Gustavo Bueno.
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El Dios de los cristianos y su papel salvador de los extravíos de la razón por los cauces de la superstición
Las desviaciones o trastornos de la racionalidad institucional han sido algunas veces señalados como tales. En la época imperial de la Antigüedad, por ejemplo, y como consecuencia del cosmopolitismo alcanzado por algunas grandes ciudades, las religiones más diversas –sacerdotes de Cibeles, mitraismo, culto de Atis...– se extendieron y las prácticas mágicas se hicieron cada vez más abundantes (como si no hubieran existido las escuelas griegas de los escépticos o los académicos), y, según algunos investigadores, se pusieron al servicio de algunas personas extraordinarias que las utilizaron para sus fines, como pudieron serlo Simón Mago samaritano, o Apolonio de Triana. El mismo Jesús se habría servido, aunque con suma prudencia, de algunas artes mágicas (Morton Smith, Jesus the Magician, Nueva York 1978). Las iglesias cristianas tuvieron que enfrentarse con estas supersticiones, y las «racionalizaron» estableciendo límites, dentro de sus principios teológicos que permitían neutralizar o desactivar tales supersticiones mediante la apelación constante a un Dios omnisciente, omnipotente y bondadoso, capaz de hablar a los hombres corrientes, como pescadores o artesanos. La misma interpretación cristiana del concepto de superstición podría servir de prueba de esta actitud racionalizadora de todo aquello que resultase superfluo en la «economía de la Redención». No hace falta aquí tratar de encarecer la superior racionalidad de la dogmática cristiana respecto de sus alternativas coetáneas; aún concediendo a los críticos la existencia de componentes supersticiosos de muchas prácticas utilizadas por los cristianos, bastaría tener en cuenta la progresiva extensión de sus normas y la asunción de su disciplina, para atribuir a estas prácticas la condición de «principios de racionalización», es decir, para dar cuenta de su capacidad para erigirse en criterios de «organización del caos». Por decirlo así, una superstición, cuando alcanza una universalidad y funcionalismo normativo constante y parsimonioso que le permite alcanzar la victoria sobre otras supersticiones múltiples en caótica ebullición, se constituye a sí misma como canon eficaz de «racionalización del caos».
El cristianismo, al oponerse a las supersticiones, estableció un canon de racionalidad que salvó en los siglos sucesivos, y en numerosas ocasiones, a la razón de la «hemorragia supersticiosa». La misma conducta de los inquisidores (sobre todo en la Inquisición española) representó en muchas ocasiones un principio de racionalidad ante la pululación de fenómenos patológicos –aquelarres, posesiones y obsesiones diabólicas, brujerías...– que habitualmente se atribuían a Satán, o ni siquiera. Frente a los ardides perversos de los Genios malignos capaces de aterrorizar a los hombres, el Dios cristiano ofrecía una garantía de economía, de sobriedad y de seguridad entonces inexpugnable. No nos parece, en resolución, que esto justifique atribuir a Dios, a cualquier Dios en general, la función salvífica de la Razón, porque ello equivaldría a justificar la «nostalgia», por ejemplo, de la racionalidad de Tlaloc o de otros dioses aztecas o mayas, que inspiraban desde sus pirámides los horribles sacrificios humanos (y de cuya racionalidad o funcionalismo relativo, sin embargo, no cabe dudar, desde el punto de vista estrictamente antropológico). El Dios que sucedió victoriosamente, y arrasándola, a la «razón azteca» o a la «razón maya» fue el Dios que los cristianos españoles llevaron a América; y decimos esto a sabiendas de que podrá irritar a tantos indigenistas y algunos «teólogos de la Liberación», ocupados en husmear en las religiones precolombinas las «semillas del Verbo».
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El Dios de los cristianos y su papel salvador de los extravíos de la razón por los cauces de la superstición
Las desviaciones o trastornos de la racionalidad institucional han sido algunas veces señalados como tales. En la época imperial de la Antigüedad, por ejemplo, y como consecuencia del cosmopolitismo alcanzado por algunas grandes ciudades, las religiones más diversas –sacerdotes de Cibeles, mitraismo, culto de Atis...– se extendieron y las prácticas mágicas se hicieron cada vez más abundantes (como si no hubieran existido las escuelas griegas de los escépticos o los académicos), y, según algunos investigadores, se pusieron al servicio de algunas personas extraordinarias que las utilizaron para sus fines, como pudieron serlo Simón Mago samaritano, o Apolonio de Triana. El mismo Jesús se habría servido, aunque con suma prudencia, de algunas artes mágicas (Morton Smith, Jesus the Magician, Nueva York 1978). Las iglesias cristianas tuvieron que enfrentarse con estas supersticiones, y las «racionalizaron» estableciendo límites, dentro de sus principios teológicos que permitían neutralizar o desactivar tales supersticiones mediante la apelación constante a un Dios omnisciente, omnipotente y bondadoso, capaz de hablar a los hombres corrientes, como pescadores o artesanos. La misma interpretación cristiana del concepto de superstición podría servir de prueba de esta actitud racionalizadora de todo aquello que resultase superfluo en la «economía de la Redención». No hace falta aquí tratar de encarecer la superior racionalidad de la dogmática cristiana respecto de sus alternativas coetáneas; aún concediendo a los críticos la existencia de componentes supersticiosos de muchas prácticas utilizadas por los cristianos, bastaría tener en cuenta la progresiva extensión de sus normas y la asunción de su disciplina, para atribuir a estas prácticas la condición de «principios de racionalización», es decir, para dar cuenta de su capacidad para erigirse en criterios de «organización del caos». Por decirlo así, una superstición, cuando alcanza una universalidad y funcionalismo normativo constante y parsimonioso que le permite alcanzar la victoria sobre otras supersticiones múltiples en caótica ebullición, se constituye a sí misma como canon eficaz de «racionalización del caos».
El cristianismo, al oponerse a las supersticiones, estableció un canon de racionalidad que salvó en los siglos sucesivos, y en numerosas ocasiones, a la razón de la «hemorragia supersticiosa». La misma conducta de los inquisidores (sobre todo en la Inquisición española) representó en muchas ocasiones un principio de racionalidad ante la pululación de fenómenos patológicos –aquelarres, posesiones y obsesiones diabólicas, brujerías...– que habitualmente se atribuían a Satán, o ni siquiera. Frente a los ardides perversos de los Genios malignos capaces de aterrorizar a los hombres, el Dios cristiano ofrecía una garantía de economía, de sobriedad y de seguridad entonces inexpugnable. No nos parece, en resolución, que esto justifique atribuir a Dios, a cualquier Dios en general, la función salvífica de la Razón, porque ello equivaldría a justificar la «nostalgia», por ejemplo, de la racionalidad de Tlaloc o de otros dioses aztecas o mayas, que inspiraban desde sus pirámides los horribles sacrificios humanos (y de cuya racionalidad o funcionalismo relativo, sin embargo, no cabe dudar, desde el punto de vista estrictamente antropológico). El Dios que sucedió victoriosamente, y arrasándola, a la «razón azteca» o a la «razón maya» fue el Dios que los cristianos españoles llevaron a América; y decimos esto a sabiendas de que podrá irritar a tantos indigenistas y algunos «teólogos de la Liberación», ocupados en husmear en las religiones precolombinas las «semillas del Verbo».
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