Re: Al Margen
No todas las novelas sobre la Guerra Civil y sus consecuencias son un coñazo.
Quiero decir que no todas son previsibles, ñoñas y maniqueas.
También las hay buenas.
Muy buenas, incluso.
Estupendas.
Es lo que pasa con Jordi Soler.
Jordi Soler es un catalán que nació en Méjico, en plena selva, descendiente de exiliados republicanos, y sus últimos libros los ha dedicado a contar su historia y la de su familia.
Empezó con Los rojos de ultramar, en el que narraba la huida de España de su abuelo al terminar la guerra y su estancia en los campos de concentración franceses.
Frente a tantos tópicos y tanta tontería bienintencionada, Soler era capaz de hacer auténtica literatura.
Y mucho más que eso: era capaz de hablar de la Guerra Civil y el exilio como si nadie hubiera hablado antes del tema.
Como un fogonazo.
O como si por fin descubrieras lo que en realidad había pasado.
O una parte de lo que pasó.
Soler tampoco pretende pontificar.
Sí, en todo caso, luchar contra el olvido y reivindicar una memoria que está muy lejos de ser histórica, porque es aún presente y lo seguirá siendo durante décadas. Algo que Soler llama "ese drama que aún nos distingue".
Luego vino La última hora del último día, una de las mejores novelas que se han escrito en España en los últimos años.
Soler volvía a la selva mejicana donde se crió, a la plantación de café que montó su abuelo junto a otros exiliados catalanes.
Jamás se ha escrito nada semejante sobre el exilio.
Soler creaba un territorio fantasmagórico, en el que un grupo de viejos seguía izando todas las mañanas la señera y hablando en catalán, organizaban un complot para matar a Franco, eran puteados por las autoridades mejicanas, adoptaban a un elefante que se había escapado del circo o vivían esa contradicción que supone ser muy, muy rojo y al mismo tiempo, practicar una suerte de neocolonialismo.
Había algo muy poderoso en ese libro, muy turbio, casi atávico.
Lo dije en otra entrada: era Conrad, era Faulkner y era Céline.
Era también Juan Rulfo.
Y un viaje aterrador a la infancia y a sus peores pesadillas.
Si no has leído La última hora del último día, estás perdiendo el tiempo.
Corre a comprarlo, o a robarlo, o a hacerte como sea con él.
Ahora llega La fiesta del oso.
Lo ha publicado Mondadori.
Aquí retoma la historia de su tío abuelo Oriol.
Cuando los demás huyeron a Francia en el 39, Oriol estaba herido y tuvo que quedarse en un hospital del Pirineo.
A partir de ahí, se pierde su rastro.
La versión que Soler había dado en sus anteriores obras es que Oriol murió sin cruzar la frontera, aunque durante años su familia creyó que iba a aparecer de un momento a otro en Méjico convertido en un gran pianista.
Mucho después, en 2007, al acabar una conferencia en el sur de Francia, una mujer se le acerca a Soler y le entrega una foto y una carta.
A partir de ahí, el autor empieza a investigar y a reconstruir la historia de su tío.
Mejor no contar más: sólo que la vida de Oriol va a resultar mucho más incómoda para su familia de lo que todos habían imaginado.
La primera parte de La fiesta del oso es impresionante.
Soler vuelve a arrastrarte, como si te hipnotizara, a un territorio que no has visitado nunca: el de un grupo de soldados moribundos, tullidos y desesperados que intentan huir de la gangrena y del frío, del miedo y de las represalias de los vencedores.
Soler vuelve a mostrarse inmenso.
Nadie escribe como él.
Un pequeño pueblo de los Pirineos de hoy en día, una mujer horrible, un gigante que se dedica a salvar vidas en las montañas... Soler habla de la guerra y de lo que pasó después, pero hay algo mágico en todo ello, casi mitológico, con ese componente atávico del que hablábamos antes: su capacidad para llegar abajo, muy abajo, a sitios tan profundos y tan oscuros, que nadie, o casi nadie, consigue llegar
La segunda parte es más floja.
Quizá porque se le va la mano con ese componente mágico, como si intentara convertirlo en una especie de cuento de hadas, o cuento macabro, pero no termina de funcionar.
O porque, a ratos, no resulta creíble.
No sé, ni me importa, qué hay de cierto en esta historia. Puede que todo, todo, todo sea como Soler lo cuenta, pero es que la verosimilitud no tiene nada que ver con la verdad. Es sólo un engaño, una apariencia.
Aún así, cuando Soler falla, le pasa lo que a todos los grandes: falla con muchísima clase, como un campeón, y la mayoría sigue sin ser capaz ni de rozar con la coronilla la suela de sus zapatos.
Y yo exagero, como siempre, con esta última frase, pero no con todos los elogios a Soler y La fiesta del oso.(Juan Vila-Algo de libros)
No todas las novelas sobre la Guerra Civil y sus consecuencias son un coñazo.
Quiero decir que no todas son previsibles, ñoñas y maniqueas.
También las hay buenas.
Muy buenas, incluso.
Estupendas.
Es lo que pasa con Jordi Soler.
Jordi Soler es un catalán que nació en Méjico, en plena selva, descendiente de exiliados republicanos, y sus últimos libros los ha dedicado a contar su historia y la de su familia.
Empezó con Los rojos de ultramar, en el que narraba la huida de España de su abuelo al terminar la guerra y su estancia en los campos de concentración franceses.
Frente a tantos tópicos y tanta tontería bienintencionada, Soler era capaz de hacer auténtica literatura.
Y mucho más que eso: era capaz de hablar de la Guerra Civil y el exilio como si nadie hubiera hablado antes del tema.
Como un fogonazo.
O como si por fin descubrieras lo que en realidad había pasado.
O una parte de lo que pasó.
Soler tampoco pretende pontificar.
Sí, en todo caso, luchar contra el olvido y reivindicar una memoria que está muy lejos de ser histórica, porque es aún presente y lo seguirá siendo durante décadas. Algo que Soler llama "ese drama que aún nos distingue".
Luego vino La última hora del último día, una de las mejores novelas que se han escrito en España en los últimos años.
Soler volvía a la selva mejicana donde se crió, a la plantación de café que montó su abuelo junto a otros exiliados catalanes.
Jamás se ha escrito nada semejante sobre el exilio.
Soler creaba un territorio fantasmagórico, en el que un grupo de viejos seguía izando todas las mañanas la señera y hablando en catalán, organizaban un complot para matar a Franco, eran puteados por las autoridades mejicanas, adoptaban a un elefante que se había escapado del circo o vivían esa contradicción que supone ser muy, muy rojo y al mismo tiempo, practicar una suerte de neocolonialismo.
Había algo muy poderoso en ese libro, muy turbio, casi atávico.
Lo dije en otra entrada: era Conrad, era Faulkner y era Céline.
Era también Juan Rulfo.
Y un viaje aterrador a la infancia y a sus peores pesadillas.
Si no has leído La última hora del último día, estás perdiendo el tiempo.
Corre a comprarlo, o a robarlo, o a hacerte como sea con él.
Ahora llega La fiesta del oso.
Lo ha publicado Mondadori.
Aquí retoma la historia de su tío abuelo Oriol.
Cuando los demás huyeron a Francia en el 39, Oriol estaba herido y tuvo que quedarse en un hospital del Pirineo.
A partir de ahí, se pierde su rastro.
La versión que Soler había dado en sus anteriores obras es que Oriol murió sin cruzar la frontera, aunque durante años su familia creyó que iba a aparecer de un momento a otro en Méjico convertido en un gran pianista.
Mucho después, en 2007, al acabar una conferencia en el sur de Francia, una mujer se le acerca a Soler y le entrega una foto y una carta.
A partir de ahí, el autor empieza a investigar y a reconstruir la historia de su tío.
Mejor no contar más: sólo que la vida de Oriol va a resultar mucho más incómoda para su familia de lo que todos habían imaginado.
La primera parte de La fiesta del oso es impresionante.
Soler vuelve a arrastrarte, como si te hipnotizara, a un territorio que no has visitado nunca: el de un grupo de soldados moribundos, tullidos y desesperados que intentan huir de la gangrena y del frío, del miedo y de las represalias de los vencedores.
Soler vuelve a mostrarse inmenso.
Nadie escribe como él.
Un pequeño pueblo de los Pirineos de hoy en día, una mujer horrible, un gigante que se dedica a salvar vidas en las montañas... Soler habla de la guerra y de lo que pasó después, pero hay algo mágico en todo ello, casi mitológico, con ese componente atávico del que hablábamos antes: su capacidad para llegar abajo, muy abajo, a sitios tan profundos y tan oscuros, que nadie, o casi nadie, consigue llegar
La segunda parte es más floja.
Quizá porque se le va la mano con ese componente mágico, como si intentara convertirlo en una especie de cuento de hadas, o cuento macabro, pero no termina de funcionar.
O porque, a ratos, no resulta creíble.
No sé, ni me importa, qué hay de cierto en esta historia. Puede que todo, todo, todo sea como Soler lo cuenta, pero es que la verosimilitud no tiene nada que ver con la verdad. Es sólo un engaño, una apariencia.
Aún así, cuando Soler falla, le pasa lo que a todos los grandes: falla con muchísima clase, como un campeón, y la mayoría sigue sin ser capaz ni de rozar con la coronilla la suela de sus zapatos.
Y yo exagero, como siempre, con esta última frase, pero no con todos los elogios a Soler y La fiesta del oso.(Juan Vila-Algo de libros)
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