Re: Taller del Alquimista...
Saludos mi estimado Cubo. Pues si, gran coincidencia. Hay artistas que cuando mueren se vuelven leyenda. Gabo ya lo era hacía mucho. Recuerdo una vez, creo que ya lo he contado, tuve la afortunada coincidencia de verlo en una boda que me invitaron. Su presencia realmente me impactó. Mucho. Impresionante. Y creeme que no soy muy impresionable y en aquellos días menos.
Le encantaban las mujeres pero también le gustaba guardar las apariencias. Lo embrujaba su propia leyenda. Decía que hay que tener la vida privada, la vida pública y la vida secreta. Y en todas hay que quedar bien.
Un día cuando tenía 11 años, mi maestra de Español nos puso a leer ésto:
José Arcadio Buendía, que era el hombre más emprendedor que se vería jamás en la aldea,
había dispuesto de tal modo la posición de las casas, que desde todas podía llegarse al río y
abastecerse de agua con igual esfuerzo, y trazó las calles con tan buen sentido que ninguna casa
recibía más sol que otra a la hora del calor. En pocos años, Macondo fue una aldea más ordenada
y laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta entonces por sus 300 habitantes. Era en verdad
una aldea feliz, donde nadie era mayor de treinta años y donde nadie había muerto.
Desde los tiempos de la fundación, José Arcadio Buendía construyó trampas y jaulas. En poco
tiempo llenó de turpiales, canarios, azulejos y petirrojos no sólo la propia casa, sino todas las de
la aldea. El concierto de tantos pájaros distintos llegó a ser tan aturdidor, que Úrsula se tapó los
oídos con cera de abejas para no perder el sentido de la realidad. La primera vez que llegó la
tribu de Melquíades vendiendo bolas de vidrio para el dolor de cabeza, todo el mundo se
sorprendió de que hubieran podido encontrar aquella aldea perdida en el sopor de la ciénaga, y
los gitanos confesaron que se habían orientado por el canto de los pájaros.
Aquel espíritu de iniciativa social desapareció en poco tiempo, arrastrado por la fiebre de los
imanes, los cálculos astronómicos, los sueños de trasmutación y las ansias de conocer las
maravillas del mundo. De emprendedor y limpio, José Arcadio Buendía se convirtió en un hombre
de aspecto holgazán, descuidado en el vestir, con una barba salvaje que Úrsula lograba cuadrar a
duras penas con un cuchillo de cocina. No faltó quien lo considerara víctima de algún extraño
sortilegio. Pero hasta los más convencidos de su locura abandonaron trabajo y familias para
seguirlo, cuando se echó al hombro sus herramientas de desmontar, y pidió el concurso de todos
para abrir una trocha que pusiera a Macondo en contacto con los grandes inventos.
José Arcadio Buendía ignoraba por completo la geografía de la región. Sabía que hacia el
Oriente estaba la sierra impenetrable, y al otro lado de la sierra la antigua ciudad de Riohacha,
donde en épocas pasadas -según le había contado el primer Aureliano Buendía, su abuelo- sir
Francis Drake se daba al deporte de cazar caimanes a cañonazos, que luego hacía remendar y
rellenar de paja para llevárselos a la reina Isabel. En su juventud, él y sus hombres, con mujeres
y niños y animales y toda clase de enseres domésticos, atravesaron la sierra buscando una salida
al mar, y al cabo de veintiséis meses desistieron de la empresa y fundaron a Macondo para no
tener que emprender el camino de regreso. Era, pues, una ruta que no le interesaba, porque sólo
podía conducirlo al pasado. Al sur estaban los pantanos, cubiertos de una eterna nata vegetal, y
el vasto universo de la ciénaga grande, que según testimonio de los gitanos carecía de límites. La
ciénaga grande se confundía al Occidente con una extensión acuática sin horizontes, donde había
cetáceos de piel delicada con cabeza y torso de mujer, que perdían a los navegantes con el
hechizo de sus tetas descomunales. Los gitanos navegaban seis meses por esa ruta antes de
alcanzar el cinturón de tierra firme por donde pasaban las mulas del correo. De acuerdo con los
cálculos de José Arcadio Buendía, la única posibilidad de contacto con la civilización era la ruta del
Norte. De modo que dotó de herramientas de desmonte y armas de cacería a los mismos
hombres que lo acompañaron en la fundación de Macondo; echó en una mochila sus instrumentos
de orientación y sus mapas, y emprendió la temeraria aventura.
Los primeros días no encontraron un obstáculo apreciable. Descendieron por la pedregosa
ribera del río hasta el lugar en que años antes habían encontrado la armadura del guerrero, y allí
penetraron al bosque por un sendero de naranjos silvestres. Al término de la primera semana mataron y asaron un venado, pero se conformaron con comer la mitad y salar el resto para los
próximos días. Trataban de aplazar con esa precaución la necesidad de seguir comiendo
guacamayas, cuya carne azul tenía un áspero sabor de almizcle. Luego, durante más de diez días,
no volvieron a ver el sol. El suelo se volvió blando y húmedo, como ceniza volcánica, y la
vegetación fue cada vez más insidiosa y se hicieron cada vez más lejanos los gritos de los pájaros
y la bullaranga de los monos, y el mundo se volvió triste para siempre. Los hombres de la
expedición se sintieron abrumados por sus recuerdos más antiguos en aquel paraíso de humedad
y silencio, anterior al pecado original, donde las botas se hundían en pozos de aceites humeantes
y los machetes destrozaban lirios sangrientos y salamandras doradas. Durante una semana, casi
sin hablar, avanzaron como sonámbulos por un universo de pesadumbre, alumbrados apenas por
una tenue reverberación de insectos luminosos y con los pulmones agobiados por un sofocante
olor de sangre. No podían regresar, porque la trocha que iban abriendo a su paso se volvía a
cerrar en poco tiempo, con una vegetación nueva que casi veían crecer ante sus ojos. «No
importa -decía José Arcadio Buendía-. Lo esencial es no perder la orientación.» Siempre
pendiente de la brújula, siguió guiando a sus hombres hacia el norte invisible, hasta que lograron
salir de la región encantada. Era una noche densa, sin estrellas, pero la oscuridad estaba
impregnada por un aire nuevo y limpio. Agotados por la prolongada travesía, colgaron las
hamacas y durmieron a fondo por primera vez en dos semanas. Cuando despertaron, ya con el
sol alto, se quedaron pasmados de fascinación. Frente a ellos, rodeado de helechos y palmeras,
blanco y polvoriento en la silenciosa luz de la mañana, estaba un enorme galeón español.
Regresando de la escuela le platiqué a mi papà y le dije que necesitaba ese libro. Ese fue el primer libro que me regaló mi papá. Y ese libro por mucho tiempo me hizo pensar en ser escritor. Desèo que fue arrancado de raíz también por mi papá... No se. Tal vez tuvo razón. O tal vez, ya que acabe con mis responsabilidades, empezaré a escribir en forma y libremente, como Saramago... Ya veremos. Y si algún día así es, el Gabo habrá tenido la culpa.
Saludos.
Originalmente publicado por cubo
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Le encantaban las mujeres pero también le gustaba guardar las apariencias. Lo embrujaba su propia leyenda. Decía que hay que tener la vida privada, la vida pública y la vida secreta. Y en todas hay que quedar bien.
Un día cuando tenía 11 años, mi maestra de Español nos puso a leer ésto:
José Arcadio Buendía, que era el hombre más emprendedor que se vería jamás en la aldea,
había dispuesto de tal modo la posición de las casas, que desde todas podía llegarse al río y
abastecerse de agua con igual esfuerzo, y trazó las calles con tan buen sentido que ninguna casa
recibía más sol que otra a la hora del calor. En pocos años, Macondo fue una aldea más ordenada
y laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta entonces por sus 300 habitantes. Era en verdad
una aldea feliz, donde nadie era mayor de treinta años y donde nadie había muerto.
Desde los tiempos de la fundación, José Arcadio Buendía construyó trampas y jaulas. En poco
tiempo llenó de turpiales, canarios, azulejos y petirrojos no sólo la propia casa, sino todas las de
la aldea. El concierto de tantos pájaros distintos llegó a ser tan aturdidor, que Úrsula se tapó los
oídos con cera de abejas para no perder el sentido de la realidad. La primera vez que llegó la
tribu de Melquíades vendiendo bolas de vidrio para el dolor de cabeza, todo el mundo se
sorprendió de que hubieran podido encontrar aquella aldea perdida en el sopor de la ciénaga, y
los gitanos confesaron que se habían orientado por el canto de los pájaros.
Aquel espíritu de iniciativa social desapareció en poco tiempo, arrastrado por la fiebre de los
imanes, los cálculos astronómicos, los sueños de trasmutación y las ansias de conocer las
maravillas del mundo. De emprendedor y limpio, José Arcadio Buendía se convirtió en un hombre
de aspecto holgazán, descuidado en el vestir, con una barba salvaje que Úrsula lograba cuadrar a
duras penas con un cuchillo de cocina. No faltó quien lo considerara víctima de algún extraño
sortilegio. Pero hasta los más convencidos de su locura abandonaron trabajo y familias para
seguirlo, cuando se echó al hombro sus herramientas de desmontar, y pidió el concurso de todos
para abrir una trocha que pusiera a Macondo en contacto con los grandes inventos.
José Arcadio Buendía ignoraba por completo la geografía de la región. Sabía que hacia el
Oriente estaba la sierra impenetrable, y al otro lado de la sierra la antigua ciudad de Riohacha,
donde en épocas pasadas -según le había contado el primer Aureliano Buendía, su abuelo- sir
Francis Drake se daba al deporte de cazar caimanes a cañonazos, que luego hacía remendar y
rellenar de paja para llevárselos a la reina Isabel. En su juventud, él y sus hombres, con mujeres
y niños y animales y toda clase de enseres domésticos, atravesaron la sierra buscando una salida
al mar, y al cabo de veintiséis meses desistieron de la empresa y fundaron a Macondo para no
tener que emprender el camino de regreso. Era, pues, una ruta que no le interesaba, porque sólo
podía conducirlo al pasado. Al sur estaban los pantanos, cubiertos de una eterna nata vegetal, y
el vasto universo de la ciénaga grande, que según testimonio de los gitanos carecía de límites. La
ciénaga grande se confundía al Occidente con una extensión acuática sin horizontes, donde había
cetáceos de piel delicada con cabeza y torso de mujer, que perdían a los navegantes con el
hechizo de sus tetas descomunales. Los gitanos navegaban seis meses por esa ruta antes de
alcanzar el cinturón de tierra firme por donde pasaban las mulas del correo. De acuerdo con los
cálculos de José Arcadio Buendía, la única posibilidad de contacto con la civilización era la ruta del
Norte. De modo que dotó de herramientas de desmonte y armas de cacería a los mismos
hombres que lo acompañaron en la fundación de Macondo; echó en una mochila sus instrumentos
de orientación y sus mapas, y emprendió la temeraria aventura.
Los primeros días no encontraron un obstáculo apreciable. Descendieron por la pedregosa
ribera del río hasta el lugar en que años antes habían encontrado la armadura del guerrero, y allí
penetraron al bosque por un sendero de naranjos silvestres. Al término de la primera semana mataron y asaron un venado, pero se conformaron con comer la mitad y salar el resto para los
próximos días. Trataban de aplazar con esa precaución la necesidad de seguir comiendo
guacamayas, cuya carne azul tenía un áspero sabor de almizcle. Luego, durante más de diez días,
no volvieron a ver el sol. El suelo se volvió blando y húmedo, como ceniza volcánica, y la
vegetación fue cada vez más insidiosa y se hicieron cada vez más lejanos los gritos de los pájaros
y la bullaranga de los monos, y el mundo se volvió triste para siempre. Los hombres de la
expedición se sintieron abrumados por sus recuerdos más antiguos en aquel paraíso de humedad
y silencio, anterior al pecado original, donde las botas se hundían en pozos de aceites humeantes
y los machetes destrozaban lirios sangrientos y salamandras doradas. Durante una semana, casi
sin hablar, avanzaron como sonámbulos por un universo de pesadumbre, alumbrados apenas por
una tenue reverberación de insectos luminosos y con los pulmones agobiados por un sofocante
olor de sangre. No podían regresar, porque la trocha que iban abriendo a su paso se volvía a
cerrar en poco tiempo, con una vegetación nueva que casi veían crecer ante sus ojos. «No
importa -decía José Arcadio Buendía-. Lo esencial es no perder la orientación.» Siempre
pendiente de la brújula, siguió guiando a sus hombres hacia el norte invisible, hasta que lograron
salir de la región encantada. Era una noche densa, sin estrellas, pero la oscuridad estaba
impregnada por un aire nuevo y limpio. Agotados por la prolongada travesía, colgaron las
hamacas y durmieron a fondo por primera vez en dos semanas. Cuando despertaron, ya con el
sol alto, se quedaron pasmados de fascinación. Frente a ellos, rodeado de helechos y palmeras,
blanco y polvoriento en la silenciosa luz de la mañana, estaba un enorme galeón español.
Regresando de la escuela le platiqué a mi papà y le dije que necesitaba ese libro. Ese fue el primer libro que me regaló mi papá. Y ese libro por mucho tiempo me hizo pensar en ser escritor. Desèo que fue arrancado de raíz también por mi papá... No se. Tal vez tuvo razón. O tal vez, ya que acabe con mis responsabilidades, empezaré a escribir en forma y libremente, como Saramago... Ya veremos. Y si algún día así es, el Gabo habrá tenido la culpa.
Saludos.
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