente mesero le daba y que ella guardaba en la vacía cajetilla de cigarros que ya ocupaba un lugar en la bolsa de mi camisa. Me preguntaba con desenfado por mi trabajo y mi estado civil. A veces resolvía su sorpresa ante mis respuestas con una sonora carcajada.
Cuando terminaba mi cuarta cerveza me explicó con calma mis opciones: comprar un boleto de doscientos pesos para tener un baile durante el tiempo de una canción, comprar tres para ir a un privado y/o pagarle mil pesos a ella y trescientos al establecimiento para tener sexo en un salón descrito como “decorado con espejos y con tres sillones”. Todavía bebimos una cerveza más antes de levantarnos y subir por una descuidada escalera en la parte posterior del lugar, al cuarto de los espejos.
Una vez adentro, cerramos la endeble puerta y sin prisa fue mostrándome los cinco tatuajes que tenía en el cuerpo y que lucía con un fingido aire de porn-star, en medio de risas y cachondeos…
“Seguía lloviendo afuera…”
Devoró con ansiedad un par de obleas “Coronado”, en un instante. La negativa de la voz al otro lado del teléfono explicando que no eran horas de servicio, no nos dejó otra alternativa. Yo había comprado una tira de esos dulces horas antes en el alto de un semáforo, cuando un compañero de Tijuana nos trasladaba a un lugar para comer, y los dejé en el cuarto del hotel.
Ella traslucía un cansancio que se reflejaba en la pálida piel de sus párpados y en sus poco disimulados bostezos. Reclinada sobre la cama con sólo una delgada camiseta blanca, ya no vestía la gruesa chamarra que le protegía de los cinco grados centígrados de la madrugada fronteriza, ni los pantalones negros que resaltaban su esbelta pero torneada figura.
Había sido una de las últimas chicas en bailar su rutina en el tubo de aquel antro, a unos pasos de la garita en Mexicali. Yo había llegado al lugar a las nueve de la noche y me senté en una mesa muy próxima a la pista de baile. El local lucía semidesierto, sin embargo las bailarinas se sucedían unas a otras con movimientos alternativamente suaves y agresivos. La distribución en forma de “T” del escenario permitía el recorrido de cada una de ellas dando visibilidad a sus hermosos cuerpos con breves y coloridos bikinis.
No la escuché llegar. Bebía la segunda “Tecate” cuando una voz suave con marcado acento jalisciense me susurró al oído un “¿me invitas una cerveza?” a la vez que me besaba la mejilla. Mis ojos observaron una espléndida cabellera negra y unos ojos cafés, enmarcados por unas bellas cejas. Vestía minifalda y top en color naranja y se presentó como Leslie.
“Le dije llama y quédate…”
Su sonrisa era espontánea y vivaz y le permitía pasar sin sobresaltos del relato de su vida a la crítica punzante hacía algunas de sus compañeras. Pronto el esporádico abrazo dejó de ser la excepción y se convirtió en la única forma de contacto. Sus labios resultaron tan suaves como la piel de sus veintitantos años. Por cada cerveza que le invitaba, ella coleccionaba unas fichas de papel que un diligente mesero le daba y que ella guardaba en la vacía cajetilla de cigarros que ya ocupaba un lugar en la bolsa de mi camisa. Me preguntaba con desenfado por mi trabajo y mi estado civil. A veces resolvía su sorpresa ante mis respuestas con una sonora carcajada.
Cuando terminaba mi cuarta cerveza me explicó con calma mis opciones: comprar un boleto de doscientos pesos para tener un baile durante el tiempo de una canción, comprar tres para ir a un privado y/o pagarle mil pesos a ella y trescientos al establecimiento para tener sexo en un salón descrito como “decorado con espejos y con tres sillones”. Todavía bebimos una cerveza más antes de levantarnos y subir por una descuidada escalera en la parte posterior del lugar, al cuarto de los espejos.
Una vez adentro, cerramos la endeble puerta y sin prisa fue mostrándome los cinco tatuajes que tenía en el cuerpo y que lucía con un fingido aire de porn-star, en medio de risas y cachondeos…
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