Re: A propósito del bicentenario: Flashazos de nuestra historia.
Una de las primeras propuestas serias de dar independencia a las provincias americanas de España provino, en 1783, de un español ilustrado y audaz: Pedro Pablo Abarca de Bolea, conde de Aranda, quien expulsó de España a los jesuitas, por si algo le faltara. En un informe secreto a Carlos III, el reformador rey de España, acerca de los recién independizados Estados Unidos, los 13 estados originales, todos sobre la costa atlántica norte, el conde de Aranda avisa al rey con profética intuición: “Mañana será gigante, conforme vaya consolidando su constitución y después un coloso irresistible en aquellas regiones […] La libertad de religión, la facilidad de establecer las gentes en territorios inmensos y las ventajas que ofrece aquel nuevo gobierno, llamarán a labradores y artesanos de todas las naciones […] y dentro de pocos años veremos levantado el coloso que he indicado”.
Nótese el mundo de diferencia entre esa visión ilustrada del conde de Aranda y la torpe, cerrada, católica, obtusa y atrabiliaria del cura Morelos en sus retrógrados Sentimientos de la Nación, de dar vergüenza ajena: “Que la Religión Católica sea la única, sin tolerancia de otra… Que el dogma sea sostenido por la jerarquía de la Iglesia, que son el Papa, los Obispos y los Curas, porque se debe arrancar toda planta que Dios no plantó”. ¿Qué habríamos hecho si no lo matan a tiempo? Por desgracia, esos “sentimientos de la nación” (ya había la tendencia de endilgar a la nación los prejuicios propios) siguen guiando a nuestros diputados y senadores: somos, con Corea de Norte, el único país del mundo que rechaza inversión en energía y no permite que se investiguen nuevos yacimientos de petróleo donde no tenemos tecnología nacional para hacerlo. “…que los gachupines se vayan a su tierra o con su amigo el francés que pretende corromper nuestra religión”, parecen decir con Morelos. Se refiere el inquisidor cura a las tropas liberales de Napoleón que llevaban por toda Europa la ideología laica, democrática e igualitaria de la Revolución francesa.
¿A esa canalla intolerante y fanática estamos celebrando? Pues sí, porque seguimos padeciendo los mismos defectos, y por ellos seguimos hundidos en la pobreza y esperando que la riqueza sea milagro de la Virgencita de Guadalupe. Pues no se quejen.
Con espíritu de la Ilustración y visión de estadista, Aranda le sugiere a Carlos III la transformación de las colonias americanas en reinos independientes de España, si bien fraternales. Es la idea sobre la que Inglaterra levantó su comunidad de naciones que va de Canadá a Australia. Pero la monarquía española nunca se caracterizó por su visión de largo plazo. Sólo recordemos que comenzó por prohibir en la Nueva España los cultivos de olivo y vid impulsados por los primeros franciscanos. Esa torpe medida fue la primera expresión de nuestro centenario proteccionismo: en vez de alentar la economía de las colonias y así tener un imperio de naciones ricas, tuvieron visión de abarrotero y arrasaron plantaciones que hacían competencia, los priistas dirían “desleal”, a las importaciones peninsulares de vino y aceite.
De haber vivido más Carlos III o de no ser sucedido por su mediocre hijo Carlos IV, la recomendación del conde de Aranda habría resultado en algo semejante al sueño de Bolívar, que sueño sigue siendo: países americanos fraternos y, sobre todo, ricos, en abierta relación de iguales con España. Ni guerras de independencia, ni la consiguiente destrucción de la minería, agricultura y economía general novohispana. Independencia por acuerdo con España y bajo legislación liberal, como la impulsada por Carlos III con su libre comercio de granos y agricultura experimental, sus límites impuestos a la iglesia católica y cultivo de las tierras eclesiásticas “de manos muertas”, sin uso productivo. En fin: juarismo antes de Juárez e independencia sin destrucción ni cabida para los Morelos. Quizá desde el siglo XVIII habríamos comenzado a educar generaciones de mexicanos en las ideas de la democracia. Así no tendríamos, como ahora, democracia sin demócratas: nuestro peor mal.
Así pues, la idea de la independencia duró varios decenios flotando, cocinándose entre las clases ilustradas, más que entre el pueblo analfabeta. Las ideas de Voltaire y Rousseau eran tema de conversación en las fiestas de la aristocracia novohispana.
Para ejemplo amargo, sólo recordemos que Juan Antonio de Riaño, intendente (gobernador) de Guanajuato tenía a muchos de los conspiradores de 1810 como invitados a sus tertulias literarias. En su Historia general de México, señalan Florescano y Gil que “fue amigo personal de Miguel Hidalgo, cuyas huestes desarrapadas habrían de matar, años más tarde, al intendente ilustrado”.
* Luis González de Alba.
La independencia flotaba en el aire.
Una de las primeras propuestas serias de dar independencia a las provincias americanas de España provino, en 1783, de un español ilustrado y audaz: Pedro Pablo Abarca de Bolea, conde de Aranda, quien expulsó de España a los jesuitas, por si algo le faltara. En un informe secreto a Carlos III, el reformador rey de España, acerca de los recién independizados Estados Unidos, los 13 estados originales, todos sobre la costa atlántica norte, el conde de Aranda avisa al rey con profética intuición: “Mañana será gigante, conforme vaya consolidando su constitución y después un coloso irresistible en aquellas regiones […] La libertad de religión, la facilidad de establecer las gentes en territorios inmensos y las ventajas que ofrece aquel nuevo gobierno, llamarán a labradores y artesanos de todas las naciones […] y dentro de pocos años veremos levantado el coloso que he indicado”.
Nótese el mundo de diferencia entre esa visión ilustrada del conde de Aranda y la torpe, cerrada, católica, obtusa y atrabiliaria del cura Morelos en sus retrógrados Sentimientos de la Nación, de dar vergüenza ajena: “Que la Religión Católica sea la única, sin tolerancia de otra… Que el dogma sea sostenido por la jerarquía de la Iglesia, que son el Papa, los Obispos y los Curas, porque se debe arrancar toda planta que Dios no plantó”. ¿Qué habríamos hecho si no lo matan a tiempo? Por desgracia, esos “sentimientos de la nación” (ya había la tendencia de endilgar a la nación los prejuicios propios) siguen guiando a nuestros diputados y senadores: somos, con Corea de Norte, el único país del mundo que rechaza inversión en energía y no permite que se investiguen nuevos yacimientos de petróleo donde no tenemos tecnología nacional para hacerlo. “…que los gachupines se vayan a su tierra o con su amigo el francés que pretende corromper nuestra religión”, parecen decir con Morelos. Se refiere el inquisidor cura a las tropas liberales de Napoleón que llevaban por toda Europa la ideología laica, democrática e igualitaria de la Revolución francesa.
¿A esa canalla intolerante y fanática estamos celebrando? Pues sí, porque seguimos padeciendo los mismos defectos, y por ellos seguimos hundidos en la pobreza y esperando que la riqueza sea milagro de la Virgencita de Guadalupe. Pues no se quejen.
Con espíritu de la Ilustración y visión de estadista, Aranda le sugiere a Carlos III la transformación de las colonias americanas en reinos independientes de España, si bien fraternales. Es la idea sobre la que Inglaterra levantó su comunidad de naciones que va de Canadá a Australia. Pero la monarquía española nunca se caracterizó por su visión de largo plazo. Sólo recordemos que comenzó por prohibir en la Nueva España los cultivos de olivo y vid impulsados por los primeros franciscanos. Esa torpe medida fue la primera expresión de nuestro centenario proteccionismo: en vez de alentar la economía de las colonias y así tener un imperio de naciones ricas, tuvieron visión de abarrotero y arrasaron plantaciones que hacían competencia, los priistas dirían “desleal”, a las importaciones peninsulares de vino y aceite.
De haber vivido más Carlos III o de no ser sucedido por su mediocre hijo Carlos IV, la recomendación del conde de Aranda habría resultado en algo semejante al sueño de Bolívar, que sueño sigue siendo: países americanos fraternos y, sobre todo, ricos, en abierta relación de iguales con España. Ni guerras de independencia, ni la consiguiente destrucción de la minería, agricultura y economía general novohispana. Independencia por acuerdo con España y bajo legislación liberal, como la impulsada por Carlos III con su libre comercio de granos y agricultura experimental, sus límites impuestos a la iglesia católica y cultivo de las tierras eclesiásticas “de manos muertas”, sin uso productivo. En fin: juarismo antes de Juárez e independencia sin destrucción ni cabida para los Morelos. Quizá desde el siglo XVIII habríamos comenzado a educar generaciones de mexicanos en las ideas de la democracia. Así no tendríamos, como ahora, democracia sin demócratas: nuestro peor mal.
Así pues, la idea de la independencia duró varios decenios flotando, cocinándose entre las clases ilustradas, más que entre el pueblo analfabeta. Las ideas de Voltaire y Rousseau eran tema de conversación en las fiestas de la aristocracia novohispana.
Para ejemplo amargo, sólo recordemos que Juan Antonio de Riaño, intendente (gobernador) de Guanajuato tenía a muchos de los conspiradores de 1810 como invitados a sus tertulias literarias. En su Historia general de México, señalan Florescano y Gil que “fue amigo personal de Miguel Hidalgo, cuyas huestes desarrapadas habrían de matar, años más tarde, al intendente ilustrado”.
* Luis González de Alba.
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