“Lo odio” es una confesión que rara vez es sincera; alude más al enojo o a la ira que a un odio verdadero. Éste, cuando realmente existe, no suele ser confesado, porque la sociedad lo reprueba. No sólo eso: “odiar a alguien es mostrar nuestra impotencia, asumir que el sujeto odiado nos impide ser felices y que, en cierta forma, es superior a nosotros”, porque no se odia a los inferiores. ¿A quién odiamos? A quien amenaza mi identidad, es decir, aquello que me constituye: yo, mis hijos, mis padres y hermanos, mi casa, mi perro, mi país… No es el único sentimiento ante la amenaza: el miedo, por ejemplo, también surge como una protección de mi integridad; la diferencia es que basta con apartarme de aquello que me atemoriza para que el miedo desaparezca. No sucede lo mismo con el odio, pues el objeto odiado forma parte de nuestro mundo, tenemos que convivir con él y su presencia constante reaviva la humillación o, por lo menos, la herida infligida a nuestro narcisismo. Y aun si el enemigo no anda cerca, está incrustado en nosotros, haciéndonos daño, impidiéndonos disfrutar la vida.
Odio a la mujer que me robó a mi esposo, al fulano que obtuvo el puesto que yo merecía, a los amigos de mi hijo que lo desviaron de su camino, al que atropelló a mi gato y también a aquella compañera que en la preparatoria demostró ser todo lo que yo quería ser. Las razones para odiar son incontables. ¿Cuál es nuestro deseo? ¿Qué es lo que en realidad expresa el odio? De acuerdo con Castilla del Pino, “el odio es una relación virtual con una persona y con la imagen de esa persona, a la que se desea destruir por uno mismo, por otros o por circunstancias tales que deriven en la destrucción que se anhela”. Por fortuna, esa destrucción con la que se fantasea pocas veces es física, pues de otra manera el odio nos convertiría automáticamente en homicidas. Existen vías menos comprometedoras cuando se conserva el sentido de la realidad, por ejemplo, destruir la reputación de una persona: calumniarla, difamarla, arruinar su imagen… Lo que sí se destruye es el propio individuo que odia y se consume en ese odio, pues nunca logra su meta: desvincularse del objeto odiado. Aunque logre dañarlo de alguna manera, no consigue quitarse de encima su imagen, que reaparece en forma esporádica o, más bien, se instala en él, convirtiéndose en el objeto más importante de su vida. Odiar es odiarse, despreciar esa parte de uno mismo que el otro ha invadido.
¿El odio es espontáneo o aprendido? De los dos tipos: el primero surge de nuestra propia insatisfacción pues, de acuerdo con el autor citado, la gente feliz no odia. Pero el odio también es, a menudo, lo que amalgama a un grupo (familia, secta, nación), y quien no odia como se debe es visto como sospechoso. Los líderes saben la fuerza que confiere el odio, por lo que algunos no dudan en utilizarlo para lograr sus fines: odiar a los católicos o a los protestantes, a los negros o a los blancos, a los ricos o a los extranjeros, a los de izquierda o a los de derecha. Es un recurso que ha demostrado su utilidad política a lo largo de la historia, aunque pocas veces nos enteramos de las consecuencias que tiene en los propios odiadores.
Sera??
Odio a la mujer que me robó a mi esposo, al fulano que obtuvo el puesto que yo merecía, a los amigos de mi hijo que lo desviaron de su camino, al que atropelló a mi gato y también a aquella compañera que en la preparatoria demostró ser todo lo que yo quería ser. Las razones para odiar son incontables. ¿Cuál es nuestro deseo? ¿Qué es lo que en realidad expresa el odio? De acuerdo con Castilla del Pino, “el odio es una relación virtual con una persona y con la imagen de esa persona, a la que se desea destruir por uno mismo, por otros o por circunstancias tales que deriven en la destrucción que se anhela”. Por fortuna, esa destrucción con la que se fantasea pocas veces es física, pues de otra manera el odio nos convertiría automáticamente en homicidas. Existen vías menos comprometedoras cuando se conserva el sentido de la realidad, por ejemplo, destruir la reputación de una persona: calumniarla, difamarla, arruinar su imagen… Lo que sí se destruye es el propio individuo que odia y se consume en ese odio, pues nunca logra su meta: desvincularse del objeto odiado. Aunque logre dañarlo de alguna manera, no consigue quitarse de encima su imagen, que reaparece en forma esporádica o, más bien, se instala en él, convirtiéndose en el objeto más importante de su vida. Odiar es odiarse, despreciar esa parte de uno mismo que el otro ha invadido.
¿El odio es espontáneo o aprendido? De los dos tipos: el primero surge de nuestra propia insatisfacción pues, de acuerdo con el autor citado, la gente feliz no odia. Pero el odio también es, a menudo, lo que amalgama a un grupo (familia, secta, nación), y quien no odia como se debe es visto como sospechoso. Los líderes saben la fuerza que confiere el odio, por lo que algunos no dudan en utilizarlo para lograr sus fines: odiar a los católicos o a los protestantes, a los negros o a los blancos, a los ricos o a los extranjeros, a los de izquierda o a los de derecha. Es un recurso que ha demostrado su utilidad política a lo largo de la historia, aunque pocas veces nos enteramos de las consecuencias que tiene en los propios odiadores.
Esther Charabati
Sera??
Comment