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El Pizarrón Encantado

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  • El Pizarrón Encantado

    El Pizarrón Encantado
    Autor: Emilio Carballido
    Ilustraciones de María Figueroa

    SEP / Petra Ediciones

    Tercera reimpresión 1996

    ISBN 968-29-4180-6

    Impreso en México
    ¡Por un planeta verde el pueblo revolucionario unido! CRANEO

  • #2
    DEDICATORIA


    Para David, Ariana Alexandra, Juan y Gabriel
    ¡Por un planeta verde el pueblo revolucionario unido! CRANEO

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    • #3
      Cuento

      Este es el cuento de Adrián y de cómo encontró el pizarrón encantado y de las cosas que hizo con él. Todo empezó así:

      Adrián estaba de vacaciones y jugaba a la pelota con sus amigos en el callejón. A veces hacían gol, a veces rompían las ventanas de los vecinos, así como ahora; y se asomó a gritarles un profesor barbudo y Adrián llegó a su casa muy aprisa; sin aire, porque subió cuatro pisos. —Ya llegué —gritó, como hacía siempre.

      Nadie le contestó. Su mamá no vino de la cocina y de las otras piezas tampoco vino nadie. Adrián prendió la luz, pues empezaba a oscurecer. En la mesa del comedor encontró un papel que su mamá le había dejado:

      Adrián:

      Tu papá está enfermo y tengo que irme con él enseguida.
      Por más que te busqué, quién sabe dónde andabas.
      Hijito, pórtate bien.
      Te dejo cinco pesos para que te vayas a casa de tu tío Austero. Le das la carta que aquí verás.
      Hijo, pórtate deveras bien, lávate los dientes y acuérdate de decir buenos días.

      Muchos besos de

      tu mamá.



      Adrián se quedó leyendo la carta varias veces. El papá de Adrián era ferrocarrilero. Él y sus compañeros habían hecho una huelga, esto es, dejaron de trabajar para pedir cosas justas y necesarias: más sueldo y beneficios para sus hijos y sus mujeres. Nada les concedieron y vinieron policías y soldados a pegarles. El papá de Adrián se quedó sin trabajo y se fue entonces de bracero a otro país; desde allá les mandaba cartas y dinero. Ahora también se había marchado su mamá. Adrián pensó dormir en la casa sola y buscar a sus tíos al otro día, pero eso le pareció muy triste. Mejor apagó las luces, tomó una maletita que le había preparado su mamá y cerró el departamento con llave.

      Se fue sin despedirse de sus amigos; la ciudad se veía muy cambiada, los edificios iluminados mucho más altos, los callejones oscuros y mal encarados, las avenidas con demasiados coches de ojos deslumbrantes, dispuestos a atropellar.

      Pero así es todo si andamos solos por la noche.

      La casa de los tíos era muy grande, con un zaguán muy alto y un portón medio desvencijado. Adrián no alcanzaba el timbre, tocó el aldabón y lo oyó retumbar tres veces. El aldabón era una cabeza de perro que se le quedó viendo de mal modo, como diciendo: toca más quedito.

      Ya los tíos esperaban a Adrián.

      —Tu mamá nos habló antes de irse.

      —Pasa. ¿Ya merendaste? Ven y siéntate con tu tío.

      Vivían allí la tía Cleopatra y el tío, con sus tres hijos; también una tía muy anciana, doña Pompilia; no se dejaba ver mucho y nada más tejía y tocaba discos, encerrada en su cuarto; le gustaba la ópera y siempre se oían las voces de muchísimas personas cantando en derredor de ella. Los dos primos y la prima ya eran viejos, como de treinta años cada uno; se llamaban Eduardo, Agamemnón y Titina.

      La casa estaba llena de roperos con espejos; tenía más escaleras de lo que parecía necesario y un sótano enorme. También muchos rincones, tinas de baño con patas de animal, selva de plantas en los corredores y un loro malhumorado, que había sido de la mamá de Pompilia, el cual gustaba de recitar poesía entre las plantas, pero no lo hacía muy bien. Entre verso y verso interpolaba otros párrafos, o se le revolvían unos poemas con otros.

      Por ejemplo: —Volverán las oscuras golondrinas, rica papa, rica papa, tu superficie es el maíz, rico maíz, rico pan con leche, suave patria, suave patria, jajajajaja.



      Don Austero leyó la carta y dio la mano solemnemente a Adrián: —Bienvenido a ésta tu humilde casa. Veremos que hagas tu tarea y te aprendas la tabla de multiplicar. Merienda para que te vayas a dormir.

      Adrián no aclaró que estaba de vacaciones y se sabía la tabla desde hacía tres años, no fueran a enseñarle otras cosas. Durmió en un cuarto muy grande, con la cama dorada y un tocador de madera oscura, con mármoles y espejos.

      (Ya pronto va a aparecer el pizarrón)


      ¡Por un planeta verde el pueblo revolucionario unido! CRANEO

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      • #4

        Los días en esa casa tan grande empezaron a hacérsele pesados a Adrián. El tío Austero siempre le concedía un rato de plática, durante el cual le preguntaba las capitales de la República o le explicaba cosas de hipotenusas y catetos. La tía Pompilia ponía a rezar a la familia por las tardes. A nadie le gustaba esto, pero ni modo.

        Eduardo trabajaba en un banco, vestía muy bien y al anochecer se divertía contando millones en una calculadora. Agamemnón estudiaba en secreto la carrera de payaso, que en su casa nadie aprobaba. Titina tenía un novio que la visitaba por las tardes, y al cual también ponían a rezar.



        Vivían allí, además, tres gatos amistosos: Pitirifas, Fadrique y Numa. Aceptaban a veces jugar con Adrián y dormían con él por turnos, pues en la noche tenían muchas obligaciones.

        Y sucedió así, y aquí viene ya lo más importante y digno de contar: que los gatos jugaban al escondite con Adrián. Y bajaron corriendo al sótano, cuya puerta estaba muy vieja pero con tremendo candado.



        Y se escondieron dentro, pasando por un hoyo. Adrián los espió entonces por la rendija... ¡De pronto se fue de boca! La puerta se había abierto; él cayó dentro y el candado quedó colgando de una armella, porque la otra se zafó. El sótano estaba lleno de cosas curiosísimas: retratos y cuadros, un espejo muy empañado, un ángel manco y sin nariz, varios baúles, sillas cojas, un ropero chueco...

        Adrián veía todo con asombro y curiosidad. Abrió el ropero; la puerta rechinó, como advertencia: adentro había bastantes frascos raros y retorcidos, con líquidos de colores, algunos de ellos burbujeaban; había también un cucurucho de seda negra, muy viejo, con bordados en oro, de estrellas y lunas, medio deshilachados; y UN PIZARRÓN, y varios gises. Adrián tentó el cucurucho y sintió que le daba toques.


        Quiso tomar un frasco y le cayó en la mano un alacrán. Se lo sacudió aprisa, lo vio esconderse por ahí. Tocó el pizarrón y no pasó nada. Lo sacó entonces.

        Era un pizarrón muy terso, con marco azul, que mientras lo miraba fue poniéndose rojo y luego cambió a morado y a verde; así siguió cambiando a diversos colores hasta volver a ser azul y empezar de nuevo a ponerse rojo. Esto era muy bonito y asombroso. Adrián entonces tomó un gis y pensó escribir algo. ¿Qué?


        Los tres gatos se asomaron a ver qué hacía y se alarmaron mucho. Rápidamente empezaron a maullarle consejos, pero era tarde: ya, por broma, borraba la primera letra y ponía en su lugar una P. Quedó escrito:


        ¡Y los gatos se convirtieron en patos!




        ¡Por un planeta verde el pueblo revolucionario unido! CRANEO

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        • #5
          Para asombro de Adrián salieron aleteando del sótano, muy enojados. Él salió tras ellos, cerró lo mejor que pudo, corrió escalera arriba; los alcanzó cuando ya, con mal tino, los patos entraban a la cocina, aleteando y maullando, pues la voz no les había cambiado del todo.

          —¡Patos! Los habrá comprado Austero para hacerlos al horno —dijo la tía Cleopatra.

          —¡Miau, miau, miau! —maullidos horribles de los patos.

          —Qué fea voz tienen —dijo la tía y se dispuso a retorcerle el pescuezo a Pitirifas, que huyó gritando por el corredor. Lo mismo hicieron Numa y Fadrique.

          Aleteando, aleteando, se les ocurrió volar. Fueron a chocar con el loro que gritó:

          —¡Túercele el cuello al cisne! Rica papa, chocolate para el lorito.

          Adrián, aterrado, tuvo una idea: borró la P, puso de nuevo G:





          volvió a leerse.




          Y cayeron del aire los tres gatos, alarmadísimos; uno de ellos, Numa, sobre el peinado alto de tía Cleopatra. Se lo dejó hecho una lástima.

          —¿Pero dónde se metieron esos patos? —decía ella, y a la hora de comer aún lo comentaba con asombro.

          El tío Austero diagnosticó que veía visiones.

          Adrián reflexionó sobre lo ocurrido: ¿Sería posible que ése fuera un pizarrón mágico?

          Esperó a la hora de la tarde en que tía Pompilia apagaba su tocadiscos y salía con el rosario en la mano, para poner a todos de rodillas.

          Adrián, arrinconándose, escribió en su notable pizarrón:


          Borró dos letras, la R y la Z. Y escribió una B y una S. Quedó:




          y todos empezaron a besarse.



          ¡Por un planeta verde el pueblo revolucionario unido! CRANEO

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          • #6
            Antes que nadie, Titina y su novio. Luego, el tío Austero y la tía Cleopatra, que se puso feliz.

            —¡Qué es esto! —gritó la tía Pompilia, y corrió a besar a Eduardo, que besaba su máquina sumadora mientras Agamemnón se paraba de manos y besaba a los gatos y éstos se lengüeteaban entre sí y besaban también a Adrián, en señal de perdón por el mal rato pasado.

            Después de un tiempo de besuqueo, todos se fueron a sus cuartos o al cine, sin rezar.

            Adrián pensó: "esto sí ha salido bien". No sabiendo aún cómo funcionaba esta magia, dudaba entre borrar o no las palabras. Lo hizo y esperó el día siguiente: a la hora que vino la tía Pompilia con su rosario, empezaron los besuqueos otra vez. Se alegró Adrián: eso quería decir que el pizarrón podía lograr cambios permanentes.


            A la otra mañana, en el corredor, empezó a imaginar qué más hacer. Los gatos, preocupados, lo observaban.

            —Cuac, cuac —le dijeron.

            —¡Cómo! —les dijo.

            —Miau, cuac, cuac, miau... —le advirtieron.

            ¡Habían quedado graznando!.

            —Ahora hablan dos idiomas! —los felicitó Adrián, y escribió:


            Pensó qué cambio hacer. Quitó la L y puso una T:


            Y con estruendo de bufidos y patadas, un toro robusto y bravo empezó a pasearse por el corredor y se metió a la cocina, para pasmo de la tía Cleopatra.

            —¡Un toro! Austero ha de querer que hagamos filetes.

            ¡Pero este animal es inmenso! ¡Y está vivo!

            —Eran las cinco en punto de la tarde —mugió—. ¡Torito real, para España y no para Portugal!

            Tía Cleopatra gritó y dejó caer una sartén. El ruido espantó al toro, corrió la tía, siguió tras ella el animal, mugiendo:

            —Rica papa, chocolatito rico.


            Adrián se espantó tanto que no se le ocurría cambiar ninguna letra. Y lo hizo al fin y puso, por distraído, M en vez de T:


            quedó. Y un hombre erguido, muy moreno, con un turbante y babuchas, alcanzó a Cleopatra y la tocó en el hombro, para decirle mientras aleteaba con ambos brazos:

            —Buen día, buen día, si tú quisieras, Granada, contigo me casaría, rica papa, rico pan con leche.

            Adrián borró la M, puso la L al fin:


            y el pájaro aleteó, soltando algunas verdes plumas, y huyó a perderse entre las plantas, hundido en el desconcierto. Ahí se le oyó mugir entre versos y frases confusas, escondido durante tres días.





            ranis
            ranita, rana
            Last edited by ranis; 27-mayo-2013, 06:24.
            ¡Por un planeta verde el pueblo revolucionario unido! CRANEO

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            • #7
              A la hora de comer, la tía Cleopatra comentó el susto y presumió de que un árabe le había pedido matrimonio.

              —Más alucinaciones, ahora con delirios —dijo el tío Austero.

              Mandó comprarle jarabe de fosfatos y la hizo tomar tila por las mañanas. Las sesiones de besos gustaban mucho a la familia. Al terminar la de esa tarde, tío Austero avisó a Agamemnón que ya le había conseguido un trabajo cerca.

              —Estarás allí en diez minutos a pie. Buen sueldo, ocho horas diarias. En un sótano, así la luz no te lastimará los ojos.

              —¿Haciendo qué cosa?

              —Muy diversas, de meritorio.

              La tristeza de Agamemnón fue inmensa. Ya, no podía estudiar lo que deseaba.

              Adrián lo compadeció mucho; pensativo, puso en el pizarrón:


              Lo pensó un poco.

              Cambió tres letras por otras cuatro; borró otras cuatro, quitó una coma y puso acentos.

              Quedó entonces:


              Agamemnón corrió a saltos hacia su cuarto, se pintó la cara, se puso un traje anchísimo, lleno de parches, y salió feliz a trabajar en un circo de prestigio donde se volvió favorito del público.

              Agamemnón, rey de la risa fue como lo anunciaron. La tía Pompilia fue la más ofendida por este giro de circunstancias:

              —¡Un payaso en la familia! —gemía.

              —Esa profesión no es seria.

              Tío Austero quedó muy perturbado: ¿Cómo el empleo respetable que él mismo había conseguido, se convertía en este otro?

              Eduardo los consoló haciéndoles ver que Agamemnón ganaba muy bien; además, podían ir gratis al circo ellos y sus amistades.


              Fue la tía Pompilia quien descubrió la ausencia del pizarrón; bajó al sótano a buscar unas gotas para los oídos. ¡El pizarrón no estaba!

              Olvidó las gotas, subió corriendo.

              —¡Cleopatra! ¡Austero! ¡El pizarrón encantado! ¡No lo encuentro! ¡Esto es gravísimo!

              Va a saberse ahora la historia del pizarrón:

              Un tío carnal de Pompilia, que se llamaba Juan Jacobo, estaba negado absolutamente para las letras. El alfabeto no le entraba.

              —¿Letras? ¿A B C D? ¿a e i o u? ¿Qué tiene que ver eso con las cosas? ¿Palabras? Ni sirven de nada.

              A fin de hacerlo entender, sus padres contrataron a un mago de bastantes poderes. Encantó un pizarrón de modo tal que lo allí escrito correspondiera en forma directa con la realidad circundante.


              ¡Este es el pizarrón que encontró Adrián! Y en él aprendió su tío bisabuelo, tan bien, que se convirtió en un gran poeta: sus versos cambiaban la realidad en torno, a veces para bien y a veces para mal.

              Lo enterraron en la Rotonda de los Hombres Ilustres.





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              • #8
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                —¡Perdido! ¿Pero cómo? ¿Lo habría tomado alguien?

                Alarma, conjeturas, misterio. ¿Qué hacer?

                Bueno, al día siguiente, Adrián llevó el pizarrón al comedor: lo conservó sobre las piernas cubierto con una servilleta. Sentía un impulso irresistible de hacer cambios y travesuras. En el centro de la mesa, un manchón verde y fresco era el platón de la ensalada, rica ensalada de berros, que no le gustaba a Adrián.

                Y escribió en el pizarrón para transformarla en algo más sabroso:
                Nada mejor se le ocurría, ¿qué hacer? Y puso de pronto:
                Eso fue horrible: sobre la mesa aparecieron tres asnos acostados, empapados en aceite y vinagre, rebuznando en forma inconsiderada y lanzando coces.

                La familia gritó, tembló la mesa, ya iba a hundirse. Adrián cambió lo escrito:
                Aparecieron cuatro canes flacos y verdosos, que ladraba y protestaban por estar aderezados con vinagreta.
                Y quedaron los gatos con los hocicos llenos de yerbajos; la familia desconcertada y hambrienta, pues los animales habían hecho batidillo con todo.

                A la hora del besuqueo, la tía Pompilia fue enterada de lo ocurrido. Pensativa, miró en torno. Sentenció:

                —Esas son travesuras de niño. El pizarrón encantado lo tiene Adrián.

                —Hay que quitárselo inmediatamente —dijo tío Austero.

                —Pero con gran cautela. Imagínate si de Austero te convierte en mesero o en mitotero





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